Hace ahora cincuenta años, el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, fue asesinado en Dallas por las balas disparadas por un joven simpatizante comunista, Lee Harvey Oswald. Surgió entonces el mito de Kennedy. El mito de una vida truncada en plena madurez, el de una presidencia progresista interrumpida demasiado pronto y el del sueño americano malogrado. No obstante, medio siglo después del magnicidio de Dallas y merced tanto a la perspectiva histórica alcanzada como a varias obras de investigación de altísimo valor historiográfico, resulta posible separar el mito de la realidad.
«Pablo Guerrero es analista en el Área de Internacional de la Fundación FAES
Hace ahora cincuenta años, el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, fue asesinado en Dallas por las balas disparadas por un joven simpatizante comunista, Lee Harvey Oswald. Surgió entonces el mito de Kennedy. El mito de una vida truncada en plena madurez, el de una presidencia progresista interrumpida demasiado pronto y el del sueño americano malogrado. No obstante, medio siglo después del magnicidio de Dallas y merced tanto a la perspectiva histórica alcanzada como a varias obras de investigación de altísimo valor historiográfico, resulta posible separar el mito de la realidad.
Kennedy se impuso por estrechísimo margen al vicepresidente Richard Nixon en las elecciones presidenciales de 1960, las primeros comicios en EEUU precedidos por una campaña auténticamente mediática y dotada de debates televisados. La juventud y apostura del entonces senador por Massachusetts contrastaban tanto con la aparente adustez de Nixon como con la venerable, pero achacosa figura del presidente saliente, Dwight D. Eisenhower. Sin embargo, un más que probable fraude electoral tanto en Illinois como en Texas coadyuvó a su apurada victoria electoral.
Una vez en la Casa Blanca, Kennedy pretendió poner en práctica un ambicioso conjunto de medidas conocido como “La Nueva Frontera”. Aunque logró que el Congreso aprobase algunas de las reformas (expansión de la seguridad social, Ley de igualdad de salarios), la denominada Coalición Conservadora, que unía a los republicanos del norte con los demócratas conservadores del sur, se las arregló para bloquear las principales medidas. Entre ellas destacaban la Ley de Derechos Civiles y la Ley de Derecho al Voto, que proscribían la discriminación y segregación por motivos raciales. Ambas leyes fueron aprobadas tras la muerte de Kennedy, en 1964 y 1965 respectivamente, gracias en buena medida al recuerdo del presidente asesinado y a la hábil explotación que de éste hizo el tejano Lyndon B. Johnson, sucesor de Kennedy en la Casa Blanca.
En política exterior, la presidencia de Kennedy se caracterizó en sus dos primeros años por una activa política de contención del comunismo en todos los frentes. Así, para hacer frente a los soviéticos y a los movimientos de liberación nacional revolucionarios, su Administración reemplazó la ineficaz y peligrosa doctrina de la represalia masiva de Eisenhower, basada en el uso de armas nucleares, por el principio de la “respuesta flexible”, materializado en la creación de varios cuerpos de fuerzas especiales. Sin embargo, la fallida invasión de Cuba con exiliados anticastristas, operación concebida por la CIA y aprobada por el anterior presidente, y en particular, la debilidad mostrada por Kennedy en la cumbre de Viena (junio de 1961) ante el premier soviético, Nikita Jruschov, muy probablemente radicalizaron la postura que los comunistas mantuvieron durante la crisis en torno al estatus de Berlín occidental. Asimismo, en dos años Kennedy incrementó de unos pocos cientos a 16.000 el número de asesores militares estadounidenses en Vietnam del Sur, mas siempre fue contrario al despliegue de fuerzas de combate en Indochina.
La tensión con la Unión Soviética llegó al paroxismo en la Crisis de los Misiles en Cuba, cuando las dos superpotencias estuvieron muy cerca de enfrentarse en una guerra nuclear. Si la crisis pudo resolverse pacíficamente, con la retirada de los misiles soviéticos de Cuba a cambio de la promesa de Washington de no volver a intentar invadir la isla y de la eliminación de los misiles americanos Júpiter de Turquía, fue en buena medida gracias al comedimiento del presidente Kennedy y de sus colaboradores civiles más próximos. Tan cerca vio el presidente la guerra nuclear, que desde octubre de 1962 hasta muerte siguió una política más conciliadora hacia la URSS, concretada en el Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares (octubre de 1963), uno de los grandes éxitos de su mandato.
Una presidencia, en fin, pródiga en acontecimientos pese a su corta duración y desigual en cuanto a sus resultados. En cualquier caso, una vez purgada de elementos míticos, la figura de Kennedy sigue resultando enormemente atrayente. Prueba de ello es la admiración que le profesan los demócratas, pero también los republicanos. Los primeros le siguen juzgando como un progresista en lo social que salvó al mundo de un holocausto nuclear; los segundos alaban su anticomunismo y su conservadurismo fiscal. Ahora que el escenario político de los Estados Unidos se halla considerablemente polarizado, resultan bienvenidas las evocaciones a un presidente que, cincuenta años después de su trágica muerte, sigue siendo querido y admirado.
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