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Inhibición culpable

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Un Gobierno puede acertar o equivocarse. Lo que no es aceptable es que abdique de su responsabilidad. Esto es lo que está ocurriendo con el caos jurídico que el Gobierno ha provocado deliberadamente, desoyendo todas las voces que pedían una solución legal, perfectamente viable, como alternativa al estado de alarma que acaba de decaer. Ni seguridad jurídica, ni separación de poderes, ni asunción de responsabilidades en el ámbito que corresponde a cada uno. El Gobierno se desentiende de la crisis sanitaria que todavía sigue abierta, anima a las comunidades autónomas a forzar –como poco– las garantías constitucionales de los derechos fundamentales y solo se dedica a pavonearse de los millones de vacunas que se han administrado, algo en lo que precisamente el Gobierno no ha tenido intervención alguna porque esa responsabilidad sí que recae de manera exclusiva en las comunidades autónomas. Mientras tanto, se ha inventado un procedimiento de casación para que las CC.AA. puedan llevar al Tribunal Supremo las resoluciones de los respectivos Tribunales Superiores de Justicia que rechacen las restricciones propuestas por los gobiernos autonómicos.

La situación sería insólita si no fuera porque poco puede sorprender de este Gobierno, que acumula en su trayectoria una voluntad permanente de socavar en beneficio propio el funcionamiento normal de las instituciones. Hay en esta actitud no solo una muestra más de arrogancia, sino un deseo de revancha hacia quienes con muchas razones objetaron la forma y la utilización que se ha dado a los estados de alarma. Pero el argumento supremo parece ser más elemental y más antidemocrático: Pedro Sánchez no quiere exponerse al Parlamento, ni siquiera ahora cuando su vicepresidenta, ministra de Trabajo y sucesora provisional de Pablo Iglesias ha declarado, ni más ni menos, que “la legislatura empieza ahora”, en un alarde de adanismo dentro del adanismo.

La cuestión no es que un Tribunal Superior convalide medidas que otro rechaza. Eso es de por sí grave porque muestra interpretaciones diferentes en asuntos perfectamente definidos que inciden de lleno en derechos fundamentales. El problema previo es que a los tribunales no se les tiene que poner ante esa decisión porque no les corresponde. El estado de alarma, como el conjunto de actuaciones que prevén las normas en caso de crisis de salud pública, es un apoderamiento al Gobierno al que concurre el legislativo en tanto que instancia de control. Atribuir esa responsabilidad a los tribunales trastoca la previsión constitucional en perjuicio de los intereses de los ciudadanos y de la lucha contra la pandemia.

El Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, el primero que rechazó las medidas propuestas por un gobierno autonómico, ha sido muy claro: “Nuestro actual ordenamiento jurídico no permite que las Comunidades Autónomas puedan acordar, fuera del estado de alarma, medidas restrictivas de derechos fundamentales con carácter general no individualizado” (Auto 21/2021 de 7 de mayo de la Sala de lo Contencioso del TSJPV).

El Tribunal Supremo se verá en la obligación de establecer la doctrina correcta. La salvaguarda de los derechos fundamentales no puede quedar comprometida por razones de oportunidad, menos aun cuando la solución legal a este vacío tardaría menos en aprobarse y entrar en vigor que la futura resolución del Tribunal Supremo. Que el Tribunal Supremo haya sido empujado por la inhibición del Gobierno a asumir una responsabilidad que no le corresponde, no debe hacer olvidar la decepcionante incomparecencia del Tribunal Constitucional, que ha tenido tiempo y ocasión de pronunciarse sobre las implicaciones del estado de alarma y las condiciones en las que tienen que garantizarse los derechos fundamentales y ha optado por el silencio; el silencio lamentable de una voz que debería haberse escuchado con la fuerza y la autoridad que la Constitución le atribuye y los ciudadanos esperan.