Hace treinta años, con una genial visión anticipatoria tras la derrota del comunismo, Giovanni Sartori predijo una izquierda “que se desgarra, que va a la deriva, mecida alternativamente por la demagogia populista, el negativismo sin provecho, el cupio dissolvi y la agitación activista”. Pues bien, esa izquierda es hoy la que tenemos en el Gobierno, incluida la izquierda que hace del cupio dissolvi en su sentido profano, es decir, del afán autodestructivo, la receta contra el sistema constitucional y el modelo económico que han reportado a los españoles más libertad, más y mejores derechos, más solidaridad y más amplia protección social.
Una izquierda inasimilable a cualquier otra izquierda europea porque en ninguna otra parte de la Unión gobiernan los comunistas, rearmados en España con el repudio del compromiso constitucional de sus antecesores. Resulta que la izquierda coaligada para la confrontación a campo abierto con la mitad de los españoles, propone grandes pactos transversales. La izquierda que insulta desde el columnismo obsceno o desde la tribuna del Congreso a través de personajes de probada inanidad intelectual y logorrea demagógica pide ahora “desescalar” la tensión política. Y todo eso, además, con la exigencia de no poner en duda la buena fe negociadora y la palabra de un presidente cuya credibilidad, ya antes del coronavirus, tendía vertiginosamente a cero.
Una izquierda dogmática y sectaria en un gobierno fallido son interlocutores muy poco prometedores. Y, sin embargo, si el presidente del Gobierno convoca, hay que acudir y muy singularmente quien lidera la oposición.
Primero, hay que acudir porque forma parte del deber de representar a millones de españoles y porque es la forma de dejar constancia de que en España ha sido el Partido Popular el que ha asumido la responsabilidad de gobernar después de que la izquierda dejara un país con los peores indicadores económicos y sociales. Hay que acudir, entre otras razones, para exponerle con claridad a Pedro Sánchez cuál es la posición ante la crisis sanitaria y la económica, de qué se está dispuesto a hablar y con quién, y de qué no se está dispuesto a hablar y con quién no. Hay que acudir para que el juego tacticista de Sánchez contraste con la visión estratégica del futuro de España y la convocatoria a todos los españoles para remontar ese muro en el que están chocando tantos esfuerzos y tantas expectativas.
Segundo, el Gobierno debe explicar cuál es el escenario que contempla para dentro de dos meses cuando la actividad económica y social haya empezado a salir del confinamiento. Antes del coronavirus, España había ralentizado su crecimiento al 2%, el déficit se situaba en el 2,7% del PIB, el déficit estructural superaba el 3%, la deuda el 95% y el paro estaba en el 14%. Ahora nos enfrentaremos a una deuda que se incrementará entre 20 y 30 puntos, una recesión que supondrá una contracción del PIB de más del 5% y un déficit público que también podría escalar hasta el 10%. En el último mes, 900.000 trabajadores han perdido su empleo. La Unión Europea se ha movido, y lo ha hecho bien dadas las circunstancias, pero no habría que confundir los préstamos sin condicionalidad para financiar el coste de la crisis sanitaria con los que salgan del futuro fondo de recuperación que tendrán una condicionalidad mucho más estricta. El Gobierno todavía no ha dado ni la más mínima pista de la situación que habremos de enfrentar.
Tercero, no tiene sentido hablar de pactos si el Gobierno pretende adoptar medidas “estructurales y permanentes” como la renta mínima al margen de la negociación con la oposición. Una cosa son las medidas inmediatas para protección a las rentas más bajas, que sin duda deben adoptarse, y otra muy distinta implantar unilateralmente un sistema permanente y estructural de renta mínima. Hay diversas opciones que deberían ser valoradas y discutidas desde el punto de vista de los incentivos o desincentivos que generan, de su sostenibilidad, y de la neutralidad y transparencia de su gestión.
Cuarto, a “los pactos” hay que despojarlos del plural. Se ha de tratar de un acuerdo para la estabilidad y la continuidad básica de las políticas económica, fiscal y laboral en los próximos años; un pacto para ofrecer certidumbre, confianza y credibilidad dentro y fuera de España; un compromiso solvente para Europa de apoyar la recuperación de capacidades productivas, mercados y, por tanto, de empleo. Esa es la esencia de los pactos de Estado que, por definición, se concluyen entre quien gobierna y quien puede gobernar. Sería inadmisible aprovechar la crisis para abrir la Constitución, o para supuestos nuevos arreglos territoriales que estarían condicionados por las urgencias confederales del PNV y por el secesionismo de los nacionalistas catalanes.
El interés de España exige situarse por encima de insultos y descalificaciones y solo contemplarlos con el desprecio que merecen.
Pero es preciso insistir, desgraciadamente, en que estamos ante un gobierno fallido y el destino de los proyectos fallidos es el de ser olvidados y, en último termino, sustituidos. Si Sánchez plantea los pactos como una forma de apuntalar su fórmula de gobierno con Podemos y los demás acompañantes, simplemente fracasará. Si el PSOE se abre a una cooperación leal, abandonando iniciativas y compañías desestabilizadoras del marco constitucional y con una hoja de ruta razonable y pactada para salir de la crisis que tenemos encima, la aritmética parlamentaria no debería ser su mayor preocupación.
Los enemigos del pacto son las agendas ocultas, el adanismo y los que creen que ha llegado la hora de hacer la revolución desde un ministerio. Cuando se hicieron los Pactos de la Moncloa, España no tenía una Constitución, ni estructura autonómica, ni pertenecía a la Unión Europea. A partir de ahí hay que hablar, sí. Hasta que la conversación deje de tener sentido.
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