Miguel Marín es responsable de Economía de FAES.
La transición energética proporciona muchas oportunidades para España y debería deparar un salto de competitividad si se aporta certidumbre desde el consenso político y la planificación inteligente.
El proceso de transición energética hacia la plena descarbonización de la economía en el año 2050, compromiso adquirido por España como integrante de la UE tras los acuerdos de Paris de 2015, representa un reto de transformación social tan profundo que no es comparable siquiera a la introducción del euro a comienzos del siglo en curso. Se nos está pidiendo –de hecho, por aquello de la democracia representativa, así lo hemos decidido– que transformemos nuestra forma de movernos y desplazarnos, de producir y trasportar bienes, de calentarnos, de producir electricidad, … se nos está pidiendo que toda nuestra demanda energética genere una oferta que no emita CO2 y además con unos plazos realmente ambiciosos.
El reto de la descarbonización no puede ser más loable. Aunque solo sea por aquello de que no heredamos la tierra de nuestros mayores, sino que la tomamos prestada de nuestros hijos, el objetivo de legar a las generaciones futuras un aire más puro y un planeta más sostenible tiene poca contestación. Otra cosa es el diseño de la estrategia adecuada para tener éxito en el logro de la sostenibilidad ansiada. Y es que no hay muchos caminos que garanticen ese éxito. La única forma de alcanzar el objetivo de la plena descarbonización de la economía en 2050 es hacer que la propia transición energética sea sostenible en sí misma y eso requiere que lo sea en los tres pilares sobre los que se asienta cualquier política energética, esto es, la sostenibilidad económica, la sostenibilidad social y la sostenibilidad medioambiental.
Comenzando por la última, va de suyo. Todo este proceso lo hemos puesto en marcha para acabar con el efecto de las emisiones de CO2 en el calentamiento global y, en consecuencia, cualquier transición energética exitosa tiene que garantizar una senda de reducción de dichas emisiones que, en el caso de España, actualmente ascienden a unos 350 millones de toneladas de CO2, sin que todavía hayamos logrado revertir su tendencia creciente. La sostenibilidad económica, por su parte, tiene dos vectores muy claros. Por un lado, la necesidad de generar las señales de precios adecuadas para que no haya roturas en el ingente proceso inversor que hay que poner en marcha y, por otro lado, garantizar una evolución del precio de la electricidad que sea competitivo para las empresas y asequible para los hogares. Lo que nos lleva a la sostenibilidad social, que se resume en garantizar el suministro y el precio asequible, teniendo en cuenta el impacto en el bienestar de los ciudadanos, y diseñar planes de reconversión para los perdedores que deparará el proceso con toda certeza.
Tras más de tres años después de los acuerdos de París, la situación de la transición energética en España acusa un retraso comparativo respecto a nuestros principales socios de referencia. Los gobiernos débiles, los bloqueos y las distracciones políticas han hecho que estemos aún lejos de estar preparados para afrontar un proceso disruptivo de esta magnitud con las mínimas garantías de éxito.
El reciente acuerdo entre el Gobierno y las empresas sobre el alargamiento de la vida útil de las centrales nucleares y el envío a Bruselas por parte del Gobierno del Plan de Energía y Clima, más allá de su contenido cuestionable, auguraban una cierta aceleración del proceso. Sin embargo, la convocatoria de elecciones retrasará necesariamente cualquier avance hasta, como pronto, comienzos de 2020.
PROCESO COLABORATIVO CON LAS EMPRESAS/ DESCARBONIZACIÓN DE LA ECONOMÍA
Así las cosas, quizás sería oportuno revisar, puesto que tiempo tenemos, algunos de los fundamentos sobre los que se debe asentar el éxito de la descarbonización de la economía. Algunos elementos que, de no ser modificados, harán muy difícil que logremos alcanzar los objetivos comprometidos en tiempo y forma.
El primero y más acuciante seguramente es la toma de conciencia por parte de todos los partidos políticos de que este proceso es necesariamente un proceso colaborativo que no saldrá adelante si se hace a espaldas de las empresas. Estamos ante uno de los procesos de inversión más intensivos realizados nunca en nuestro país y determinadas actitudes recientes de los gobiernos de los dos partidos que han tenido responsabilidades dejan muchas dudas sobre el conocimiento de nuestros políticos de cómo funcionan los mecanismos de inversión de las empresas globales que invierten en nuestro mercado eléctrico. Una de las consecuencias más evidentes de esto es la desconfianza estructural e injustificada que se ha generado hacia las empresas eléctricas que, de alguna forma, legitima actuaciones de política pública de muy dudosa legitimidad.
