El cambio climático es una de las grandes contingencias del siglo XXI. La Comunidad Internacional, en el seno de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, se ha comprometido a ponerle freno mediante un intenso proceso de transición energética. Una ambición que se ha concretado en el compromiso de limitar el aumento de la temperatura global del planeta en este siglo a 2ºC en comparación con los niveles preindustriales, fijado en 2015 en el acuerdo alcanzado en la COP21 de París.
La Unión Europea ha hecho de este proceso de transición una de sus prioridades políticas, con el objetivo declarado en el Pacto Verde y en el paquete de políticas Fit for 55 de convertirse en la primera región económica del mundo climáticamente neutra para el año 2050.
España, como el resto de los Estados miembros de la Unión Europea, ha vertebrado su propio proceso de transición energética a través del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC), cuyos objetivos de reducción de emisiones, penetración de renovables y mejora de la eficiencia energética fueron elevados a rango de ley a través de la Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático y transición energética. Norma que, a su vez, se acompaña de otras muchas a nivel autonómico y local.
La fiscalidad medioambiental es una herramienta clave para avanzar hacia el logro de los objetivos de descarbonización planteados con horizonte 2030 y 2050 en el marco del PNIEC, ya que, bien diseñada, permite internalizar las externalidades negativas asociadas al daño medioambiental, evitando distorsiones de precios entre los distintos vectores energéticos y buscando favorecer aquellos comportamientos de los agentes económicos que sean medioambientalmente más responsables.
El objetivo de los impuestos medioambientales no es recaudatorio. De hecho, idealmente, su recaudación debería tender a cero, a medida que las bases imponibles (esto es, el daño medioambiental ocasionado) vayan reduciéndose. Ocurre, sin embargo, que en España los impuestos medioambientales no responden a principios puramente ambientales, sino que tienen una finalidad recaudatoria. Una circunstancia que concurre no sólo a nivel estatal, sino también autonómico y local, donde ha venido surgiendo una maraña de tributos supuestamente medioambientales que no responde a objetivos ambientales claros, sino más bien al propósito de aumentar los ingresos públicos.
Así, en España, nos encontramos con incongruencias como que todas las fuentes de energía limpias –eólica, solar, nuclear e hidráulica– están gravadas con figuras específicas, mientras que el gas no lo está; con que el impuesto sobre el valor de la energía eléctrica grava su producción sin discriminar en función de su origen, fósil o renovable; y con que las cargas parafiscales que recaen sobre la electricidad, encareciendo artificialmente su precio, nos llevan a importar energía de países como Francia o Portugal cuando, en realidad, los costes de generación en nuestro país son inferiores. Todo lo cual no hace sino obstaculizar la electrificación de muchos usos, entre ellos, el transporte y los hogares mediante la sustitución de las calderas de gas por bombas de calor eléctricas.
Mención aparte merece el impuesto extraordinario a las empresas energéticas surgido al calor de los acontecimientos geopolíticos de los años 2021 y 2022, singularmente la guerra de Rusia contra Ucrania y las sucesivas reducciones de flujos de gas ruso hacia Europa, que llevaron a un aumento de su precio. Un impuesto supuestamente temporal, que tenía como propósito gravar las ganancias extraordinarias de las empresas energéticas, a las que de facto culpabilizaba de los fallos provocados por la intervención en el mercado. Un impuesto mal diseñado, pues recae sobre la cifra de negocio de las empresas, que no sobre sus beneficios extraordinarios, como se había recomendado desde las instituciones europeas, lo que afecta a la confianza en el país y a las inversiones. Un impuesto, en fin, que roza la inconstitucionalidad, pues puede recaer incluso sobre las empresas que se encuentren en situación de pérdidas.
De todo lo anterior se deduce claramente la necesidad de revisar la fiscalidad medioambiental en España y orientarla, de verdad, hacia el objetivo de impulsar una transición energética equitativa, eficaz y sostenible. Una revisión que debe inscribirse dentro de un proceso más amplio de reforma de la fiscalidad energética, que contribuya a ordenar y dar coherencia a la amplia variedad de figuras impositivas que recaen sobre la energía y que, al mismo tiempo, debe acompañarse de un refuerzo de la seguridad jurídica y la estabilidad regulatoria, dando las señales e incentivos necesarios para garantizar que las empresas puedan concretar sus decisiones de inversión, pues, a fin de cuentas, son ellas quienes tienen que acometer el grueso de las inversiones necesarias para culminar con éxito el proceso de transición energética.
Este análisis está basado en el coloquio “Fiscalidad verde: no recaudar más, sino mejor” sustanciado el 27 de noviembre de 2024 en el marco del Seminario Permanente de Política Económica Luis Gámir de la Universidad Rey Juan Carlos.
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