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Evocación, invocación y avocación del 78

No parece que la trayectoria política de Pedro Sánchez responda a la de un hombre guiado por un conjunto de ideas y convicciones firmes acerca de España, ordenado y madurado a lo largo de los años. Por lo que ha dicho, ha sido su conciencia, enfrentada a cada encrucijada en la que se ha puesto y ha puesto a España, la que ha ido iluminándolo hasta ver los que, a su juicio, han sido los mejores caminos. Pero sobre qué fondo de ideas y convicciones haya podido trabajar esa conciencia hasta trazar la tortuosa línea que dibujan los hitos de su carrera es algo que permanece oculto, como la escuela de pensamiento capaz de unificar en un dogma el sí y el no categóricos sobre lo mismo y en casi todo, separados apenas por días, la única a la que podría adscribirse.

El respeto a la conciencia –a la propia y a la de los demás- es una obligación, por supuesto, pero hay que establecer dos cautelas para que ese principio merezca serlo. La primera es que en una decisión en conciencia respetable, especialmente cuando hablamos de asuntos que conciernen a una comunidad política al completo, no se actúa con frivolidad en temas esenciales, no se elude informarse y escuchar, no se prescinde de la evaluación de las consecuencias, no se ejecutan virajes súbitos sin razón creíble declarada y no es posible conservarse en la misma arrogancia en que se estaba antes del cambio cuando éste se produce. Un cambio de posición que pulveriza todas las garantías personales que fueron ofrecidas al electorado sobre lo esencial en un momento histórico decisivo, que invalida todos los juicios previos sobre el país, sus circunstancias, sus conveniencias y sus principales actores, ha de producir necesariamente, si es sincero, una nueva prudencia, una nueva humildad en quien lo ejecuta, e, incluso, una reflexión cruda sobre la idoneidad para el cargo y sobre la capacidad para comprender bien lo que ocurre y para decirle a nadie lo que ha de hacer. La conciencia respetable aprende de sus errores, pero éste no parece ser el caso.

La segunda es que una conciencia respetable operando sobre asuntos graves no suele dar por resultado una y otra vez lo más fácil, lo más gratificante, lo que menos cuesta. La conciencia no se activa a capricho, como coartada para zanjar como asunto personal inaccesible al escrutinio público lo que debe ser objeto de debate abierto en los medios, en la calle, en las casas y finalmente en las urnas, cuando se ha de elegir entre la fidelidad a la palabra dada y la continuidad en el puesto contra esa palabra. Cambiar en conciencia y poder ser investido por ello no es un acto privado, porque poder ser investido obedece a los votos que se recibieron cuando en conciencia se decía otra cosa, y la conciencia de los votantes también merece respeto. La conciencia, actuando en mitad de crisis serias, habitualmente genera obligaciones hacia uno mismo y hacia otros. La de Sánchez, no; de ella no emergen obligaciones, sólo habilitaciones incondicionales, aunque su forma de expresarse quiera sugerir que hacer lo que le conviene es seguir un duro mandato interior.

Para aceptar que Sánchez ha actuado a la luz de su conciencia, meditando con razones, ideas y criterios anclados en alguna parte, es necesario aceptar también que lo ilumina con luz estroboscópica, prácticamente discotequera, con flashes sucesivos y colores alternativos separados por períodos de completa oscuridad que suelen durar lo mismo que el lapso que separa el último proceso electoral del próximo, o la última urgencia parlamentaria de la siguiente. Ha de producir una angustia punzante saberse sometido a una conciencia misteriosamente sincronizada con exactitud atómica con las exigencias de aquellos de quienes se depende en el Congreso. La suya sería, literalmente, una conciencia “alterada”, fuera de sí, teledirigida por una extraña fuerza moral capaz de hacer que mire el mundo igual que sus socios en el instante preciso en el que eso le resulta indispensable.

La recurrente coincidencia entre sus necesidades políticas, por una parte, y cada nuevo dictado de su conciencia, por otra, suscita sospechas legítimas sobre que ése sea realmente el procedimiento seguido en la toma de las decisiones esenciales. Más reveladora de su auténtico fondo parece la idea de hacer de la necesidad virtud, explicitada como justificación de su investidura después de su derrota electoral de julio de 2023. Y hacer de la necesidad virtud significa en realidad disfrazar de virtud pública el deseo personal. Esto resume, creo, lo que sabemos del fondo ideológico de Pedro Sánchez, además de impedir que gobierne el PP, que más que una idea política es la mera consecuencia de satisfacer el deseo de seguir.