BONO SOCIAL
Ejemplos no faltan, pero quizás el sistema de financiación del bono social es muy ilustrativo de las malas prácticas que la intervención pública ha llegado a perpetrar en un mercado en el que presuntamente tenemos aspiración de que sea la competencia legítima entre las empresas la que ordene las variables del mercado. El bono social está basado, per se, en un concepto como el de la pobreza energética que es cuestionable. No existen, por desgracia, situaciones de pobreza exclusivas de energía, sino que cuando alguien llega al punto de no poder pagar la electricidad parece evidente que la pobreza, por así decirlo, habrá afectado ya con toda probabilidad a todos los ámbitos de su vida. Esta nueva moda política de generar una renta básica por entregas a los ciudadanos es un debate de un alcance mucho mayor que tiene que ver con la eficacia de nuestro sistema de bienestar en su conjunto.
Cometemos un grave error parcelando el problema de la pobreza y, sobre todo, rehuyendo un debate que, sí o sí, tenemos que plantear a la sociedad. La globalización y la revolución tecnológica está creando perdedores en las sociedades occidentales de muy difícil reciclaje. Seguramente, la única forma que garantizar un nivel mínimo de bienestar para estas personas sea vía presupuestos generales del Estado, pero desde luego es una torpeza hacer pagar a las empresas eléctricas, aliadas en el proceso de transición energética, por este fallo social. También la ingesta de proteínas a la semana forma parte de los índices de pobreza AROPE, que sirven de base para las estadísticas de pobreza material en la Unión Europea, y, sin embargo, a nadie se le ocurre, al menos por el momento, hacer pagar a ninguna de las cadenas comerciales de supermecados un bono para pollo y ternera.
Pero si poco fundamentado está el sistema de financiación, quizás lo más sonrojante es que el Estado saca tajada de todo esto porque –ver para creer– el bono social lleva incorporado el IVA y, por tanto, se convierte en una transferencia directa de las empresas a los más necesitados y al Estado.
KILOVATIO HORA
Lo que nos lleva directamente a la segunda de las cuestiones que debemos revisar si queremos tener alguna expectativa de éxito en el proceso de descarbonización con horizonte 2050. El asunto que podríamos resumir en el abuso político inmisericorde del kilovatio hora (kWh).
Después de la crisis económica, la escasa creatividad fiscal y, sin duda, las urgencias del momento han conducido a una proliferación de hechos imponibles que han brotado de la nada imponiendo restricciones a comportamientos de lo más variopinto. Uno de los damnificados de este proceso ha sido el kilovatio hora. En algunos casos, sobre un kilovatio hora llegan a recaer hasta cinco hechos imponibles: el IVA; el Impuesto Especial de la Electricidad; el Impuesto sobre la generación eléctrica –ahora suspendido, pero ya anunciada su rehabilitación–, las tasas de almacenamiento y producción de residuos –si ha sido producido con centrales nucleares– o el canon hidráulico, en su caso.; y los impuestos medioambientales de la comunidad autónoma de turno. Cinco tributos sobre un mismo hecho imponible superponiéndose parece la definición misma de lo confiscatorio.
TARIFA ELÉCTRICA
Sin embargo, incluso podríamos aceptarlo si no fuera porque esta persecución fiscal al kilovatio hora encarece el precio final de la electricidad que pagan hogares y que, guste o no reconocerlo, impacta en la competitividad de las empresas y, a continuación, en el empleo. Lo que nos lleva al tercer debate que, de no resolver, nos dificultará enormemente la consecución de los objetivos comprometidos. La cuestión de la tarifa eléctrica.
El precio de la electricidad en España es probablemente uno de los precios más distorsionados de cuantos productos se intercambian en nuestros mercados. Cuando pagamos la electricidad, no solo pagamos un margen por encima de lo que cuesta producirla, transportarla y comercializarla. Eso sería lo razonable en mercados auténticos. Sin embargo, dentro de la conocida como “factura de la luz” estamos pagando una serie de decisiones políticas que, sin cuestionar sus loables intenciones, se podrían financiar de formas diversas; sobre todo teniendo en cuenta que en la mayoría de los casos responden a estrategias nacionales que desbordan el sector eléctrico, como la descarbonización de otros sectores energéticos o la integración de las Islas y de sus especiales condiciones en los parámetros de servicio peninsulares.
Si de verdad queremos orientar nuestra economía y nuestra convivencia hacia la plena descarbonización, lo primero que tenemos que hacer es orientar los incentivos hacia la descarbonización de la demanda. Eso, nos guste o no, pasa por eliminar las distorsiones de precios sobre la electricidad que, a día de hoy, hacen que, teniendo una generación eléctrica muy competitiva a nivel europeo, los hogares y empresas españolas estén pagando la electricidad y los hidrocarburos, principales fuentes de energía primaria en España, como si fuéramos un país petrolero, cuando en realidad no tenemos ni una gota de petróleo. Si no alteramos los precios relativos de las fuentes de energía y los llevamos a sus niveles de equilibrio real, cualquier aspiración de transición energética sostenible será una quimera.
