Los principales bancos centrales del mundo han estado investigando en los últimos años la conveniencia de emitir una moneda digital minorista, esto es, accesible para todos los ciudadanos a través de monederos digitales. Originalmente, el objetivo de estos proyectos era la salvaguardia de la soberanía monetaria ante el riesgo de que gigantes tecnológicos lanzaran criptomonedas globales que desplazaran a las divisas oficiales. Este miedo se avivó en 2019 cuando el gigante tecnológico Meta anunció su proyecto Libra–posteriormente redenominado Diem–, lo que impulsó a los bancos centrales a explorar nuevas formas de dinero digital que, además, consideraban que podrían contribuir a acelerar la digitalización de la economía en su conjunto.
Varios “cripto-inviernos” después, y fenecido Libra, el enfoque original ha cambiado. Hoy, los bancos centrales buscan más bien mejoras técnicas en los sistemas de pago, especialmente en un contexto donde el uso del efectivo está disminuyendo dada la amplia disponibilidad de medios de pago digitales ofrecidos por proveedores privados. Así, la mayoría de los bancos centrales de economías avanzadas, como la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra o el Banco de Japón, han abandonado o ralentizado sus esfuerzos en este ámbito o, simplemente, los han reorientado hacia el ámbito de los pagos mayoristas. El último en sumarse al escepticismo sobre los eventuales beneficios a día de hoy de una moneda digital minorista, en septiembre de este mismo año, ha sido el Banco Central de Australia. En un excelente informe conjunto con el Tesoro de su país[1], expone las razones de dicha decisión, entre ellas la escasa preferencia revelada por los ciudadanos en favor de una solución pública a los pagos digitales dadas las alternativas privadas que ya están en uso y sus potenciales riesgos para la estabilidad financiera.
No obstante, dos excepciones persisten: el Banco Central Europeo (BCE) con el euro digital y el Banco Popular Chino con el yuan digital. Va de suyo que las motivaciones chinas en favor de un mayor control gubernamental (y del Partido Comunista) sobre la actividad de los ciudadanos no deberían ser aplicables a Europa. Del mismo modo, tampoco resultan de utilidad las razones de algunos países en desarrollo que, debido a razones específicas de inclusión financiera o de alto coste de la distribución del efectivo en archipiélagos poco poblados, siguen avanzando en el desarrollo de soluciones digitales. Resulta pertinente, por tanto, preguntarse: ¿qué distingue a Europa para seguir en solitario en este proyecto cuando el resto de economías avanzadas occidentales, tras años de estudio, han desistido por los riesgos que podría conllevar para la estabilidad financiera y, eventualmente, para la privacidad de los ciudadanos?
La última comparecencia de Piero Cipollone, miembro del Consejo Ejecutivo del BCE, ante el Parlamento Europeo, reveló la verdadera motivación: evitar que la mayoría de los pagos digitales de los europeos dependan de esquemas de tarjetas no europeos que ofrecen una cobertura global. Y para conseguirlo, el BCE y la Comisión Europea planean gastar cerca de mil millones de euros de todos los ciudadanos en una plataforma pública de pagos digitales.
Más allá de su elevado coste directo, este proyecto plantea riesgos serios para la estabilidad financiera. La existencia de un euro digital podría servir, especialmente en tiempos de turbulencias financieras, de catalizador del pánico bancario, canibalizando especialmente la base de depósitos de los bancos más pequeños, que son cruciales para financiar a las pequeñas y medianas empresas locales. Además, el euro digital presenta altos riesgos a la soberanía monetaria en países terceros, en la medida en que facilita por vías digitales la “eurización” de las economías sin el consentimiento de las autoridades nacionales del país concernido. Tanto es así que el propio diseño del euro digital incorpora salvaguardias –imperfectas y, en todo caso, no testadas técnica, económica y políticamente–, tales como límites individuales a la tenencia de euros digitales o restricciones al acceso por parte de ciudadanos extranjeros.
Incluso aceptando acríticamente el argumento de la “autonomía estratégica” (o de nacionalismo financiero, según se quiera ver), cabe preguntarse si no sería más eficiente incentivar proyectos europeos ya en marcha (como la expansión internacional de Bizum, por mencionar uno con origen en España) que podrían ofrecer soluciones privadas de pago paneuropeas sin los riesgos del euro digital. Con una fracción de los mil millones de todos los contribuyentes que a día de hoy espera gastar el BCE, se puede dar oportuna respuesta al problema de coordinación que ha impedido a los distintos proyectos privados europeos en marcha pasar de la escala transnacional a la verdaderamente paneuropea o, incluso, global. Sería más barato y rápido, fomentaría la competencia en beneficio de consumidores y comerciantes y, sobre todo, no pondría innecesariamente en peligro la estabilidad financiera en Europa ni nuestra política de vecindad. Adicionalmente, nos permitiría generar autónomamente esas capacidades dentro de Europa ante eventuales riesgos geopolíticos “de cola”.
Un enfoque más razonable de promoción de las soluciones privadas de pagos digitales europeos permitiría, a su vez, redirigir los esfuerzos del BCE hacia una moneda digital mayorista, algo que los demás bancos centrales están considerando como la verdadera clave para incentivar la digitalización de la economía y mejorar la eficiencia de los mercados de capitales. Así, por ejemplo, el uso de contratos inteligentes podría mejorar la eficiencia de los mercados de capitales, permitiendo la liquidación instantánea de transacciones con valores. Este avance sería clave para fortalecer los mercados de capitales europeos, algo que el informe Draghi ya identificó como esencial para fomentar la innovación empresarial y elevar los estándares de vida en una Europa que está quedándose rezagada en el mundo.
Y es que Europa se está quedando también atrás en la eficiencia de las transacciones mayoristas en los mercados de capitales. Estados Unidos, por ejemplo, ya ha dado el salto para, con las actuales tecnologías, conseguir la liquidación de las operaciones de valores un día después de su contratación. En Europa, todavía estamos ideando el plan que nos llevará allí antes del fin de 2027. Si tuviéramos una moneda digital mayorista, dar el salto directamente a la liquidación instantánea con los contratos inteligentes podría ser algo factible en el medio plazo. Este salto de calidad nos situaría en la verdadera vanguardia tecnológica, lo que podría servir de catalizador para un mercado de capitales europeo más integrado y profundo. Pero eso exige no distraerse con proyectos innecesarios, costosos y arriesgados, como el del euro digital, que apenas pueden aportar nada significativo a la competitividad de Europa en el mercado global.
Ciertamente mejorar la eficiencia de los mercados de capitales y de los pagos mayoristas no es tan políticamente atractivo como crear una nueva forma de dinero, pero parece una avenida mucho más provechosa para los ciudadanos. De los banqueros centrales esperamos eficacia y no espectacularidad o rédito político. En todo caso, si de lo que se trata es de pasar a la historia, no faltan hoy retos reales de primer orden en el ámbito del mandato del BCE. Así, por ejemplo, contribuir a que el nacionalismo financiero (hoy ejercido por el Gobierno alemán intentando obstaculizar una operación transfronteriza como la de UniCredit y Commerzbank) no frustre definitivamente la credibilidad de la Unión Bancaria sería una buena forma de cimentar un legado que sea recordado y valorado en el futuro por su contribución a la prosperidad común.
[1]RBA and Treasury Joint Paper on Central Bank Digital Currency and the Future of Digital Money in Australia, disponible en https://www.rba.gov.au/media-releases/2024/mr-24-17.html