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LA DEFENSA DE LA AUTONOMÍA

En pocos días celebraremos el cuadragésimo segundo aniversario de la Constitución. Asumida y defendida la Constitución en su integridad, merece la pena recordar lo que significó en su momento y lo que ha significado desde entonces la transformación del Estado operada por el proceso autonómico.

Esa reflexión se puede hacer quedándonos en las deficiencias del funcionamiento del Estado autonómico. Pero la transformación del Estado hacia un modelo de reparto territorial del poder no puede ser juzgada en función de la patología independentista. El independentismo no es la prueba del fracaso del Estado autonómico, sino la negación de este Estado y esta es la razón por la que los independentistas quieren acabar con la autonomía… de los demás.

Ya sea la imposición de la ‘ley Celaá’ o la obsesiva pretensión de quebrar el modelo económico de Madrid, tanto una como otra encuentran en el Estado autonómico su dique más eficaz.

Los que siguen anclados en la exigencia de “acabar con esto de las autonomías” deberían pensarlo con más calma. Porque cuando desde la izquierda y el nacionalismo se habla de una pretendida armonización fiscal que no es tal o se sirve una nueva entrega de pedagogía fracasada como la de la ‘ley Celaá’, después de negar al español la condición de lengua vehicular en España, lo que se busca no es otra cosa que “acabar con esto de las autonomías”, las autonomías que aquellos no controlan.

La autonomía es una forma de distribución del poder, en este caso, territorial. Un Gobierno como el de Sánchez es el mejor argumento para reconocer al Estado autonómico su importancia y utilidad en el diseño de nuestro sistema democrático. Tanto que lo que merece ser defendido –desde el español hasta la decisión, en el marco de la legalidad, sobre el nivel impositivo de una comunidad– se puede hacer gracias a la autonomía. Gobernar un Estado sin el contrapeso territorial del marco autonómico es el sueño distópico de Frankenstein y no hay que ayudarle a que lo haga realidad.