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Gabriel Elorriaga Fernández, el hombre que cumplió su misión

El fallecimiento de Gabriel Elorriaga Fernández nos hace sentir muy cerca de sus familiares y amigos. También hace presente el recuerdo de una personalidad humana y política ejemplar cuya trayectoria revela, en nítido contraste, todo lo que le está haciendo falta a la vida pública española.

Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid y colegiado en 1957, desde muy temprano sintió esa “vocación política” que dio título a su primer libro. Una vocación reformista, que apostó desde el principio por la democratización de lo existente. A Gabriel Elorriaga no le tenían que contar cómo se lucha contra una dictadura medio siglo después de muerto el dictador. Conoció de primera mano la cárcel franquista: en 1956, con motivo de las revueltas estudiantiles de ese año, fue procesado y encarcelado en compañía de Javier Pradera, Enrique Múgica, Ramón Tamames, Miguel Sánchez Ferlosio, José María Ruiz-Gallardón y Dionisio Ridruejo. Este último le dedicaría una estrofa de su Romance de los estudiantes presos: “Voces de presos sonaron/en las celdas del penal: / –Ay, Gabrielillo Elorriaga/ Gabrielillo y qué juncal, / por congregarte con otros/ viniéronte a condenar. / Ay, Gabrielillo Elorriaga, / que te ibas a casar/ y en vez de fundar tu casa/ te metiste a conspirar”.

A Elorriaga su vocación política le llevó siempre a la entrega generosa: era de los que pagaban al contado, en moneda de buena ley, sin esperar más provecho que la lisura con que andan por la vida los que son sabios y honrados. Hace poco publicaba una tribuna periodística –magnífica, como todo lo suyo– recordando cómo “la Constitución no cayó de los cielos”. Con el fondo inicuo del programa oficial de actos por el 50º aniversario de la muerte de Franco, recordaba que “la Transición no fue un proceso diseñado de antemano, sino una trenza atada por individuos de distintas ideas en torno a la esperanza en la Monarquía parlamentaria”. Podía decirlo con toda autoridad, porque fue partícipe –en primera línea– de esa operación política, puesta en la diana por los enemigos de todo lo que brille, oriente y abra rutas de provecho perdurable en nuestra historia reciente.

Gabriel Elorriaga contribuyó activamente a la salida monárquica y democrática del régimen anterior y participó en los trabajos preparatorios de la Constitución de 1978. Colaboró estrechamente con Manuel Fraga en la construcción de una alternativa de centro-derecha e impulsó la creación de Reforma Democrática para luego fundar la Alianza Popular devenida después Partido Popular. Diputado por Castellón y más tarde senador, formó parte también de la representación española en la Asamblea Parlamentaria de la OTAN. Ostentó altas distinciones, publicó numerosos libros y fue, sobre todo, padre, abuelo y bisabuelo cariñoso y querido.

Por su talante y estilo intelectual, fue siempre un cumplido universitario. Y mereció el honor de ser reconocido y apreciado por los maestros más exigentes. Lo fue suyo don Nicolás Pérez Serrano, quien, en una conferencia con motivo del primer centenario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en 1958, lo cita dos veces, encomiando su ya mentado primer libro, el Ensayo sobre la vocación política. El pasaje escogido por Pérez Serrano del libro de su alumno es este: “La política como misión, como difícil y bella misión, es la que debe aspirarse a ver plasmada en el gesto de las minorías orientadoras y rectoras de una comunidad. Misión es la palabra que hace naturales el heroísmo, el sacrificio y la entrega. Para la misión, para su misión, es para lo que el hombre se supera, pule sus mejores recursos, las mejores facetas de su espíritu, el sello de su personalidad. Desaparece la disyuntiva entre el yo y su circunstancia, la lucha del egoísmo y del interés común.”

Bello párrafo que tiene tanto de autorretrato como de elegía. Es un tipo humano cada vez más escaso, cada vez más necesario, el que desaparece con él: el de las personalidades literalmente eminentes. Pesa su pérdida; conforta su recuerdo. Nos toca demostrar, con hechos, que Dios no nos lo arrebató como castigo, por no merecer retenerle entre nosotros, sino para azuzarnos con la orfandad, de forma que, viendo desiertas las cimas, nos afanemos hasta conquistarlas. Descanse en paz.