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Henry Kissinger

Como homenaje a Henry A. Kissinger, quien fuera secretario de Estado norteamericano con los presidentes Nixon y Ford y principal valedor de la doctrina del realismo político en la escena internacional en la segunda mitad del siglo XX, reproducimos la reseña que nuestra colaboradora Mira Milosevich dedicó al libro biográfico que dedicó al personaje Niall Ferguson y que apareció en el número 49 de Cuadernos de Pensamiento Político FAES en la primavera de 2016.

Kissinger 1923-1968: The Idealist

NIALL FERGUSON

Volume I, Penguin Press, New York, 2015. 986 páginas.

“Este hombre tan famoso, tan importante, tan afortunado, a quien llaman Superman, Superkraut, que lograba paradójicas alianzas y conseguía acuerdos imposibles, tenía el mundo con el alma en vilo, como si el mundo fuese su alumnado de Harvard. Este personaje increíble, inescrutable, absurdo en el fondo, que se encontraba con Mao Tse-Tung cuando quería, entraba en el Kremlin cuando le parecía, despertaba al presidente de los Estados Unidos y entraba en su habitación cuando lo creía oportuno, este cuarentón con gafas ante el cual James Bond queda convertido en una ficción sin alicientes, que no dispara, no da puñetazos, no salta del automóvil en marcha como James Bond, pero aconsejaba guerras, terminaba guerras, pretendía cambiar nuestro destino e incluso lo cambiaba… en resumen, ¿quién es Henry Kissinger?”, se preguntaba con malicia Oriana Fallaci, en la introducción a una entrevista que le hizo en 1972 (ver en Entrevista con la historia, Noguer y Caralt, Barcelona, 1974).

Desde la publicación de su primer libro Nuclear Weapons and Foreign Policy (1957) que lo haría indispensable para la elaboración de la estrategia norteamericana durante la Guerra Fría, muchos autores han intentado responder a esta pregunta. Algunos, como Christopher Hitchens en The Trial of Henry Kissinger (2001), se la plantearon para criticar acerbamente sus decisiones políticas y acusarle de crímenes de guerra; otros, para estigmatizarlo como un cínico y un calculador hambriento de poder al estilo de Maquiavelo, Metternich o Bismarck, tal como lo hizo Walter Isaacson en su ensayo Kissinger: A Biography (1992). No faltan testimonios de amor no correspondido, a la manera de la periodista francesa Danielle Hunebelle (Dear Henry, 1972), que había conseguido entrevistarlo dos veces pero no enredarlo en una aventura. Aunque muy diferentes entre sí, estos libros tienen un denominador común. A sus autores les une el propósito de tratar al personaje al estilo del viejo Oeste: darle un juicio justo y luego ahorcarlo: “Give him a fair trial and then hang him”, como sentencia Paul Newman en el papel del juez Roy Bean (El juez de la horca, 1972).

El historiador británico Niall Ferguson (conocido por los lectores españoles gracias a sus bestsellers mundiales, entre los que destacan Civilización: El Occidente y el Resto; El Triunfo del Dinero; El Imperio Británico; La Gran Degeneración), en su último libro –Kissinger 1923-1968: The Idealist– no pretende juzgarlo y mucho menos ahorcarlo. Ferguson reconoce que había rechazado la oferta de la editorial para escribir una nueva biografía de Kissinger, por considerarlo “demasiado difícil”, pero la posibilidad de usar las notas y diarios personales del biografiado le hicieron cambiar de opinión.

