Los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 en España están siendo objeto de polémica y reinterpretación; de ellas son fruto publicaciones bien recientes. Nos parece de interés contribuir al debate exhumando dos editoriales del Diario de Madrid, contemporáneos al estallido revolucionario. Corresponden a una empresa periodística auspiciada por Ortega y Gasset y están escritos por quien fue su mano derecha como secretario de la Revista de Occidente, Fernando Vela, gran intelectual y escritor cuya reivindicación queda aún pendiente en su justa medida. En estos dos primeros editoriales de un medio puesto al servicio del proyecto orteguiano de “rectificación republicana” se denuncia, desde una óptica nacional y liberal, la concertación entre socialistas revolucionarios y secesionistas para remover violentamente las instituciones de una democracia republicana herida de muerte desde entonces. Su relectura supone un auténtico ejercicio de memoria histórica en lo que tiene de advertencia y recordatorio de errores que debieran haber prescrito hace mucho.
“QUE ESPAÑA EXISTA”
Primer editorial del Diario de Madrid, 26 de octubre de 1934
Habíamos comenzado a preparar la salida de este periódico cuando sobrevinieron los dos sucesos más graves que ha podido inventar una imaginación refinada puesta a la tarea de destruir a España: un intento de revolución social y un intento, mal disfrazado de federalismo, de desmembración territorial. Nosotros, que pretendemos, en estos malos tiempos de la industria periodística, movidos por una pura inspiración patriótica, crear un órgano nacional y republicano, que sea negación absoluta hasta de la más leve propensión revolucionaria y separatista, nos vemos obligados a apresurar la publicación de DIARIO DE MADRID antes de su completa sazón y abandonar el esquema trazado en días más tranquilos, porque si hay algo evidente, es que la fecha del 6 de octubre marca una divisoria tajante en la historia del Estado republicano y de nuestra vida política. Significa la liquidación general de todas las truculencias, amenazas y verbalismos que venían inquietando y perturbando la marcha recta, pausada y constante que debió ser la del régimen. La República entra ahora en una época radicalmente distinta de la anterior. Vamos a procurar entre todos que también sea mejor; entre todos, decimos, porque una de las lecciones desprendidas de los últimos sucesos es que toda secesión, toda lucha o separatismo de clases o regiones, es aventura peligrosa y estéril, que desemboca fatalmente, a través del crimen, en el dolor y el daño nacional. Esto hay que decirlo a los vencidos, que ya lo sufren y experimentan en su propia carne y –acaso con más insistencia– a los que pudieran creerse vencedores y pretender convertir el triunfo del Estado, que es de todos, en triunfo propio de partido o clase.
Triunfo del Estado. Ese nuevo periodo es el de la consolidación y nacionalización de la República. Graves defectos se habían atribuido al régimen; el principal, una como debilidad congénita en la defensa del orden y de la integridad nacional. La hubo, y había quienes la explotaban, quejándose, sin embargo, de la opresión del Estado. La República ha sufrido, en efecto, desde dentro de ella misma, dos amenazas constantes: la amenaza socialista y la amenaza separatista. Ahora se ha visto, y lo han visto las derechas más extremas, que el Estado republicano ha defendido enérgicamente, en cuanto ha querido, esos dos fundamentos de la sociedad nacional, y que si aman a éstos, tienen que abrazarse a la República, y que, quieran o no, confiésenlo o cállenlo, ya están abrazados a ella por algo más fuerte que la idea política: por la necesidad.
Del otro lado, las izquierdas revolucionarias ven en el desastre, profetizado a tiempo, que contra un Estado dispuesto a defenderse, aunque sea el Estado impreciso y fofo de estos primeros tiempos republicanos, es inútil hasta la conspiración alevosa de la violencia, la política y el separatismo conjuncionados en el más formidable ariete revolucionario, y que han de volver a entrar en el orbe de la ley si no quieren ser aplastados por la violencia opuesta o la fuerza del propio Estado.
Todo régimen nuevo comienza por confundirse con ciertas personas que, por azar o audacia, se han encaramado en la corriente y creen tener un título posesorio que se han otorgado a sí mismas, pero no se consolida hasta que, en medio de la lucha –tan fácilmente evitable en un régimen nacido, como el nuestro, de un movimiento nacional pacífico– asume, por fin, la defensa de todos y aparece entonces, como despersonalizado por encima de los grupos particulares, e íntimamente fundido con la nación.
Liquidación de errores. Nuevo período también el que se inicia, porque se ha visto la severa, seria, solemne tarea que es la política –la de gobernar y la de predicar–. El 6 de octubre han cuajado y se han hecho realidad palpable, en crímenes y devastaciones, todas las predicaciones insensatas y todas las negligencias gubernamentales de estos años. Ese día el destino se cansó, tiró la raya y sacó el total. Desde ahora, al período de suma irresponsabilidad, irreflexión, chabacanería en que hemos vivido, tiene que seguir otro de suma responsabilidad, reflexión y noble elevación, si es que no queremos hacer, sobre dolorosa, infecunda la terrible experiencia.
