La polémica sobre la existencia de un encuentro entre Sánchez y Otegi para negociar la moción de censura de 2018 no debería hacernos olvidar algo: con o sin ‘pacto del caserío’ la convergencia política entre socialistas y herederos políticos del terrorismo es estratégica, viene de antes y se proyecta hacia un futuro que para Sánchez solo puede consistir en una huida hacia adelante.
En todo caso, es cierto que ilustra bastante bien el septenato sanchista, un fétido atadijo en que se anudan corrupción económica y corrupción política, venalidad y traición. Los desmentidos valen lo que valen. A estas alturas, el crédito de Sánchez y el de Otegi cotizan muy a la par en la bolsa de las bancarrotas morales. Plusmarquista de la mentira el primero, tampoco para el segundo se inventó precisamente el tópico aquel de “palabra de vasco”; aquí se debe recordar que los pistoleros nacionalistas practicaron siempre su particular versión de la taqiyya yihadista: el disimulo o negación de la fe en público para protegerse de la persecución, o sea, el uso de la mentira como arma de guerra. Parece obvio: quien se ha dedicado a secuestrar y tirotear al prójimo, no tendrá mucho reparo a la hora de soltar mentirijillas de vez en cuando.
Así que, ahora que alguno de los del Peugeot enfrenta peticiones de más de veinte años a la sombra, oímos ensayar escalas que anticipan trozos enteros de El caserío, aunque no el de Guridi. Y caserío hubo, antes y después de 2018. Es un hecho cierto que tras negarlo “cinco o veinte veces” Sánchez hizo de su alianza con Bildu un pacto de hierro –o de plomo–. Como también es un hecho cierto –y documentado– que Otegi manifestó públicamente su disposición a hacer lo necesario –“aprobar presupuestos”– para obtener la excarcelación de “nuestros presos” (los “suyos”, que no cumplen pena por atentar contra el Octavo Mandamiento precisamente). Y es cierto, por fin, que, así como del resto de vergonzosas concesiones a sus socios se conocen hijuelas rubricadas por escrito, de los enjuagues con Bildu no nos constan más que los efectos que despliegan, así como la concomitante tenacidad de Otegi en lo de sujetar a Sánchez a su poltrona: a cambio de presos, de Pamplona, de Navarra, de una “memoria democrática” con franquismo prolongado hasta 1983, de su propia normalización, de “abrir el melón de la plurinacionalidad”, de… lo que venga. Que no será sino el cumplimiento del compromiso formulado en el velódromo de Anoeta tras su excarcelación: “para que España sea roja, antes tendrá que estar rota”. Este es el auténtico programa, formulado explícitamente, del “bloque de investidura”, es decir, del bloque de ruptura. Lo que lo mantiene cohesionado en torno a un mínimo común demoledor.
Si se quiere silenciar esta realidad es porque no conviene que la opinión pública conserve fresca en la memoria una serie de evidencias que denuncian la intención de los artífices del tinglado. Un tenderete político que aguanta a costa de la parálisis presupuestaria, el disparate legislativo, el desafío constitucional, el descrédito exterior y el desprecio al interés nacional.
Hay que silenciar –para que se olvide– que Otegi no ha disimulado nunca su condición de hombre imprescindible. Hasta vincular, como recordamos, la aprobación de unos Presupuestos Generales del Estado a la “liberación de nuestros presos”. Otegi, el activista de ETA político-militar. El condenado en firme a seis años por el secuestro del empresario Luis Abaitua. El jefe de un partido que, no habiendo condenado a fecha de hoy un solo asesinato de la banda, no tuvo escrúpulo en promocionar a su último dirigente, David Pla, a su cúpula rectora. Otegi, el jefe de una coalición que cosecha del presidente del Gobierno pésames en el Senado cuando un terrorista se suicida en la cárcel; privilegio que no tuvieron los familiares de los guardias civiles asesinados en Barbate por falta de medios, valga como ejemplo.
Hay que silenciar –para que se olviden– aquellos informes desvelando contactos entre el Gobierno y las organizaciones de apoyo de ETA para tratar sobre acercamientos y excarcelaciones de hace apenas cinco años; de por medio, Antonio López Ruiz, Kubati, arrestado en 2020 como presunto coordinador de los ongi etorris y de largo historial sangriento y Julen Arzuaga, parlamentario vasco de EH Bildu e histórico abogado de etarras.