El primer volumen, The Idealist, vio la luz tras diez años de minuciosa investigación (según el autor, necesitará unos tres o cuatro más para escribir el segundo), y pretende ser “una biografía definitiva, aunque no necesariamente positiva”. Partiendo de la idea de que tanto los tres tomos de las memorias de Kissinger como las biografías publicadas por otros autores sólo se centran en sus épocas de asesor de Seguridad Nacional (1969-75) y de Secretario de Estado (1973-77) con los presidentes Richard Nixon y Gerald Ford, Ferguson se propone arrojar la luz sobre otros aspectos menos conocidos de su vida. El resultado final, un libro de casi mil páginas, constituye un auténtico Bildungsroman (palabra alemana para designar la novela de formación, que describe el desarrollo físico, psicológico, moral y social del personaje). La opción de narrar la vida de Kissinger como un proceso de aprendizaje –el historiador reconoce que se inspiró en Wilhelm Meister Lehrjahre [“Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister”], la gran novela de Goethe (1796)– parece particularmente acertada por dos motivos principales: Kissinger afirma en el primer tomo de sus memorias que el oficio de administración del Estado enseña a tomar decisiones, pero no crea capital intelectual, sino que lo consume. De ahí la intención de Ferguson de descubrir y describir cómo Kissinger creó su capital intelectual antes de empezar a trabajar en la Casa Blanca.

La segunda razón implícita se refiere a la cultura tradicional judía. Nacido en el seno de una familia de judíos ortodoxos en 1923, en Fürth (Alemania), el destino de Heinz Alfred Kissinger habría sido, con mucha probabilidad, el de otros niños judíos de su tiempo. En el discurso que pronunció Josef Joffe –The Golden Age of German-Jewry, 1871-1933: Is a Remake Possible?– al recibir la Medalla Leo Baeck, que le entregó Henry Kissinger en nombre del Instituto Leo Baeck de Nueva York ( 2014), Joffe afirmó que los niños judíos crecen con “dos mandamientos”: Ess, ess, mein Kind (“Come, come, hijo mío” [porque mañana puede que no haya alimentos] ) y “lo que tienes en tu cabeza, nadie te lo podrá quitar”. Los padres de Kissinger, Louis (maestro) y Paula (ama de casa), enseñaron a su hijo que la clave del éxito no reside en el linaje o en el patrimonio, sino en el cerebro, en la inteligencia.

Para responder a la pregunta de quién es Henry Kissinger se hace necesario comprender cómo un refugiado de la Alemania nazi, que llegó a los EE.UU. en 1938 y que trabajaba durante el día en una tienda de golosinas, mientras estudiaba en la escuela nocturna, se convirtió, treinta años después, en el asesor de seguridad nacional del presidente del país más poderoso del mundo. La clave de su éxito personal se halla en una rigurosa ética del trabajo, en una intensa sensibilidad para la Historia y en una inteligencia extraordinaria. A partir de 1944, Kissinger formó parte de la sección IG del ejército americano. Los miembros de dicha sección “rozaban la genialidad”, según indicaban las pruebas a las que fueron sometidos, las que joven Henry superó con creces.

La formación de Henry Kissinger en la primera mitad de su vida, entre los años 1923 y 1968, pasó por cinco etapas. En cada una de ellas aprendió, a través de lecturas y de experiencias frecuentemente amargas, algo nuevo acerca de sí mismo, de la naturaleza de la política exterior norteamericana, de las relaciones internacionales y de los principios del arte de gobernar. La primera etapa de su vida estuvo marcada por su experiencia juvenil en la Alemania nazi, por la de refugiado en los EE.UU. y por la de soldado del Ejército americano durante la Segunda Guerra Mundial en las tareas de contrainteligencia (más tarde, la de responsable de la oficina de desnazificación en varias ciudades alemanas). En esta época aprendió y vivió la diferencia entre el totalitarismo nazi y la democracia americana. En el Ejército conoció a Fritz Kreamer, el hombre, según Kissinger, “que ejerció mayor influencia sobre mí en mis años de formación”. En los de estudiante en la Universidad de Harvard, a la cual accedió con una beca de excombatiente (sus padres jamás habrían podido pagarle los estudios), descubrió el idealismo filosófico y aprendió también que el conocimiento de historia es imprescindible para cualquier oficio, pero sobre todo para las relaciones internacionales, dado que “enseña a través de la analogía y no de máximas”. Su mentor de Harvard fue el profesor William Yandell Elliott, que le obligó a leer a Kant y le recomendaría como asesor al presidente Kennedy. En la misma época forjó su amistad con Nelson Rockefeller (cuya candidatura apoyó en tres ocasiones en las primarias del Partido Republicano). Trabajó como asesor personal de ambos a la vez. El éxito de su libro sobre las armas nucleares le abrió puertas de la Casa Blanca, y ha sido Obama, de todos los presidentes de los EE.UU. desde Kennedy en adelante, el único que nunca le ha pedido consejo sobre política exterior. Su cuarta etapa vital se inauguró con su primera visita a Vietnam (1965) como enviado del presidente Johnson, donde aprendió que la guerra que allí libraban los EE.UU. era de un nuevo tipo y que la imagen que de ella tenían los políticos de la Casa Blanca no coincidía con la realidad. La guerra de Vietnam fue el punto de inflexión en la vida de Henry Kissinger: ya en 1963 dijo que había que buscar una manera diplomática del salir del embrollo, por haber concluido que la potencia más poderosa del mundo no tenía capacidad ni estrategia para luchar contra el Vietcong. Durante 1967 y 1968 intentó encontrar esa salida diplomática en las negociaciones con Hanoi, celebradas en París, lo que convencería a Nixon para nombrarle asesor de Seguridad Nacional. La guerra de Vietnam convirtió al académico en político y al idealista en realista.

