Pablo Guerrero es analista en el Área de Internacional de la Fundación FAES
El pasado 19 de marzo, la Asamblea Nacional de Venezuela, dominada por el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), solicitó a la Fiscalía General la apertura de investigación sobre las actividades presuntamente subversivas de la diputada por el estado de Miranda María Corina Machado. El chavista Diosdado Cabello, presidente de la Cámara, responsabilizó a Machado de ser “instigadora y cómplice” de las muertes acaecidas en el país sudamericano desde el 12 de febrero, fecha de inicio de las protestas contra el régimen presidido por Nicolás Maduro. La oprobiosa resolución del Parlamento venezolano coincidió en el tiempo con la detención de dos alcaldes opositores, Daniel Ceballos, regidor de San Cristóbal, acusado de “rebelión civil”, y Vicencio Scarano, alcalde de San Diego, a quien el Tribunal Supremo, un órgano dominado por el chavismo, ha condenado a 10 meses y 15 días de cárcel por incumplir la orden de retirar las barricadas levantadas por la oposición. No se puede olvidar que otro valeroso líder opositor, Leopoldo López, permanece desde hace más de un mes recluido en la prisión de Ramo Verde, desde donde ha exhortado a los venezolanos amantes de la libertad a continuar protestando pacíficamente contra un régimen que es, en atinadas palabras de López, “corrupto, ineficiente y antidemocrático”.
Resulta evidente, pues, que el régimen bolivariano se ha despojado de la máscara democrática que lució en vida de Hugo Chávez y, decidido a descoyuntar la movilización de las fuerzas opositoras en las calles, está reprimiendo brutalmente tanto a los jóvenes que se manifiestan pidiendo justicia como a aquellas personalidades de la oposición que merced a su popularidad, arrojo y decisión están en condiciones de liderar un cambio pacífico en Venezuela. El llamado “socialismo del siglo XXI” muestra ahora su verdadera faz: represiva y totalitaria.
En efecto, y como ha denunciado María Corina Machado, la revolución bolivariana ha instituido un régimen de poder que ha ido adueñándose de los tres poderes del Estado por antonomasia, legislativo, ejecutivo y judicial, acabando así con su independencia. Asimismo, ha asumido el control del poder electoral, lo que le permite incurrir en fraudes como el perpetrado en las últimas elecciones presidenciales, y comprado con éxito voluntades en el seno de las Fuerzas Armadas, asegurándose así, de momento, la lealtad del estamento castrense.
Mas estos desafueros definen a un régimen autoritario, no totalitario, de acuerdo con la distinción clásica establecida por Hannah Arendt. La naturaleza totalitaria del chavismo-madurismo obedece a su voluntad expresa de introducirse en la sociedad, de perpetuar la revolución mediante el adoctrinamiento en las escuelas, de destruir toda institución social, por natural y venerable que sea, juzgada contraria al orden revolucionario. Estamos hablando de una dictadura pura y dura, que no obstante, se distingue de los totalitarismos del siglo XX por reunir, como brillantemente ha señalado el profesor Xavier Reyes, características premodernas (caudillismo), modernas (marxismo-leninismo) y posmodernas (pensamiento débil y bioideologías).
No obstante, si la gente se ha echado a la calle de forma masiva desde el pasado 12 de febrero no ha sido solamente por la falta de libertad política, sino también por el deterioro brutal de las condiciones de vida en el país en los últimos años. La gente protesta por la inseguridad que se vive en el país, particularmente en Caracas, convertida en la ciudad más violenta del mundo. El desabastecimiento de productos básicos, los cortes en el suministro eléctrico o la galopante inflación son fenómenos que golpean duramente a las clases medias de Venezuela y que ponen de manifiesto el fracaso sin paliativos que representa la revolución bolivariana, que no solamente ha conculcado derechos y libertades fundamentales, sino que también ha quebrantado mediante su irracionalidad, ceguera y cortoplacismo el nivel de vida de buena parte del pueblo venezolano. Como Estado, entendido éste como un instrumento racional que asume en régimen de monopolio el recurso a la fuerza y que se orienta, siempre subordinado a la ley, a la elevación del bienestar material de los ciudadanos, el balance de la Venezuela bolivariana no puede ser peor.
Dada la crítica situación que vive el país, con más de 30 muertos, según las cifras oficiales, en las calles y varios líderes opositores en prisión o en peligro de ser encarcelados por delitos de los que son inocentes, resulta censurable la tibieza de los organismos internacionales. La Organización de Estados Americanos (OEA), organismo de cooperación fundado en el noble principio de unidad hemisférica, demostró su escaso interés por la causa de la libertad y la democracia en Venezuela con su resolución del 7 de marzo, que implícitamente respaldaba la represión de las protestas, eludía cualquier referencia a la oposición y legitimaba el foro de diálogo promovido por Maduro (que Leopoldo López ha calificado de “teatral”). Sin embargo, la indiferencia devino ignominia el vienes 21 de marzo, cuando el Consejo Permanente de la OEA, con los votos de los países del ALBA y de los Estados caribeños receptores de petróleo venezolano a precios subvencionados, estableció que la prevista comparecencia de María Corina Machado, a la que Panamá había cedido gentilmente su asiento, tuviese lugar a puerta cerrada. La actitud pusilánime, cuando no cómplice, de éste y otros actores de la sociedad internacional hacia los atropellos perpetrados por el régimen venezolano contrasta escandalosamente con las severas medidas aplicadas contra Honduras, suspendida como miembro de la OEA, y Paraguay, suspendido como miembro del Mercosur y de Unasur, tras las remociones de los presidentes Manuel Zelaya y Fernando Lugo, respectivamente.
En esta hora decisiva, Venezuela precisa el esfuerzo mancomunado dentro de sus fronteras de todos los que ansían la libertad, la democracia y la justicia. Ahora resulta más necesario que nunca que la oposición política permanezca unida a fin de fortalecer su resistencia al chavismo y poder así concebir un proyecto integrador para la Venezuela del futuro. No obstante, los esfuerzos de la oposición venezolana serán infructuosos si los principales actores internacionales continúan mirando para otro lado. En definitiva, ¿cuánta gente tiene que morir, cuántos opositores deben dar con sus huesos en la cárcel, cuántos derechos y libertades tienen que ser vulnerados para que la comunidad internacional reaccione?
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