AUTOCONSUMO E “IMPUESTO AL SOL”
Una de las consecuencias más claras de esta distorsión de precios y que, en la esfera política, ha generado un nivel de demagogia de nuevo sonrojante en los últimos tiempos ha sido el debate sobre el autoconsumo y, el mal llamado, “impuesto al sol”. Parece probable que si el precio de la electricidad no fuera tan anormalmente elevado, la inclinación hacia el autoconsumo sería, digamos, más racional.
No cabe duda de que las nuevas tecnologías de generación renovable han deparado un nuevo panorama para la generación distribuida o autónoma que necesariamente ha de tener un espacio no menor en la generación total del futuro. Pero no es menos cierto que el desarrollo tecnológico actual y la planificación urbanística de nuestras ciudades hacen desigual, y muy difícil, extraer hoy las máximas ventajas de la figura del autoconsumo energético.
No deja de ser paradójico que sean los partidos más hacia la izquierda los que hayan enarbolado la bandera del “fin al impuesto al sol”. Por supuesto, esto no es un impuesto, ni el sol tiene nada que ver en este asunto. Es un concepto tan simple como que si alguien quiere producir por sí mismo pero quiere seguir conectado a la red “por si acaso” o para vender la electricidad sobrante, lo lógico es que comparta con el resto de consumidores el coste de mantenimiento de la red. Es así de simple. Se podría esperar de la izquierda política que dijera que es profundamente insolidario que los ricos de los chalets, los más eficientes para el autoconsumo, dejan de contribuir al mantenimiento de las redes que tenemos que seguir pagando todos los demás. Porque el mal llamado “impuesto al sol” va de esto; va de contratar un seguro privado y dejar de pagar, por así decirlo, la seguridad social. O así se ha planteado el debate en España. Es muy evidente que todos, a partir de un determinado nivel de renta, estaríamos dispuestos a pagar una póliza de seguro para recuperar el valor perdido de los preciados bienes del congelador tras un apagón de fin de semana. Más aún, si esos apagones son frecuentes porque dependen de la intermitencia que aún muestran las tecnologías renovables a falta de almacenamiento autónomo eficiente.
La transición energética nos proporciona muchas oportunidades como país y, bien resuelta, además del beneficio evidente en los hogares, debería deparar un salto en la competitividad de nuestra economía por el impacto en los costes energéticos a largo plazo, dada la abundancia de recurso renovable. Pero eso requiere que la resolvamos bien.
El Plan de Energía y Clima del Gobierno, tras la convocatoria de elecciones, queda en un limbo que, cuando menos, proporciona tiempo para repensar algunas de las cuestiones que se han citado más arriba y otras, de corte más técnico, pero no de menor importancia, que deberían cimentar futuros consensos. Tres asuntos destacan especialmente entre estos últimos. Por un lado, fijar un ritmo adecuado al desarrollo de generación renovable, lo que necesariamente obliga a tener en cuenta a las empresas y los acuerdos PPA (de venta de energía) que están proliferando y que deberían reducir la necesidad de nuevas subastas en el futuro; ligado a esto, la urgente necesidad de desarrollar mecanismos eficientes de retribución de la capacidad y de la firmeza del sistema, ante el desarrollo aún por llegar del almacenamiento; y finalmente, ser muy conscientes de que el desarrollo de renovables, del autoconsumo o del vehículo eléctrico dependen del desarrollo de las redes eléctricas y de su digitalización. Hablamos de decenas de miles de millones de inversión que no se llevarán a cabo si no se dan dos condiciones: estabilidad regulatoria a largo plazo y una rentabilidad adecuada basada en las expectativas del mercado y en los comparables de otros países donde las cosas funcionan bien. No se puede gobernar ni hacer una transición como esta solo a base de prohibiciones y obligaciones, sino de forma colaborativa, sin apriorismos.
En España, en muchos ámbitos, pero especialmente en la política energética, sobran las pseudoideologías y se echa de menos más sentido común y más sentido de Estado. La transición energética es un reto como sociedad de tal calibre que solo situándola en los primeros puestos de la agenda política, como una auténtica ambición nacional, podremos tener alguna probabilidad de éxito. Si de verdad queremos y creemos en la transición energética (esto es lo que los economistas llamamos un supuesto heroico), es evidente que aún no hemos calibrado los efectos y las consecuencia sobre nuestro modelo productivo. Estamos a tiempo de poner coto a esta situación y aportar certidumbre desde el consenso político y la planificación inteligente de un proceso en el que nos va mucho a todos.
En el momento de escribir este texto, las multinacionales que residen en España siguen anunciando ERE’s por no poder acometer los costes energéticos. Las mismas decisiones políticas que mantienen artificialmente encarecido el precio de la electricidad en España deberían revisarse para levantar ese lastre sobre las empresas y los hogares españoles que, sin motivo, siguen pagando precios más altos que los que el mercado depararía.