Sin embargo, este vacío personal no agota lo que de relevante podemos esperar en los próximos años en el plano de las ideas por parte del Gobierno y su constelación de apoyos. Al contrario, precisamente esa inmensa oquedad deja espacio a un proceso político de fondo que está avanzando y que es necesario tener a la vista.

Hace casi veinte años, en la revista de esta fundación, Manuel Álvarez Tardío publicó un artículo que merece ser revisado con atención (https://fundacionfaes.org/wp-content/uploads/2021/10/20130423142348los-fantasmas-del-pasado-la-revision-critica-de-la-transicion-y-el-partido-socialista.pdf.) Pretendía ser descriptivo, pero ha resultado ser prospectivo. En él advertía de esto:  

“Durante los últimos cuatro años de gobierno del Partido Popular, entre 2000 y 2004, se produjo un hecho singular: cuanto más crecía la desorientación ideológica del Partido Socialista y las dificultades a que debía enfrentarse para definir una alternativa realista y no demagógica a las políticas de los populares, más protagonismo ganaba un tipo de discurso que tanto por su forma como por su contenido guardaba gran relación, cuando no clarísima dependencia, con el de los sectores críticos del socialismo español antaño marginados.”

Esos sectores críticos antaño marginados y con creciente relevancia hace ya veinte años, ocupan hoy la posición hegemónica en todo lo que sustenta a Sánchez, aunque hasta ahora él sólo haya percibido las consecuencias prácticas inmediatas y personales de esa ideología, que lo eligió -en el partido y en el Congreso- porque daba el tipo necesario para ponerse en el papel, y que le va marcando el siguiente paso de un camino por cuyo destino final probablemente no se haya interesado hasta ahora. Sánchez no tiene ideología, eso parece, pero el revisionismo crítico tiene a Sánchez, y tiene lo que Sánchez necesita: horizonte.

El revisionismo crítico de la Transición se ha ido abriendo paso a medida que el socialismo se perdía un poco más en su laberinto desde 1996, cuando descubrió su incapacidad para metabolizar la alternancia y decidió aceptar la idea de los críticos de que era indispensable excluir al Partido Popular y mutar el sistema, puesto que para reformarlo atendiendo a los procedimientos y las mayorías previstos era necesario el PP.  Y además, haciendo lo que los críticos proponían el socialismo podía sumar mayorías de investidura que de otro modo le resultaban imposibles.

El vacío ideológico de Sánchez lleva con frecuencia a interpretar sus actos, su desprecio a los límites, su desactivación de los controles y contrapesos, su sistemática trasgresión de las líneas rojas previamente solemnizadas, como el  braceo desesperado de un náufrago por su supervivencia, pero sería un error de consecuencias graves ignorar que cada uno de esos actos es coherente con una idea de España, no de Sánchez sino de quienes marcan su camino, y que él empieza a abrazar de manera consciente y explícita, simplemente porque le proporciona una apariencia de proyecto de país con la que hacer presentable y elevar al plano de las propuestas de fondo lo que abrumadoramente se percibe como los actos propios de un hombre sin escrúpulos. Quizás el próximo Congreso socialista escenifique ese abrazo final entre Sánchez y el revisionismo crítico de la Transición.

Los críticos que menciona Álvarez Tardío no sólo no creen estar dinamitando la Transición, sino que creen estar salvándola de las trampas de la derecha y de los restos de un franquismo político, económico, judicial y cultural que introdujo en la Constitución lo necesario para hacer imposible una ruptura real y un avance auténtico hacia una democracia ciudadana de buena calidad. De manera que confrontar esta ideología no puede consistir sólo en “defender la Transición” y la Constitución de manera rutinaria, sino que exige entrar en el fondo de lo que son y no son, de su porqué y de su para qué, del modelo de democracia que instauran y de las libertades y derechos que aseguran, de las ideas y las actitudes que las hicieron posibles y de las que ahora las desafían.

