Miquel Porta Perales es escritor
Es cierto que las elecciones al Parlamento Europeo del próximo 25 de mayo son especiales. Porque especial es la coyuntura por la que atraviesa la Unión Europea y especial es la respuesta a una crisis que ha marcado el último quinquenio. ¿Hay que mantener una política excepcional –austeridad y estabilidad presupuestaria– que ha permitido la supervivencia del euro y la estabilización y consolidación de la Unión Europea? ¿Hay que fortalecer y legalizar –normalizar, si se quiere– dicha política excepcional? Por lo demás, las elecciones europeas también son especiales si tenemos en cuenta las competencias que asume un Parlamento Europeo, que puede elegir al presidente de la Comisión Europea. Cosa que legitima democráticamente a la propia Unión Europea. Y las presentes elecciones europeas también son especiales a tenor de la emergencia de unos populismos –nacionalistas o no– que cuestionan –mejor, amenazan– los fundamentos ideológicos y morales de la idea de Europa sobre la cual toma cuerpo y forma la Unión Europea. Unos populismos que –deslealtad institucional y actitud displicente con la legalidad– quieren minar y pulverizar la Unión Europea a mayor gloria de sus particulares intereses. Lo señaló el historiador británico Antony Beevor cuando –septiembre de 2012– presentó en España su libro La Segunda Guerra Mundial: “se han avivado otra vez los nacionalismos en el Viejo Continente… el viejo monstruo se está despertando”. A los nacionalismos del autor hay que añadir los extremismos de uno y otro signo.
Siendo esa la amenaza –dejo a un lado el reto de la crisis económica–, ¿cómo hacer frente al “viejo monstruo” que está ahí? En primer lugar, hay que reconocer el problema y desvelar la ideología y el programa populista-nacionalista-extremista, así como sus consecuencias, que hoy sobrevuelan sobre la Unión Europea. En segundo lugar –en ello voy a detenerme en las líneas que siguen–, la Unión Europea necesita fortalecer los cinco pilares sobre los cuales se alza la idea de Europa. A saber, una Europa griega, romana, cristiana, liberal y atlantista.
Una Europa griega que continúe cultivando las ideas, la razón frente a la superstición, la observación y la experimentación, la ciencia y la técnica, la democracia, la ciudadanía, la libertad, el individuo, la tolerancia bien entendida.
Una Europa romana en que reine el imperio de la ley, que permita el desarrollo de la personalidad individual, que busque el ideal de justicia, que reivindique el arte de lo bueno, que reclame lo recto como fuente del derecho, que proclame una filosofía de vida que se fundamente en el vivir libremente y honestamente.
Una Europa cristiana que respete la dignidad del otro, que no sea ajena al sufrimiento del otro, que practique la solidaridad, que reconozca la propia culpa, que brinde valores y normas, que invite a la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Una Europa liberal que levante las banderas de la libertad, el individuo, la ciudadanía, la democracia formal, el Estado de derecho, la igualdad de oportunidades, la economía de mercado, la competitividad, el pragmatismo, la educación, la formación, la innovación, la inversión, el rigor presupuestario, la libertad de poseer, comerciar y legar.
Una Europa atlantista que refuerce el vínculo transatlántico liderado por los Estados Unidos, que se dote de una ideología, una estrategia y un presupuesto de defensa, que construya un pilar de defensa propio coordinado con el de Estados Unidos. Y ello por razones tácticas (lucha contra el terrorismo internacional y defensa, por ejemplo), estratégicas (tener voz propia en el orden de seguridad y defensa mundiales) e ideológico-morales (salvaguarda de la sociedad abierta frente a sus enemigos).
La crisis económica, sí. La crisis política, sí. El euroescepticismo, sí. Pero, no hay que olvidar la sentencia que, en cierta ocasión, pronunció el filósofo Edmund Husserl: “el más grande problema que amenaza Europa es la lasitud”.
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