Otro de los propósitos de Ferguson, logrado a medias y que el mismo título del libro apunta, es demostrar que Henry Kissinger fue un idealista y no un despiadado Maquiavelo americano. Es cierto que nunca fue un idealista al estilo del presidente Woodrow Wilson, ya que no creía en una paz universal mediante leyes internacionales y seguridad colectiva, porque consideraba que llevaría a una parálisis política: “la insistencia en la moralidad pura en sí misma es la postura más inmoral de todas”, afirmaría en una carta de 1956. Su idealismo fue más bien filosófico, como se refleja en un trabajo estudiantil –The Meaning of History– sobre los conceptos de la filosofía de la historia y el de la paz perpetua de Kant. En varias ocasiones el mismo Kissinger ha reconocido que Kant y Spinoza contribuyeron mucho más a su formación que Maquiavelo o Bismarck.

Para demostrar el idealismo de Kissinger, el historiador británico esgrime su antimaterialismo, su hostilidad hacia todas formas de determinismo económico. En su libro The Necessity for Choice (1961) definió lo que creía que era necesario para ganar la Guerra Fría: “A menos que seamos capaces de hacer el concepto de libertad y el respeto a la dignidad humana significativos para las nuevas naciones, la competencia económica entre nosotros y el comunismo no tendrá sentido”. La dimensión ética y no el puro idealismo debería ser el meollo de la política exterior americana.

El empeño de Ferguson en demostrar que Kissinger es un idealista está teñido de revisionismo, pues, aunque sea cierto en lo referido a posturas intelectuales, no deja de ser una réplica a los que atacan a Kissinger por su Realpolitik. Pero esto, que tiene que ver con la moda académica norteamericana de encajar los actores políticos en la teoría de relaciones internacionales, no disminuye el valor extraordinario de su ensayo. Sus obras anteriores son una síntesis de historia económica, diplomática y militar o, en sus palabras, “una comprensión de la naturaleza del poder y de las causas de la guerra y de la paz”. La biografía de Henry Kissinger es su libro más original; por su estructura y su hilo conductor –el aprendizaje– y por haber encontrado un equilibrio entre el relato biográfico de un personaje tan complejo y controvertido y la historia del siglo XX: la vida de Kissinger transcurre entre la tragedia de los judíos en la Alemania nazi y la emigración a Nueva York, entre la destrucción de la Segunda Guerra Mundial y la amenaza nuclear de la Guerra Fría. No se puede entender sin la historia del siglo XX (y viceversa).

El propósito del volumen venidero, según el historiador británico, será averiguar si un idealista puede mantener sus ideales en el mundo real del poder. El lector que conoce los años del ejercicio del poder de Kissinger ya sabe que no. Sin embargo, no tiene importancia, porque lo que ha dado sentido a la vida de Henry Kissinger, (a punto de cumplir 93 años) ha sido su capacidad de aprender y no la condición teórica de idealista o de realista.

MIRA MILOSEVICH