Movimiento obrero. Sordo a todas las advertencias y previsiones, el partido socialista, para evitar el desastre sufrido por otras fuerzas gemelas de Europa, tomó exactamente la misma trayectoria que había de tener final semejante. La gran fuerza acumulada, en muchos años de fatiga y pena, y que, bien dirigida, hubiera influido poderosamente en la vida política y social, ha sido dilapidada entera en unas horas. Cada tiro en Asturias era un ahorro de muchos años que se gastaba en un instante. No hay en el área política española tantas fuerzas como para contemplar con alegría o simple indiferencia la desaparición de otra más. Pero a los obreros y a los no obreros hemos de decirles, justo en este instante, que es preciso distinguir entre el movimiento obrero, que es como un movimiento geológico que va elevando a niveles superiores de bienestar y cultura estratos profundos de la sociedad; entre el movimiento obrero y las diferentes doctrinas que tratan de absorberlo o interpretarlo. Lo que fracasa en esta hora en todo el mundo no es el movimiento obrero, sino las diferentes demagogias, las tácticas truculentas que sobre él han caído como sobre una presa débil. Principalmente fracasa esa doctrina demente de la lucha de clases, que si para algo ha servido, es para suscitarla y llevar a la derrota a la clase obrera allí donde ha habido lucha efectiva. El camino de las clases obreras es sacudirse de encima las tácticas fracasadas para adoptar otras más inteligentes, más humanas, solidarias con la prosperidad económica nacional, como el de las clases superiores consistirá en no obstinarse en contener esa ascensión, inevitable y necesaria al engrandecimiento nacional, como si ya no mereciese atención, preocupación ni respeto. Precisamente el fracaso de los extremismos señala la hora de una política de reforma profunda, realizada con mesura, gradación y constancia. Ni es posible el extremismo revolucionario ni tampoco el conservatismo a la antigua.
Que España exista. Los pueblos se hacen y vigorizan cuando pasan malas horas, si saben extraer sus enseñanzas, oprimiendo la propia amargura. Lo peor sería que este gran dolor quedara estéril. Pongámonos ahora, tras esta liquidación de errores, a crear el Estado para cuya edificación vino la República, y si no, no vino para nada; salgamos del mal sueño de revolucionar y dividir, negar y demoler, y sea esto lo único que aborrezcamos y extirpemos implacablemente. Que el Estado se haga y construya con ancho margen para la espontaneidad del individuo y la nación. Y que España exista. Esto, ante todo y sobre todo.
“NO OLVIDEMOS EL PROBLEMA CATALÁN”
Segundo editorial del Diario de Madrid, 27 de octubre de 1934
La tragedia de Asturias ha hecho pasar a segundo plano la cuestión de Cataluña. Ruidosa aquélla atrae todos los oídos, mientras en Barcelona se realizan silenciosamente gestiones para constituir un Gobierno de la Generalidad. Tres ministros están en Oviedo y recorren con gran séquito de diputados y periodistas la zona que fue revolucionaria; después la prensa publica amplísimas informaciones. En cambio, a Barcelona ha ido un ministro solo, cuyos movimientos por entre los partidos catalanes apenas se conocen. Grave problema es el de Asturias; pero, cuidado, no se nos lleve él solo toda la atención, porque en el orden nacional probablemente es más grave el catalán. Al menos, la proclamación del Estado catalán, dentro o fuera de una República federal, ha sido la primera tentativa seria de desintegración de la unidad española.
Demuestra esa tentativa el error de quienes pretendían haber resuelto la cuestión de una vez para siempre con el Estatuto. Los directores de la política catalana, no contentos con el Estatuto autonómico que se había dado a Cataluña, iban transformándolo en otro de plena soberanía que no se les había dado, hasta llegar a la postre a constituirse ellos en un Estado catalán y a nosotros, sin consultarnos siquiera, en una República federal que nadie sabía que deseábamos. Por virtud del Estatuto y de las concesiones y negligencias posteriores que lo deformaron, pudo ocurrir que el Estado español tuviera a su lado otro verdadero Estado, con fuerzas armadas propias, que en el momento del estallido revolucionario participaba en él y se comportaba idénticamente a como pudiera hacerlo la propia Rusia si la tuviésemos vecina.
Recordemos que un Poder público constituido, el de la Generalidad, alentaba por la radio a los soldados a sublevarse y unirse con los socialistas y comunistas. A pesar de la fuerza qué la Generalidad tenía en sus manos y a pesar del sentimiento que explotaba, el sentimiento nacionalista, que cuando existe es de los más fieros y enardecidos, la tentativa fracasó tras una figuración de resistencia. Quiere esto decir que los directores de la política catalana en aquel momento no representaban exactamente con su nacionalismo extremado a la verdadera opinión catalana, sino que, como suele ocurrir, se habían encaramado sobre un auténtico sentimiento catalán para falsificarlo a fuerza de exacerbarlo.
Siempre en estos casos hay alguno situado más a la izquierda que tacha al otro de tibio. Recordemos la frase de Companys después de la proclamación del Estado catalán: “Ahora no diréis que soy menos catalanista que vosotros”. Tratándose de nacionalismo como de revolucionarismo, siempre los extremistas arrastran al resto.
La tentativa frustrada de un Estado catalán demuestra, pues, que el Estatuto, tal como funcionaba últimamente, era un error, atribuible sin duda al apresuramiento con que se le aprobó después del 10 de agosto de 1932, a matacaballo, convirtiéndolo en una carga de caballería contra los enemigos de la República, aprovechando malignamente el momento político, y que era una falsificación el nacionalismo exacerbado y agresivo que culminaba en la Generalidad. El experimento está hecho en forma acabada y tras él se impone la corrección de los defectos y las exageraciones estatutarias que han dado lugar a una situación de tan enorme gravedad, y que, a la par, se enraícen las instituciones regionales catalanas en ese sentimiento más hondo que estos días ha aflorado en Cataluña al derrumbarse estrepitosamente la ficción de los extremismos, que nunca pueden representar con alguna continuidad, sino pasajeramente, el espíritu de un país.