1925-2025: CENTENARIO DE LA MUERTE DE ANTONIO MAURA
A los cien años de la muerte de Antonio Maura, tal vez lo que más toque reivindicar de su legado, en la España de hoy, sea su infatigable apelación a la ciudadanía, consecuencia de su entendimiento de la democracia como ejercicio consciente de la misma.
En la visión de Maura, el hombre y el ciudadano, antes y después de la Declaración de 1789, tenían derecho a muchas cosas. A muchas, menos a una: a inhibirse. Entre otras razones, porque lo peor de la inhibición suelen ser los frutos de resentimiento que produce. Un ciudadano podrá dejar de intervenir en la vida pública, pero su pasividad en la conducta no le priva de juicio. Creía Maura que un ciudadano abstenido piensa más en la política de lo que parece, y sin el derivativo de la acción, el sentido crítico le envenena. El soliloquio de tanto y tanto ciudadano amargado por una realidad a cuya remoción renuncia de antemano, explicaba para él muchas suplantaciones y muchas corruptelas. Explicaba, desde luego, la selección al revés, de larga data en la historia de España, donde no ha sido infrecuente que los audaces con pocos escrúpulos caigan sobre los puestos que abandonan las personas de mayor responsabilidad intelectual o moral.
La obra de gobierno de Maura fue un intento, finalmente frustrado, de arbitrar remedios para males muy arraigados. Su ley electoral fue el más serio ensayo de renovación política intentado en la España de comienzos del siglo XX. Su intención no podía ser más ardientemente cívica. La misma aspereza de la ley revelaba el pensamiento generoso de su autor: voto obligatorio, aumento de contribución, penas diversas para castigar la abstención en el ejercicio de la ciudadanía. Era una ley coactiva, un empellón legislativo con que quiso lanzar a toda la sociedad española a los comicios, ya que ella, por falta de civismo, no se lanzaba espontáneamente. Debía ser el mismo pueblo quien velase por la pureza del sufragio. Maura deseaba crear espíritu cívico, poner en pie la voluntad de la nación, y que esta voluntad, fuere la que fuese, se manifestara en las urnas. A todo trance quería basar la vida civil en la única fuerza verdadera, la robustez del cuerpo político, la conciencia activa de las muchedumbres. De otro modo la política, como dijo un ironista francés, no es más que “la manera de vivir de unos cuantos millares de listos a costa de unos cuantos millones de contribuyentes”.
Su proyecto de Administración local, además de vivificar los organismos primarios del Estado —los municipios—, quiso suponer un golpe mortal para el caciquismo. Maura aspiraba a despertar la vida local, a reconstruirla sobre sus cimientos históricos, y, al mismo tiempo, a satisfacer el espíritu regional, incipiente, dentro de la más estricta lealtad nacional. El proyecto murió en el Parlamento. Y se podría formar una antología de oratoria falaz con todo lo que se dijo para enterrarlo. Es que Maura poseía un poder irritador excesivo; inquietaba, tenía emoción cívica, quería un pueblo vibrante, prometía una “revolución desde arriba”. Y el ideal del medio político en que actuaba prefería la catalepsia.
Hoy Maura puede ser recordado como una voz –sumamente elocuente– que sigue invitando a despertar. Un español que acuñó, como emblema personal de compromiso cívico, aquel “por mí no quedará”. Un político que tuvo siempre presente la abismal diferencia que hace antónimos –conviene recordarlo– los verbos “rectificar” y “mentir”, ilustrándolo con palabras que acreditan, hoy, su vigencia perdurable: “Las contradicciones, cuando son desvergonzadas mudanzas de significación por interés, por ambición, por una sordidez cualquiera, son tan infamantes como los motivos del cambio. Pero si alguna vez oyese la voz de mi deber en contra de lo que hubiera predicado con más calor toda mi vida, me consideraría indigno de vuestra estimación y en mi conciencia me tendría por prevaricador, si no pisoteara mis palabras anteriores y ajustara mis actos a mis deberes.”
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“EL QUE PUEDA HACER, QUE HAGA”
Personas muy respetables, de aventajada condición social, me han dicho a mi muchas veces con la mayor solemnidad y con dejos de vanagloria: “De cosas políticas yo no entiendo ni quiero entender ni mezclarme en ellas…” Tamaño contrasentido, ¿cómo se explica? Nuestros bisabuelos y nuestros abuelos, acaso nuestros mismos padres, vivieron en sociedades y estados donde todos los ministerios de la autoridad y del Gobierno, y también todos los desvelos de la asistencia social y de la vida colectiva tenían formas sagradas, institutos permanentes, patrimonios anejos, toda una armazón que servía a los pueblos con movimiento automático y perenne, mediante el cual la autoridad, la justicia, el poder, el manejo de los negocios públicos, la asistencia de enfermos, de desvalidos, la cultura, las becas, los colegios, todo venía de arriba desde antes que cada cual naciese, como la luz del día en que todos alentamos, por la cual vivimos y que nadie agradece porque nadie repara en el don que recibe… Bastaba una adaptación profesional de los encargados de dirigir, de gobernar, de administrar, de regir pueblos, ciudades, estados, ejércitos, hospitales, juntas, colegios y gremios. El común de los hombres no necesitaba ni siquiera podía participar en semejantes desvelos; el ciudadano, el súbdito, nacía y moría, por lo general, totalmente inhibido de los cuidados públicos…
Pero eso era antes. Ahora, no; ahora, desde la ley soberana, desde la constitución de los órganos de autoridad o de pública administración, pasando por los diversos menesteres colectivos de la obra social hasta la más modesta tienda-asilo, apenas hay cosa que se mueva sin el concurso de muchos. Habrá quien prefiera lo que fue a lo que es. Yo, aunque la continuidad, servida por muchas instituciones permanentes, es base necesaria de la vida misma, hallo el intenso y pleno vivir de las nuevas generaciones más conforme al concepto cristiano de la naturaleza del hombre y de sus fines, que consiste en una afirmación extrema, insuperable, de la autonomía de la personalidad, en una exaltación de la individualidad, en una ennoblecedora dignificación de la personalidad humana, de quien se dice que está hecha a imagen de Dios, y después, en una igualdad indefectible entre todos los hombres, de manera que cada cual tenga íntima conciencia de la causalidad en el despliegue de su vida, que a toda hora puede optar libremente entre el bien y el mal, y rija por sí mismo su albedrío y esté advertido de su responsabilidad, sin delegar jamás en otro, sin reducirse a materia inerte manejada por un sacerdote, por un amo, por un guerrero o por un gobernante…”
Sesión del Congreso, 15 de junio 1913
“MAURA SÍ, MUROS NO”
¿No os parece, mirando con serenidad lo que todos los días acontece ante nuestros ojos, que son contadísimos los que, estando situados a nuestra izquierda en la política española, se han enterado de lo que es una democracia? No se han enterado muchos de ellos de que una democracia no es una dominación excluyente, la dominación avasalladora, la dominación que sojuzga o extraña de la patria a los discordes, pocos o muchos, aunque sean mayoría, sino que es la colaboración común, la presencia de todos, la ponderación sistemática y orgánica de los más contrapuestos impulsos de una sociedad, de un pueblo, de una nación, de un Estado, de manera tal, que recíprocamente se limiten y se armonicen, y se complementen, y se compongan, y se moderen, y coadyuven todos al cumplimiento de altos y permanentes fines. Esto es una democracia: toda una sociedad, todo un pueblo, no una tiranía de muchedumbres, que es la esencia execrable de toda tiranía con los accidentes que más pueden agravar la execración.
Discurso en Bilbao, 26 junio 1910