Elías Cohen es secretario general de la Federación de Comunidades Judías de España y profesor de RR. II. de la UFV
La pandemia del COVID-19 ha roto las pocas certezas que quedaban en el mundo líquido y volátil en el que vivimos. En cuestión de semanas, el coronavirus ha dejado cientos de miles de muertos, sistemas sanitarios colapsados, caídas históricas del PIB, subidas cataclísmicas del número de desempleados, cierre masivo de negocios, confinamiento mundial de la población y mucha ansiedad y miedo sobre el nuevo escenario que nos espera. También, ha provocado consecuencias políticas que parecían impensables hace solo un mes.
En Israel, por ejemplo, el COVID-19 ha terminado con una lucha política de más de un año -y tres citas electorales- en la que la población israelí estaba polarizada entre el sí o el no al más longevo en el cargo de los primeros ministros de Israel: Benjamín Netanyahu. De hecho, la coalición Azul y Blanco, formada con el propósito de derrotar a Netanyahu en las urnas, ha quedado también diezmada tras la decisión de su líder, el antiguo jefe del Ejército (bajo el mando de Netanyahu) Benny Gantz y 17 de sus diputados, de llegar a un acuerdo de gobierno de unidad nacional con el Likud, el partido del primer ministro, con los demás partidos de derechas que le dieron su apoyo parlamentario y con el partido laborista -antaño hegemónico y hoy al borde de la desaparición-.
Según este acuerdo, firmado el pasado día 20 de abril, Benny Gantz será ministro de Defensa y Benjamín Netanyahu primer ministro hasta noviembre de 2021, fecha en la que Gantz pasaría a ser primer ministro. Una rotación de 18 meses en el cargo con un Gabinete en el que también estarían ministros laboristas. El Tribunal Supremo avaló el acuerdo el pasado 7 de mayo.
Que el cabeza de cartel de una coalición política aglutinada en torno al rechazo a Netanyahu haya dado este paso, rompiendo dicha coalición y desechando su más alto objetivo -la derrota del premier israelí-, solo tiene una respuesta: COVID-19.
En tal sentido, Israel ha sido un ejemplo en la lucha contra el coronavirus. No en vano, la aseguradora alemana DKV situó a Israel como el país más seguro del mundo para sobrevivir a la pandemia. Así, el lunes 4 de mayo, Netanyahu anunció su triunfo contra el coronavirus y levantó las medidas más restrictivas. Las guarderías ya funcionaban desde hacía una semana y el 8 de mayo estaba prevista la apertura de los centros comerciales. El día 7 de mayo, el ministro de Defensa, Naftalí Bennett, informó que el Instituto de Investigación Biológica israelí había encontrado anticuerpos que neutralizaban el coronavirus.
Este éxito se debe a cuatro factores fundamentales: respuesta rápida, comunicación transparente, uso eficiente de recursos y alineamiento de la población.
Israel, un país pequeño (22.072 km2 de extensión) con la mayoría de sus fronteras en situación tensa, cuando no hostil, en estado de guerra permanente, ha estado acostumbrado a movilizar masivamente a la población. En la lucha contra el virus, Israel ha desplegado una política de comunicación excelente -en ningún momento minimizó o negó el peligro del COVID-19- y ha utilizado todos los recursos existentes, desde aplicaciones móviles para la localización y rastreo de terroristas hasta la activación de canales de distribución de material sanitario a través de su servicio de inteligencia exterior, el Mosad.
Desde antes de que se detectara el primer caso (21 de febrero) el Gobierno se puso manos a la obra. Por ejemplo, el 30 de enero, ya habían suspendido todos los vuelos con China. El 19 de marzo, con 677 casos registrados en todo el país y ninguna víctima mortal, Netanyahu declaró el estado de emergencia nacional.
Los números no engañan: el 4 de mayo Israel registraba 16.208 casos y 235 muertes (26,8 muertes por millón de habitantes). En España, por ejemplo, en la misma fecha, el número de muertes por millón de habitantes era de 553; en Bélgica era de 719, 52.
Y es que los israelíes lo han hecho muy bien: han protegido a sus ciudadanos y a los profesionales sanitarios. La gestión, en suma, ha sido efectiva y, además, tras el anuncio del ministro de Defensa, puede incluso que los hallazgos de anticuerpos ayuden a frenar la pandemia a nivel mundial.
Ahora bien, la economía enfrenta una situación muy complicada. Por ello, además de la crisis sanitaria, era necesario un gobierno de unidad nacional para afrontar la crisis económica que ya está desarrollándose.
Pese a los planes de estímulo que aplicó el Gobierno de Netanyahu en funciones, movilizando unos 80.000 millones de shekels, aproximadamente el 6% del PIB de Israel (equivalente a unos 22.000 millones de dólares), el desempleo está totalmente desatado. El 1 de abril, el servicio nacional de empleo informó de una tasa de paro de 24,1%, cuando en enero había llegado a estar en 3,4%. El impacto del COVID-19 registró la mayor destrucción de empleo de la historia de Israel.
No obstante, el gobierno de unidad nacional, además de los desafíos que impondrán la postpandemia, seguirá enfrentando otros desafíos, internos y externos, que Israel tiene pendiente acometer. La implementación o no del acuerdo de paz propuesto por la Administración Trump o el acoso regional de Irán en el plano exterior y el final del statu quo con el estamento ultraortodoxo, las causas judiciales que afronta el primer ministro o el encarecimiento del nivel de vida, en el plano interior, sobrevivirán al coronavirus. Sin duda, un gobierno de unidad nacional estará provisto de mejores herramientas y de mayor legitimidad social para adoptar medidas difíciles y valientes.
El COVID-19 ha sacado la mejor cara de los políticos israelíes. Han dado lo mejor de sí para una gestión diligente y eficaz y han apartado sus diferencias por el bien del país.