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Josep Piqué, in memoriam

José María Aznar: «Lamento muy sinceramente el fallecimiento de Josep Piqué. Fue un excelente amigo, colaborador y ministro del Gobierno de España. Siempre recordaré y estaré agradecido por el excelente trabajo que desempeñó en todas las responsabilidades que tuvo que asumir y que ejerció con gran lealtad y brillantez».

Josep Piqué, más que un recuerdo

Javier Zarzalejos

Sabíamos que su salud se había quebrado hacía tiempo. Por eso quienes nos honramos con su amistad asistíamos sorprendidos y esperanzados a su actividad literalmente incansable. Pero lo que atribuíamos a su resistencia era en realidad producto de su generosidad. Generosidad con su tiempo y su agenda, con su inteligencia y afinada visión del mundo, generosidad, en fin, con quienes veíamos en Josep Piqué un referente en el debate público, un reducto de rigor intelectual y elegancia discursiva en medio de lo que tantas veces resulta un páramo desolado y empobrecido, por mucho que se tenga por opinión publica o publicada, que para todo hay.

Catalán divergente del estereotipo, catalán profundo, de horizontes amplios, liberal y español -español a fuer de liberal, podría decirse-, europeísta activo, Josep Piqué es una excepción a esa Cataluña de la que cabría decir, como Churchill dijo de los Balcanes, que consume mucha más historia de la que produce. Esa Cataluña de rauxa estéril, que termina volviendo su ira sobre sí misma en una pasión que tiene mucho de autodestructiva no era, desde luego, la Cataluña de Piqué, no era la Cataluña que nos explicaba a quienes le escuchábamos, ni era la Cataluña sobre cuya deslizamiento hacia el secesionismo agresivo y frustrante nos advertía mucho antes de que el rupturismo secesionista emergiera, como bien conservo de una larga conversación inolvidable que me dio claves de valor inapreciable para ver lo que venía. Seguramente los pesimistas jugábamos con ventaja en aquel escenario y Piqué, que creyó que el nuevo Estatut no saldría adelante, entendió bien que la estrategia de desbordamiento de la Constitución y confluencia de los radicalismos ya no tenía en el socialismo un dique fiable sino más bien un aliado oportunista. Desde estas premisas, el proceso independentista se encontraba con el camino pavimentado para llegar donde llegó.

Afirmó siempre la importancia vital de hacer valer el estado de derecho. El Estado democrático no podía admitir pulsos ni desafíos y siempre habló con preocupación de la relativización de la legalidad en la que se mueve la vida política e institucional de Cataluña. Su coautoría del “Escucha Cataluña, escucha España” planteaba reflexiones vigentes. Cuando se convirtió en una especie de clausula de estilo hablar del “encaje de Cataluña en España” arrojándonos a los demás el argumento como denuncia de una carencia, ese “Escucha Cataluña” era, en buena medida, plantear la cuestión en términos inversos pero tan necesarios al menos como el del “encaje de España en Cataluña”. Ahora la conversación no gira en torno a esas reflexiones sino que se ha llenado del parloteo sectario, tacticista y estéril que impone la hegemonía nacionalista.

No dudo de la autenticidad de algunos testimonios de sentido pésame ante el fallecimiento de Josep Piqué. Pero resulta difícil olvidar que fue el Partido Popular, el mismo que Piqué presidió en Cataluña, el objeto del pacto del Tinell que comprometió a la izquierda y los nacionalistas -perdón por la redundancia en el caso de buena parte de la izquierda- con la exclusión del PP. Aun así, Piqué quiso estar presente en el debate sobre el nuevo estatuto. Tuve la suerte de trabajar junto con el PP catalán en la elaboración de un buen número de enmiendas al proyecto. Enmiendas razonables, pensadas para constitucionalizar un texto del que luego el propio Pasqual Maragall, impulsor de la reforma, reconocería que buscaba enmendar la Constitución por la puerta de atrás, forzando una verdadera mutación constitucional que un Tribunal Constitucional de mayoría “progresista” -no se olvide- desactivó en sus principales excesos. Ninguna de las enmiendas presentadas por el PP fue aceptada.

Josep Piqué fue un hombre, en el buen sentido de la palabra, dialogante, afable. Escuchaba y analizaba lo que su interlocutor sostenía, y lo que no podía aceptar era objeto de una réplica medida, respetuosa y razonada. Ahora bien, afirmar como he oído, que Piqué podía haber militado en cualquier partido, es atribuir al talante y al diálogo la condición de conjunto ideológicamente vacío y disolver el hecho de que Josep Piqué fue ministro con José María Aznar, presidió el PP de Cataluña, ha formado parte activa del patronato de la Fundación FAES y acaba de ser incorporado a la nueva fundación del PP, Reformismo 21. No se trata de apropiación partidista de una personalidad que, con justicia, cosecha un reconocimiento muy amplio, sino de recordar que Piqué se movió en unas coordenadas bien definidas en su visión de la sociedad, la economía y la política. Por supuesto que esa visión alineada con el mejor reformismo liberal también se proyectaba sobre una idea de España ambiciosa y dinámica, firmemente anclada en la construcción europea, pero desde una posición de cabecera. No era simple teoría ni deseo patriótico, Contribuyó a hacerlo realidad. Como ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué cerró el Tratado de Niza que rehízo la distribución de poder en la Unión Europea ante la ampliación al Este. En ese tratado, después de una negociación especialmente dura frente a Jacques Chirac y Gerhard Schoreder conducida por José María Aznar, España alcanzó un peso sin precedentes, mensurable en forma de votos en el Consejo. En el primer gobierno Aznar, Piqué como ministro de Industria había tenido un papel fundamental en las reformas del sector público, las privatizaciones que generaron grandes multinacionales española y la racionalizaciòn del sector energético. El Tratado de Niza, precedido de la incorporación de España al euro marcan los dos grandes logros de la política europea en los que Josep Piqué no sólo estuvo presente sino de los que fue actor destacado.

De los recuerdos personales que guardo de Josep Piqué siempre permanecerá el de un día de septiembre de 1998 en el que ETA declaró una tregua “general”. Aquella decisión de la banda terrorista era el combustible con el que alimentar el proceso de ruptura que el nacionalismo vasco había escrito con ETA en el pacto de Estella. Entonces ministro de Industria y portavoz del Gobierno, aquella noche en Lima trabajando sin apenas poder dormir sobre la declaración con la que el presidente Aznar marcaría la respuesta a la situación que se creaba en el País Vasco. Venían tiempos difíciles. Nunca dejaron de serlo y Josep Piqué estuvo allí con inteligencia, serenidad y patriotismo. La tierra le será leve.