Artículo de Ana Iribar en El Correo
Quizás uno de los cuadros que más sorprenden en la exposición sobre Gregorio Ordóñez, que tan magníficamente supo entender y resolver Enrique Bonet, es el que muestra tres fotografías posteriores al atentado contra Gregorio. En dos de ellas se muestra su tumba, profanada. En la tercera, las pintadas que aparecieron en poblaciones guipuzcoanas llamando a Gregorio asesino, fascista, español. Así justificaba ETA sus crímenes. Así invitaba a la sociedad vasca al silencio, a la condena de las víctimas de ETA, al señalamiento de los constitucionalistas en Euskadi. El Partido Popular, así lo veían Egibar y el nacionalismo que representaba, era un partido «de fuera». No ‘fueron de aquí’ millares de emigrantes que vinieron de otras partes de España para trabajar en Euskadi, como lo hicieron los padres de Gregorio, en los años 50, 60. Sometidos a un maltrato que solo justificaba un nacionalismo retrógrado, excluyente y racista.
Cuando hoy me llaman facha por el hecho de votar al Partido Popular, una vez más, siento en mi nuca el aliento frío que desplazó en el aire del bar La Cepa la bala cobarde que mató a Gregorio. Y cuando Sánchez levanta un muro para empezar a gobernar un país entero sé que lleva las piedras que lanzaban los proetarras en las calles de Euskadi, aquí, en la Parte Vieja donostiarra, al grito de «presoak kalera, amnistia osoa». Lleva acuerdos que desconocemos los ciudadanos españoles. Lleva resentimiento, miedo y discordia. Ya previno Voltaire a Federico II de Prusia en 1735, «a vos os corresponde destruir al infame político que convierte el crimen en virtud. La palabra político significaba en su origen primitivo ciudadano y hoy gracias a nuestra perversidad ha llegado a significar el que engaña a los ciudadanos».
Decía Gregorio que los partidos políticos son máquinas de asalto al poder y cuánta razón tenía. De derechas, católico y practicante, liberal en las políticas sociales, económicas y educativas, de padres valenciana y aragonés, Gregorio tenía todas las papeletas para darse de frente contra otro muro, la propia sociedad vasca y, especialmente, sus adversarios políticos. Hacer política desde el Partido Popular durante los doce años que Goyo estuvo activo significaba ser sospechoso de facha para los socialistas y de marciano para los nacionalistas.
Pero Goyo no tenía complejos y lo más importante, no se debía a nadie. Ni a Sabinos Arana, ni a Pedros Sánchez. Ni a Fragas. Su desobediencia, porque eso fue Goyo, un desobediente, le costó dos años de expulsión de su partido. Goyo solo se debía a sus ideales, a su conciencia, a sus conciudadanos. Fue ese ciudadano político que defendía Voltaire. Y fue muy valiente. Gregorio se propuso desobedecer el dogma nacionalista, el silencio, el miedo. Lo importante para él ni siquiera era ganar votos, sino trabajar por su ciudad y transformar la sociedad en que vivía. Por eso eligió la política, para devolverle su auténtico significado. Por eso le votábamos en San Sebastián.
Yo no estuve en el 36. Pero sí estuve en 1981 cuando ETA asesina a Ryan y nos caen piedras y gritan «ETA, mátalos» en la manifestación en las calles de Donostia; en 1984, cuando ETA asesina al senador socialista Enrique Casas; en 1995, cuando ETA asesina a Gregorio. En 1996, cuando ETA asesina a Fernando Múgica… No estuve en el 36. Estuve en los 80, en los 90, en los 2000 y aquí, en esta ciudad, en Euskadi, compartíamos pancarta socialistas, populares, comunistas, pacifistas, periodistas, políticos, profesores… frente a ETA y en defensa de la Constitución y contra el nacionalismo excluyente.
Que no me digan que no sirvió para nada jugarse y perder la vida en Euskadi. Que no me pidan que olvide, ni que perdone o que me reconcilie con los asesinos de Gregorio. Que no me cuente Aizpurua que hay que avanzar en la paz y en la convivencia, en derechos sociales, cuando durante cinco décadas formaron parte del entramado de ETA. ¡Hipócritas! Que no me digan que todo fue en vano. Goyo no vino a este mundo para traer la paz, sino para desobedecer, para incomodar, para romper con el discurso único nacionalista. Quienes le conocimos sabemos que, aun sabiendo cuál iba a ser su final, Gregorio no rectificó ni su discurso, ni sus pasos, ni su compromiso con San Sebastián. No porque no apreciara su vida, sino porque sabía que merecía la pena pelear por los demás, por las nuevas generaciones, por la libertad de todos nosotros, por la dignidad que perdíamos a chorros cada vez que respondíamos con silencio a un atentado.
Su muerte y la de tantos miles y cientos de miles de ciudadanos de la Historia no será en vano, no lo será mientras exista un puñado de ciudadanos resistentes dispuestos a desobedecer, a recordar, a molestar. Aquí, en Ucrania, en Israel, en Nigeria. Estoy profundamente agradecida a tantos ciudadanos valientes. Gracias, Gregorio, por hacernos más libres.