Habrá que guardar muy cuidadosamente las declaraciones del ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, en el mitin del Partido Socialista ayer en Getafe. Y habrá que guardarlas no solo por sus efectos políticos sino también por sus posibles consecuencias jurídicas. El ministro del Interior tacha al primer partido de la oposición de “organización criminal” y adelanta la condena en una serie de casos que se encuentran bajo instrucción judicial. Para rematar su descalificación acusa al Gobierno de la Comunidad de Madrid presidido por el PP de “gobierno del odio”, muy en línea con el vergonzoso manifiesto de los izquierdistas de guardia que, con una notable deshonestidad intelectual y biográfica, además de su conocida obnubilación sectaria, hablan de “26 años de infierno en Madrid”.
Ocurre que Grande-Marlaska, que califica al PP de organización criminal, es el jefe de la Fuerzas de Seguridad y tras el caso Pérez de los Cobos sabemos cómo se las gasta cuando se trata de interferir en las investigaciones de interés político, hasta llegar a la desviación de poder, como han sentenciado los tribunales. Además, Grande-Marlaska es un destacado miembro del Gobierno del que depende la Fiscalía, cuya relación con el Ejecutivo se encuentra en la mira de la Unión Europea. Nunca se ha visto una destrucción más acabada y grosera de la presunción de inocencia como la que ha consumado el ministro del Interior, cuya presencia en el Gobierno contamina de manera irreversible la actuación independiente de los tribunales –y no por culpa de estos–, compromete la posición de la Fiscalía y empaña con la sospecha la investigación de las Fuerzas de Seguridad.
La de Grande-Marlaska es la historia de una acelerada degradación profesional. De ser el juez que ordenó la detención de Otegui durante la negociación del Gobierno de Rodríguez Zapatero con ETA y Batasuna, y ser acusado por Jesús Eguiguren de querer reventar el mal llamado “proceso de paz” para hacer méritos ante el PP, ha pasado a blanquear con sus traslados a los condenados de ETA y a ignorar el escándalo cotidiano que supone que él y el Gobierno al que pertenece se apoyen en una fuerza como Bildu, que esa sí que no ha condenado ni una sola de las atrocidades de ETA.
¿Qué diálogo, qué acuerdos, qué unidad puede reclamar del primer partido de la oposición un Gobierno que lo deslegitima de la manera brutal en que lo ha hecho su ministro del Interior?
Cuando el ministro de Interior calumnia a la oposición democrática, cuando se utiliza el Boletín Oficial del Estado para el ajuste de cuentas, cuando se pretende ocupar el gobierno de los jueces y se incurre en desviación de poder para controlar las investigaciones en beneficio político propio, cuando se pide la normalización del insulto, se exalta a ETA por querer destruir la Transición, se firman acuerdos políticos con los que nunca han condenado el terror etarra, cuando se justifica el acoso al adversario y la violencia callejera en Cataluña, no hay cortina de humo ni escándalo impostado que pueda ocultar la insoportable doble moral –si es que puede llamarse moral– de esta izquierda que ha perdido el control de sí misma y el sentido de la lealtad democrática con el destructivo propósito de engordar a los extremos.