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Sin perdón

Claudia Sheinbaum ha considerado “muy importante” la petición de perdón formulada hace unos días por el ministro Albares. Durante la inauguración de una muestra de temática indígena en el Instituto Cervantes de Madrid, el canciller español solemnizó que “ha habido dolor e injusticia” hacia los pueblos originarios mexicanos y que es “justo reconocerlo y enmendarlo”. No dijo cómo, cuándo ni por cuánto saldría la reparación de nuestra deuda histórica con Moctezuma, pero, por lo menos –habrá pensado la presidenta de México– se atiende al fin la exigencia de AMLO de que España pida perdón por los “agravios” durante la conquista, es decir, que pida perdón por haber fundado el México moderno.

Dejando de lado que en 1519 México no existía; que la empresa se hacía en nombre de la Corona, pero por iniciativa particular; que el territorio conquistado por Cortés y los suyos no coincide con el de la actual república mexicana; que la mayor parte de los efectivos bajo su mando eran tropas aliadas “originarias” compuestas por tlaxcaltecas, tetzcocanos, totonacas, otomíes, cholutecas, chalcas, huejotzincas y chinatecas, deseosos de sacudirse el yugo azteca, sacrificios humanos periódicos incluidos; y que resulta anacrónico un perdón que ignora un abismo de medio milenio entre las supuestas víctimas y el peticionario, descontando todo esto, decimos, y viniendo las disculpas de un ministro del Reino de España, es clara la asunción de una culpa colectiva: el Gobierno español considera a España culpable y pide perdón en su nombre.

¿No sería más apropiado darle las gracias? Al fin y al cabo, el virreinato de Nueva España fue la parte predilecta y más cultivada del Imperio español en América; aquella donde la cultura española echó hondas raíces, tuvo las más antiguas instituciones de enseñanza y también la primera imprenta. En el siglo XVIII, Humboldt, relatando su viaje al virreinato, constataba la brecha entre la floreciente colonia y su deprimida metrópoli. Y en el siglo XX, la divulgativa y muy legible biografía cortesiana del hispanista francés Jean Babelon, absolutamente exenta de celo españolista, podía rematarse con estos párrafos:

“La sistemática y radical destrucción de la raza azteca es una leyenda acreditada en parte por los escritos, de un loable idealismo, pero tendencioso, de Bartolomé de las Casas. Ha sido en el Norte, y por el anglosajón, donde el indígena fue aniquilado. Importa no olvidarlo. Los aztecas no han desaparecido tampoco. Tomados en conjunto, los mexicanos del siglo XX no tienen de europeos y latinos más que su lengua y su cultura. Y este don precioso, ¿a quién se lo deben? Por eso no son explicables ciertos estériles rencores. La piedra del sacrificio se conserva en el Museo de México. ¿Se la querría mejor en su sitio de ritual, en la cumbre del teocalli, donde retumba el macabro tambor, y manchada anualmente por la sangre de veinte mil víctimas?”

Por otro lado, resulta paradójico que la disposición penitencial del Gobierno le ponga en posición genuflexa ante quienes cree sucesores de los aztecas, pero no se traduzca en ningún tipo de exigencia respecto de complicidades políticas con criminales mucho más cercanos en el tiempo y en el espacio. Por lo visto, a este Gobierno le pesa más la crónica de hace quinientos años que la memoria de asesinatos cometidos hace apenas quince y por los que nadie ha pedido perdón, sin que eso le impida recompensar semejante vileza con una infame impunidad histórica y política regalada a los legatarios del terrorismo etarra.

