Ángel Rivero Rodríguez es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid
En febrero de 1848 se publicó uno los panfletos más famosos y reproducidos de la historia: “El manifiesto del partido comunista” o, como se le conoce desde finales del siglo XIX, “El manifiesto comunista”. Sin duda, el tiempo de su publicación, mediado el siglo XIX queda ya muy lejos en la historia europea y habrá quien piense que es un texto que invita más al olvido que a la memoria. Desde luego, hay partes que ya eran viejas en 1848. Así, por ejemplo, la tercera sección, que lleva por título “Literatura socialista y comunista”, es un tostón sin valor alguno, y ya lo era en el tiempo de su publicación original. A pesar de lo cual Marx lo rescató para republicarlo en una revista inglesa. Otras, como la cuarta, titulada “Posición de los comunistas frente a los diversos partidos de oposición”, todavía nos explica la estrategia de oportunismo que anida en los frentes populares desde entonces hasta la fecha, pero tampoco es algo que nos descubra nada ni nos emocione. El valor más memorable de esta última parte radica en que apelando a la franqueza de los comunistas de entonces, confiesa su devoción por la violencia como instrumento de cambio político, la toma violenta del poder del Estado, y llama a la comunión de todos los proletarios en una revolución emancipadora. Las postreras y famosas palabras del texto son: ¡proletarios de todos los países, uníos!
Sin embargo, el pequeño escrito dividido en cuatro secciones todavía tiene actualidad. Y es así, más allá de la calidad épica de su escritura, porque en su afán de profetizar el futuro analiza con perspicacia la novedad del capitalismo de la revolución industrial y de la sociedad a la que está dando lugar. Ciertamente, para escribir el futuro inventa un nuevo hombre universal, el proletario, que guiado por el comunista realizará necesaria e indefectiblemente la utopía de una humanidad rica, igualitaria y en paz. Esta parte, la segunda, titulada “Proletarios y comunistas”, era literatura futurista en el siglo XIX y se convirtió en la pesadilla del socialismo real en el XX: los comunistas crearon sociedades de proletarios, pero no se produjo el milagro de la sociedad rica y reconciliada. Es por ello que la vida como panfleto del “Manifiesto” tuvo poca historicidad: no influyó en acontecimiento alguno en el tiempo de su publicación y quedó durante décadas olvidado. De hecho, como he señalado, no es hasta el siglo siguiente, el siglo XX, cuando sus palabras forman un catecismo en el que se educa a las masas organizadas en el movimiento socialista y comunista. A pesar de que en la crisis que todavía sufre Europa algunos nostálgicos deseen regresar al pasado, esta profecía no volverá a realizarse porque sus protagonistas ya saben que no va a ninguna parte, es una utopía, y ya no hay fe en la religión del comunismo, está muerta.
No, la actualidad del manifiesto radica en su primera parte, titulada “Burgueses y proletarios”. Cierto que para anunciar su profecía escatológica, Marx y Engels trasponían el lenguaje bélico a la historia entera de la humanidad y de esta manera equiparaban la política a la guerra: la historia de la humanidad es la lucha o la guerra de clases. Desde luego esto ha dado lugar a consecuencias funestas para la concordia de la vida en sociedad. Pero pese a todo, el texto mostraba por primera vez la capacidad destructiva y creadora del capitalismo y señalaba de forma sobresaliente que la modernidad era un tiempo de cambio en el que todas las viejas certidumbres quedaban destruidas y sobrevenía lo nuevo e indeterminado. Marx y Engels se muestran entusiastas defensores del poder destructivo, esto es, revolucionario del capitalismo. En el tiempo tonto de los bien pensantes, el lector contemporáneo quedará sorprendido por tan honesta celebración de la destrucción. Pero Marx y Engels, no sólo celebran sino que detallan los rasgos de esa sociedad moderna, y al hacerlo nos señalan de forma rotunda la contingencia del mundo en el que vivimos. Desde luego ya no se sostiene la fe en una salida de la modernidad que restablezca las certidumbres del viejo mundo junto a las ventajas del nuevo. Estamos en la contingencia para quedarnos. Pero Marx y Engels, al describirnos la sociedad moderna con tanta elocuencia, celebrando la aspereza de su realidad, nos comunican algo verdadero, que no se esconde ni se maquilla, y así sentimos que todavía hoy el “Manifiesto” no es un texto antiguo sino plenamente contemporáneo.
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