Es posible que la tarea de oposición deba poner pronto su foco principal en algo distinto de lo que más la ha ocupado hasta ahora, en una respuesta de fondo a un proyecto político con más aplomo y más partidarios que Sánchez, que utilizará palabras atractivas para una sociedad como la española, que ha digerido sin aparente dificultad mucho de lo que parecía imposible que aceptara desde 2004: la trasgresión es la nueva normalidad.

Oponerse a un proyecto político teorizado durante décadas destinado a “hacer avanzar” a España para hacerla más participativa, más alejada de los residuos del franquismo, más libre, con más derechos, con más pluralismo, con más respeto  las identidades personales y territoriales, etc. (falso, pero atractivo), exigirá herramientas distintas de las que sirven para oponerse a una persona, tan consciente de su abrasión y de sus propias limitaciones políticas como lo es ya la mayoría electoral española.

El revisionismo crítico puede ordenar y “dignificar” como proyecto nacional las apuradas circunstancias de Sánchez. La formulación es simple: “No, no es que me pliegue a las exigencias de mis socios para sobrevivir, es que creo que la verdadera Transición sigue pendiente, bloqueada por la derecha, y que superar ese bloqueo exige traspasar los límites, las líneas rojas, los controles y los contrapesos que la propia derecha empotró en la Constitución para que todo siguiera igual y para que España nunca llegara a ser una democracia realmente plena. Si la derecha bloquea el desarrollo natural de la Constitución que sigue pendiente, hacia el progresismo y hacia la plurinacionalidad, habrá que romper el bloqueo ignorando a la derecha y sus trampas”.

Conviene tener presente el capítulo de las Resoluciones del último Congreso del PSOE (octubre de 2021) titulado “Regeneración democrática. Justicia. Memoria democrática. España constitucional.” De todo lo que ahí se anuncia, incluida una propuesta de reforma constitucional para “desarrollar el Estado de las Autonomías en un sentido federal, para, entre otros propósitos, reformar el Senado para convertirlo en una auténtica Cámara territorial, establecer los elementos fundamentales del sistema de financiación de las Comunidades Autónomas y racionalizar, clarificar y completar el sistema de distribución competencial”, atendiendo a la Propuesta Socialista de Reforma Constitucional aprobada por el Consejo de Política Federal el 28 de octubre de 2015, “en la que nos reafirmamos” (no es Sánchez, es el PSOE), lo más importante, a mi juicio, es la expresión “objetivos que en aquel momento histórico no se pudieron afrontar”, en referencia a la Transición y a la memoria democrática. Esta idea de que el sistema de 1978 no es como debería haber sido porque hubo un contexto autoritario que lo impidió y que ha perdurado, es el núcleo del revisionismo crítico, y ya es parte de la doctrina oficial del PSOE.

Ahora mismo, después de casi treinta años de penetración de esta idea en todos los espacios públicos y sin que haya habido una respuesta política de suficiente entidad, los críticos antes marginales pueden no estar lejos de proporcionarle a Sánchez  una mayoría social de la que ni él ni el socialismo “clásico” disponen. La formulación coherente, viable y atractiva de una idea renovada de la nación española lleva años de retraso sobre la formulación incoherente, inviable, pero atractiva de la España plurinacional, y lo identitario-local ha ido arrumbando el sentimiento y la razón de pertenencia a la nación cívica y europea de todos, que se ha descuidado mucho más allá de lo deseable y de lo que el buen funcionamiento de un Estado puede permitirse.

Ya no es suficiente ni la evocación de la Transición, es decir, contarla fielmente como historia; ni la invocación de la Transición, es decir, reclamar respeto efectivo a lo que entonces se decidió. Es necesaria la avocación de la Transición, es decir, elevar directamente al pueblo español de hoy una propuesta atractiva, clara, ambiciosa y mejor que la crítica que promueve el desmantelamiento institucional y el arrepentimiento moral por el consenso alcanzado en 1978, presentado ahora como debilidad de la izquierda y del nacionalismo ante una derecha amenazante y tramposa, para fortalecer y asegurar la convivencia y el progreso y para poner en sus manos la responsabilidad de dar continuidad histórica a la nación española. Porque, llegados a este punto, sólo el pueblo español está en la posición política necesaria para hacerlo. Eso exigirá proponerle razones, caminos y mayorías nuevos, como en el 78. Y hay que prepararlos.


Miguel Ángel Quintanilla Navarro es diputado del Partido Popular