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La excepcionalidad de Margaret Thatcher

Cuando se cumple un año del fallecimiento de la “Dama de Hierro”, parece obligado realizar una glosa sobre su figura y liderazgo político. Margaret Thatcher fue una estadista de talla universal. Este hecho no sólo obedece a sus tres victorias electorales (1979, 1983 y 1987) sino a la fidelidad que mostró siempre hacia sus principios, dentro de los cuales sobresalió la defensa sin hipotecas de la libertad, a la que unió un concepto en desuso (entonces y ahora): responsabilidad. «

Alfredo Crespo Alcázar es investigador agregado del Instituto de Estudios Riojanos (IER)


Cuando se cumple un año del fallecimiento de la “Dama de Hierro”, parece obligado realizar una glosa sobre su figura y liderazgo político. Margaret Thatcher fue una estadista de talla universal. Este hecho no sólo obedece a sus tres victorias electorales (1979, 1983 y 1987) sino a la fidelidad que mostró siempre hacia sus principios, dentro de los cuales sobresalió la defensa sin hipotecas de la libertad, a la que unió un concepto en desuso (entonces y ahora): responsabilidad. Para Thatcher, libertad y responsabilidad se hallaban indisolublemente vinculadas. No se trataba de una afirmación vacua o retórica. Al contrario, arrastraba una crítica velada a la forma en que su país venía gestionándose, con un Estado sobrecargado que había convertido al hombre en un ser carente de aspiraciones, ajeno a toda ética de trabajo, ahorro y autorrealización, tras minar previamente su capacidad de elección.

En 1996, al margen ya de responsabilidades políticas, con motivo del homenaje tributado por el Centre for Policy Studies a uno de sus más fieles colaboradores, Keith Joseph, manifestaba que “el Estado es el sirviente, no el amo; es guardián, no colaborador; árbitro, no jugador”. Consecuentemente, todo aquello que minara la libertad del individuo, suponía para ella una cortapisa para el desarrollo de la sociedad.

En su defensa de la libertad fue realista a la hora de exponer el listado de sus enemigos, dentro de los cuales el comunismo ostentaba posición de privilegio. Este aspecto es fundamental a la hora de analizar sus ideas y su figura. En efecto, cuando se convierte primero en líder del Partido Conservador (1975) y posteriormente en primera ministra (1979), el panorama que percibe es desolador. El mundo occidental había renunciado deliberadamente a plantar cara al comunismo. De hecho, en muchos casos había preferido la comodidad de aceptar la superioridad moral de la doctrina asociada a referentes como Marx, Lenin o Stalin.

Margaret Thatcher no aceptó esta suerte de “destino inexorable” y luchó para invertirlo. En dicha tarea contó con un aliado de excepción en la figura de Ronald Reagan, revitalizando así la “special relationship”. El derribo del Muro de Berlín y la aclamación con que fue siempre recibida en los países bajo la égida soviética, simbolizaron el agradecimiento por su labor en el triunfo sobre la tiranía comunista. De hecho, el aperturismo y reformismo de Mihail Gorbachov siempre encontró un gran apoyo en la dirigente británica.

Tras la victoria sobre el comunismo Thatcher mantuvo la vigencia de su ideario y su carácter de estadista adaptado al nuevo escenario de post Guerra Fría. Así, advirtió del error que podría cometer el mundo libre si caía en la autocomplacencia, puesto que aún existían amenazas a la seguridad y a la libertad. Y esto debía traducirse en la obligatoriedad de una defensa occidental fuerte, articulada principalmente a través de la OTAN, porque, insistía, “los enemigos de la libertad tienen gran capacidad para travestirse”.

El relativismo fue ajeno al modus operandi de Thatcher. De haber optado por aquél, no habría alterado la dinámica por la que transitaba el Partido Conservador durante los años 70, cuando se había mimetizado sin recato con el Labour Party, siendo tarea compleja distinguir a uno del otro. Políticamente incorrecta, rechazó el consenso de postguerra al que definió como un “fraude”, y del que responsabilizó en un alto porcentaje a su partido. Sin rubor, ella proclamaba que “fue esa flaqueza fundamental en el corazón del conservadurismo la que aseguró que incluso los políticos conservadores se consideraran a sí mismos destinados meramente a administrar un rápido cambio hacia algún tipo de Estado socialista”.

Sus ideas, que no eran nuevas pero sí revolucionarias, calaron primero en la sociedad británica, luego en su formación y, más tarde, en su gran rival, el Partido Laborista. Este último, ingenuamente, durante el liderazgo de Michael Foot (1979-1983) trató de derrotar a Thatcher con un programa de extrema izquierda, vertebrado alrededor de reivindicaciones demagógicas como la apuesta por el desarme unilateral del Reino Unido o la consideración de la Comunidad Económica Europea como un club de capitalistas. Obviamente, con tales posicionamientos (que ni Clement Attlee, Hugh Gaitskell o Harold Wilson se hubieran atrevido a suscribir), la derrota laborista de 1983 pasó a la historia asociada al vocablo “debacle”.

Tony Blair tomó buena nota del discurrir de los acontecimientos en el Reino Unido durante los años ochenta. Cuando sucedió en el liderazgo a John Smith (1994), eliminó la influencia marxista que habitaba en el Labour Party e introdujo en su filosofía aspectos esenciales del thatcherismo: desde los postulados económicos (defensa del libre mercado), a los de naturaleza política (que el gobierno haga cumplir la ley), sin olvidar aquellos relacionados con las cuestiones de seguridad (relación prioritaria con Estados Unidos).

Margaret Thatcher fue un personaje excepcional, para su país (que dejó de ser el enfermo de Occidente) y para el mundo. Más allá de los análisis que ilustren la mejoría de la economía británica durante su mandato o prioricen sus éxitos electorales, son los principios de responsabilidad, libertad y seguridad que ella defendió los que deben prevalecer como su gran legado.

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