Si estas elecciones se ventilan sin hablar de economía como pretende el Gobierno de Sánchez, será una suerte de fraude democrático como, a la vista de las promesas y de los resultados, lo fue el de 2008.
“El 10 de enero de 2008, a escasos dos meses de las elecciones generales que se celebraron el 9 de marzo y a menos de un año de la mayor crisis económica de la historia de España y del resto del mundo, José Luis Rodríguez Zapatero, a la sazón presidente del Gobierno de España, acusaba de “antipatriotismo” a los que, según él, hacían cundir injustificadamente el “alarmismo económico”. Es más, amparado en unos buenos datos de consumo de la campaña de Navidad de ese año, se atrevió a aumentar su apuesta elevando de 1,6 a 2 millones los puestos de trabajo que se crearían gracias a su gestión de la economía, lo que nos conduciría al pleno empleo, por fin, gracias a las políticas socialistas.
Pocas veces en la historia de las democracias liberales se concentró tanta miopía política. Más allá de las buenas intenciones que se le presumen a cualquier Gobierno, lo cierto es que no se crearon los 2 millones de puestos de trabajo, sino que se destruyeron más de 3 millones de empleos en poco tiempo; la pérdida de renta fue la más grave desde que existen estadísticas y pasamos de tener superávit presupuestario a un déficit público de más del 11%. Las crisis nunca son bienvenidas, pero tampoco son inesperadas. Y desde luego, esta vez, las alarmas eran más que evidentes. Los desequilibrios que había acumulado la economía española batían récords de resistencia en los manuales de economía y la vulnerabilidad exterior, expresada en un nivel de deuda en manos extranjeras de los más altos del mundo, era extrema. Y pasó lo inevitable.
Hoy, a poco menos de un mes de las elecciones del 28 de abril, es inevitable tener la sensación de que no hemos aprendido nada de los episodios pasados. Si miope fue no anticipar la crisis más grave de la historia que aún mantiene abiertas heridas en nuestra economía, más aún es no prepararse para un futuro que nos está enviando alarmas sin cesar. Hemos dejado atrás el punto de máximo crecimiento del ciclo económico. Las incertidumbres geopolíticas y el avance del proteccionismo ya se notan en las exportaciones españolas, anulando e incluso haciendo negativa la contribución del sector exterior al crecimiento económico de los próximos años. El parón de nuestros principales socios comerciales, especialmente Alemania y Francia, ha llevado a la producción industrial a registrar tasas de crecimiento negativas. Las empresas, con capacidad de financiación positiva, mantienen, sin embargo, la inversión en un nivel inferior al de equilibrio a la espera de aclarar las muchas incertidumbres que genera el sistema político español en un entorno global de riesgos múltiples como el que estamos atravesando.
Utilizar la percepción de que la economía va bien y va a seguir bien para justificar las alegrías presupuestarias de los viernes electoralistas del Gobierno es temerario. Tras casi seis años de crecimiento intenso, la economía española no ha logrado bajar la tasa de desempleo del 13-14%; el déficit público previsto para este año, seguramente, superará el 2,5%, incumpliendo el objetivo europeo y alimentando una deuda que se ha consolidado en los alrededores del 100% del PIB. Es cierto que España ha saneado su sistema financiero; es cierto que hemos rebajado la deuda externa; es cierto que el sector inmobiliario en España, aunque muy dinámico recientemente, no alcanza los niveles de inflación que alcanzó durante la burbuja. Pero también es cierto que se han extremado las políticas monetaria y fiscal, hasta el punto de haber agotado, según muchos analistas, el margen real desde el sector público si hubiera que afrontar nuevas dificultades. Y siendo esta la situación, tenemos un Gobierno cuya irresponsabilidad electoralista ahonda en el mayor desequilibrio que nos acecha, que no es otro que el déficit público y la elevada deuda pública. El BCE no ha podido ser más concluyente en su informe anual. España esconde un déficit estructural creciente que no sólo no se está atacando sino que se está alimentando irresponsablemente.
Son muchos los problemas estructurales de nuestra economía y más los que seguiremos acumulando a base de desviar la atención de lo que más afecta a los ciudadanos en su día a día. Conviene recordar que la agenda reformista quedó estancada en el largo periodo de inestabilidad política del que todavía no hemos salido y que, en buena medida, el ciclo económico, ahora en fase de clara ralentización, es fruto de esfuerzos pasados de los que no podremos vivir indefinidamente.
Uno de los principales problemas estructurales de España es la incapacidad de la izquierda política para generar un discurso económico sostenible; la permanente inconsistencia temporal entre objetivos y herramientas; la nula voluntad de abandonar planteamientos de clase que están trasnochados, pero que sirven y legitiman políticas cortoplacistas paradójicamente injustas; la poca ambición por encontrar otra vía para el crecimiento económico y el bienestar común que no sea el déficit y el endeudamiento creciente. El socialismo español no sólo no ha extraído la moraleja del cuento de la cigarra y la hormiga, sino que pretende hacernos creer que la hormiga es la mala del cuento.
Nos estamos jugando mucho en las elecciones del 28 de abril. El Gobierno que salga de las urnas tendrá que lidiar con situaciones económicas complicadas –dejémoslo ahí–. Las políticas que pongamos en marcha en los próximos años –o la incapacidad para hacerlo– determinarán la profundidad y el impacto de esa crisis en las economías de las familias españolas. Si estas elecciones se ventilan sin hablar de economía como pretende el Gobierno de Sánchez, será una suerte de fraude democrático como, a la vista de las promesas y de los resultados, lo fue el de 2008. Hablemos de economía con responsabilidad”.