CANCELACIÓN HISTÓRICA Y MASOQUISMO NACIONAL

Pero es que la cosa viene de lejos. Al menos, desde que Sartre patrocinó la ortodoxia izquierdista de los disparates de Frantz Fanon. Desde entonces, y hasta la actual boga de la cancelación, se viene haciendo a Europa, y a Occidente en general, “culpable de los servicios prestados”. Lo sorprendente es la mansa aceptación de todo ello, síntoma que en 1980 le parecía a Julien Freund una circunstancia agravante de nuestra decadencia; así lo reflejaba en su requisitoria de ese año, El fin del Renacimiento. Freund anticipaba lo que más tarde Bruckner llamaría “tiranía de la penitencia”: “Este concierto de reproches, mediante el cual los llamados progresistas procuran lavarse del inmenso pecado compitiendo con el clero en denuncias y confesiones, (…) esta permanente censura de los europeos por sí mismos tiene algo de morboso, tanto más cuanto aquellos que buscan inspiración y modelo fuera de Europa no dejan de sufrir decepciones, puesto que las revoluciones que inspiran su entusiasmo se tornan, una tras otra, infieles a sus principios. (…) Sin hablar de masoquismo, cabe comprobar que depositan sus esperanzas antes en aquellos que los ponen en duda y a veces los menosprecian que en su propia voluntad. En definitiva, se deleitan en halagar a quienes, de acuerdo con las circunstancias, no vacilarán en despreciarlos”.

Más recientemente, Douglas Murray sostiene en La guerra contra Occidente que las sociedades occidentales están asistiendo a la erosión de su entramado civilizatorio. Y señala a los actores afanados en esa tarea de zapa: expertos en estudios raciales, historiadores deconstructivistas, expoliadores de la religión y aficionados a la devastación cultural. Los odiadores profesionales de Occidente “veneran cualquier cultura mientras no sea occidental”; su ataque no deja nada fuera, es integral: “todo lo relacionado con la tradición occidental está siendo desechado”.

No es poca cosa señalar el basurero como destino último para el método científico, la política (como tal), las artes, los ideales de libertad y autogobierno y la razón misma. La idea misma de “desarrollo” está en el centro de la disputa. Porque el desarrollo occidental ha supuesto distintas formas de progreso. Grecia helenizó la mayor parte del mundo antiguo. Roma sometió primero Italia, luego Europa, el norte de África yOriente Próximo. Fueron conquistas, no festivas celebraciones de la “diversidad cultural”. Conllevaron, cierto, opresión y esclavitud. Pero también supusieron la difusión de una lengua común, la expansión comercial y la difusión del saber. Occidente prendió a partir de ese sustrato.

Otras civilizaciones también experimentaron un “desarrollo” a partir de cierto germen inicial, pero ninguna alumbró esa inquieta cualidad de descubrimiento y progreso consciente de sí que identificamos con lo occidental. Ciertamente, el desarrollo occidental no es una novela rosa. Tuvo lugar en medio de conflictos devastadores. Pero eso no justifica el delirio iconoclasta de la “cultura de la cancelación” que se prolonga en la manipulación académica del currículum y en campañas desmoralizadoras.

El nervio de toda esta “historia-ficción” radica en la idea de que Occidente es el único responsable de fenómenos como el de la esclavitud. Tesis delirante que ignora que la principal contribución occidental al respecto consistió en abolir esa lacra (universal) dentro de los dominios que controlaba. Lo cierto es que quienes calumnian nuestra civilización se niegan en redondo a usar el mismo utillaje crítico para aplicarlo a cualquier otra cultura o sociedad. Son precisamente los no occidentales los primeros en refutar sus prédicas “con los pies”, al tratar de venir a vivir en sociedades consideradas mejores para habitar que las propias. Ellos son los más inmunes a ese autodesprecio cultural inventado por intelectuales occidentales que –variante última del radical chic– infesta nuestro debate público.

Sería imperdonable fomentar, por reacción, la emergencia de una identidad occidental según “líneas excluyentes”, es decir, enfrentando el odio a Occidente con el odio recíproco a sus calumniadores. Y todavía es imaginable una posibilidad peor, aún más imperdonable: que quienes fomentan el odio a Occidente, ayudados por políticos oportunistas y mediocres, prevalezcan e impongan su propia distopía opresiva, cuyo ensayo a pequeña escala es ya visible en tantos ámbitos. No habría perdón para tamaño desastre.