Porque hay que silenciar que desde que Sánchez desembarcó en la Moncloa, se viene ejecutando un plan de diseño evidente y conocido. En el fondo, lo que el PNV ha defendido desde hace años como “final ordenado” de ETA. Un “final ordenado” que implicaba, entre otras cosas, la liquidación de la dispersión de los presos etarras sin mayor contrapartida. O más bien, con contrapartidas asimétricas. En la política nacional, el apoyo nacionalista al Gobierno de Sánchez siempre buscó traducirse en una política de desistimiento en la “gestión política del final del terrorismo”. Todas esas nueces debían ser exclusivamente nacionalistas: del PNV y del posterrorismo de Bildu.
No era otra cosa la almendra de la “agenda (oculta) vasca” que a veces trascendía a los medios cuando el lendakari decidía airearla. En el programa electoral con que el PNV concurrió a las Elecciones Generales de 2011 (año del anuncio del “cese definitivo” de ETA) ya se recogía la pretensión de transferencia urgente de la política penitenciaria. Reveladoramente, compartía epígrafe (“Máximo respeto y avance en derechos y libertades”) con otras propuestas: eliminación de ‘legislaciones excepcionales’, derogación de la imprescriptibilidad de los delitos de terrorismo, derogación de la legislación antiterrorista, persecución inmediata de los casos de malos tratos y torturas en centros de detención, etc. Desde entonces, el PNV ha venido defendiendo lo que denomina “un modelo basado en la justicia restaurativa” con el objetivo de “facilitar el regreso a la sociedad de los internos”. Desde hace años trabaja en un programa específico para los presos de ETA. Vinculado a sus programas de “pacificación y normalización política” y a las premisas ideológicas que implican. Según las previsiones nacionalistas, la resocialización de los presos de ETA debe contemplar su reinserción en prisión y posteriormente su “resocialización” una vez en libertad. Se plantea facilitarles el acceso prioritario como “colectivo en riesgo de exclusión social” a todos los servicios, ayudas y prestaciones públicas.
En las previsiones del Gobierno vasco, una vez asumida la competencia, el tratamiento a los presos de ETA incluye dos fases. Primero, su “reinserción” dentro de la cárcel y segundo, su “reintegración” en la sociedad. En la primera se plantea exigir al preso de ETA que desee acogerse a esta vía que acredite un “distanciamiento crítico”, “reconozca el daño causado” y se comprometa con “la paz y la convivencia”. Ni rastro de reconocimiento explícito de culpabilidad, condena de la trayectoria histórica de ETA o colaboración con la justicia. En una segunda etapa del plan habría un programa de apoyo asistencial y material en todos los ámbitos para facilitar su reingreso social. Esto es, ayudas que contemplan desde el acceso a una renta mínima, hasta ser demandantes prioritarios (como colectivo “en riesgo de exclusión”) de prestaciones de acceso a la vivienda, al empleo, a formación, a servicios sociales, a prestaciones sociosanitarias…
Todo esto viene de lejos y pudo hablarse de ello, o no, en algún caserío en 2018. Lo cierto es que, desde que José Luis Rodríguez Zapatero decidió devolver pulso político a una banda derrotada, las peregrinaciones ‘de paz’ a los caseríos abundan. No deja de tener cierta (maldita) gracia que ande la parroquia tan revuelta con esto de si Sánchez y Otegi pudieron reunirse en un caserío el año 2018. Cuando hace bastante tiempo que puede leerse publicado cómo, en septiembre de ese mismo año de 2018, el propio Zapatero mantuvo un encuentro en el caserío Txillarre de Elgoibar con Arnaldo Otegi. Según publicó la prensa local, Otegi deseaba conocer en persona al dirigente socialista que, “hacía algo más de una década”, autorizó “los contactos entre ETA e intermediarios de su partido como Jesús Eguiguren” para “explorar el final de la violencia”. Aquellas conversaciones tuvieron lugar, precisamente, en Txillarre.
Conviene no perder la perspectiva para no confundir gestos con actitudes ni tácticas con estrategias. El episodio que estamos comentando no debería reducirse, en su interpretación, a una bronca entre fulleros al borde del talego. Es un recordatorio de la patología degenerativa del socialismo español. Y de su principal consecuencia: una penosa regresión en la doctrina del Estado sobre el final del terrorismo. En 2004, catorce años antes de que Sánchez desembarcara en La Moncloa, el PSOE ya había renunciado a que la derrota de ETA fuese también la de su estrategia; a reconocer que no había más conflicto que la violencia terrorista; a poner al margen de cualquier negociación la Constitución y el Estatuto; y a asumir que los agentes políticos del entramado terrorista no se beneficiasen fraudulentamente del “juego democrático”.
Y lo demás, los escándalos recurrentes que, por su misma frecuencia, acaban teniendo una utilidad marginal decreciente en la capacidad de bochorno de la opinión pública, son, en todo caso, corolarios.