La democracia es un régimen de opinión, de ahí que la libertad de expresión e información, la pluralidad de los medios de comunicación y el debate público formen parte del fundamento cultural de un sistema de organización pacífica de convivencia entre ciudadanos y de control de los poderes públicos.
Si la desinformación, las fake news, las narrativas fraudulentas y la manipulación de la memoria son factores de preocupación sobre el estado y el futuro de la democracia, es precisamente porque la contaminación del debate público a través de estas estrategias resulta tan dañina como, muchas veces, difícilmente perceptible.
El principio según el cual los hechos son sagrados y las opiniones libres es una precaución higiénica que tiene que luchar contra la polarización y la creación arbitraria de una realidad alternativa, los alternative facts. En palabras del senador Moynihan, «uno puede tener sus propias opiniones, pero no está autorizado a tener ‘sus propios hechos’». Algún ejemplo. Hace unos días, una figura pública prominente como Gregorio Marañón Beltrán de Lis calificaba como de grave error de José María Aznar la transferencia de las competencias de educación a Cataluña como concesión para gobernar. En realidad, lo que Aznar hizo en 1996 para poder gobernar -digámoslo así- figura en un documento público, conocido y detallado, el llamado «pacto del Majestic» con lo que entonces era Convergència y Unió. En este acuerdo no figura una sola línea dedicada a las transferencias de educación por la sencilla razón de que esta materia se transfirió a Cataluña en 1980 -Gobierno de UCD- en enseñanza primaria y secundaria, y en 1985 -Gobierno del PSOE- en enseñanza universitaria.
Por el contrario, lo que sí figuraba en ese documento fue el acuerdo sobre las bases de una reforma del modelo de financiación autonómica que después sería aprobado por todas las comunidades autónomas sin excepción, la asunción del compromiso de gasto sanitario territorial del Gobierno socialista precedente, la reforma de la administración periférica transformando a los gobernadores civiles en subdelegados del Gobierno para que fueran designados entre funcionarios de carrera y la supresión del servicio militar obligatorio en un proceso de profesionalización de las Fuerzas Armadas, que quedaron plenamente integradas en la estructura militar de la OTAN. Todos estos acuerdos pueden parecer concesiones deshonrosas, según un criterio ciertamente extraño de juicio, pero los hechos son esos. De lo que no se hallará ni el menor rastro es de la derogación del delito de sedición para propiciar la impunidad de futuros golpistas o de la disolución del delito de malversación para privilegiar a los secesionistas en el manejo ilegal de fondos públicos.
Junto a los hechos, están las opiniones. Éstas son, por supuesto, libres pero, al mismo tiempo, tienen la ventaja de poder identificar en ellas los sesgos, la levedad, los intereses no explicitados y la propia confusión del pensamiento de quien las emite.
Un ejemplo de opinión. A la decisión de Bildu de incorporar a sus listas electorales a 44 convictos de terrorismo, de los cuales siete lo fueron por delitos de sangre, hay una respuesta que goza de muy buena prensa entre algunos opinadores que pretenden exhibir una mejor textura moral y miras más amplias que la media. También aquí hay recientes testimonios de quienes, en uso de su sacrosanta libertad de expresión, sostienen que tener a terroristas en listas electorales y luego elegidos algunos de ellos es una victoria de la democracia. Uno se permite discrepar, en uso de esa misma libertad, y en mi discrepancia me acerco más a Sánchez -sin que sirva de precedente-, que calificó de «legal pero indecente» la decisión de su socio en la mayoría de gobierno ahora caducada. Bien es verdad que Sánchez, por los mismos motivos, podría haber extendido esa calificación de «legal pero indecente» a sus propios pactos con Bildu, que quedan pendientes de lo que ocurra el 23 de julio. No, los terroristas en listas electorales no son una victoria de la democracia, son una indecencia y una victoria sólo para ellos, que siempre han parasitado el sistema democrático. Lo que es una victoria de la democracia, es decir, del Estado de derecho, es que cientos de terroristas fueran detenidos y juzgados, que se reconociera por primera vez a las víctimas y sus derechos en una ley, que se impulsara y protegiera la movilización social, que se reactivara como nunca antes la cooperación internacional, que se crearan instrumentos de cooperación judicial en la Unión Europea, que se estableciera el principio de cumplimiento efectivo de las penas impuestas a terroristas, que se impulsara y aprobara una Ley de partidos políticos que habilitó al Tribunal Supremo para ilegalizar al brazo político de ETA y que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos considerara esta ilegalización como una necesidad democrática apremiante. Una victoria de la democracia fue la voluntad de tantos cargos públicos y militantes de partidos constitucionalistas -para entendernos, PP, PSOE y UPN- de negarse a desistir aun a riesgo de sus vidas, como fue el caso de tantos que la perdieron a manos de esos que, ofreciéndose a ser votados, para algunos hacen un favor a la democracia regalándole un supuesto éxito que no es tal.
En este rango de opiniones sagradas frente a hechos que se tienen por libres figuran también algunas como que Mariano Rajoy es responsable de la locura secesionista catalana por no dialogar lo suficiente con Mas y sus compañías. Que, además de Rajoy, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el entonces nuevo Estatuto de Cataluña también fue culpable de que los secesionistas -tan leales ellos- no tuvieran más remedio que echarse al monte y convertirse en sediciosos convictos. Casi a ese nivel, se encuentran otras como las que caracterizan a Bildu -a los que ahora los socialistas hacen remilgos tácticos- como una fuerza política de gran sentido social que ha pactado cuatro presupuestos con el Gobierno socialista, patrocina el proyecto de Ley de Vivienda, ahora decaído por la disolución de las Cortes, y ha venido mereciendo la máxima delicadeza en el trato por parte de Pedro Sánchez en cada debate parlamentario.
En fin, la posverdad consiste en eso, en trastocar los términos de la realidad, imponiendo como sagradas opiniones más que cuestionables mientras los fabuladores disponen a su antojo de los hechos.
Javier Zarzalejos es director de la Fundación FAES y exsecretario general de la Presidencia del Gobierno (1996-2004), publicado en el diario El Mundo