«Antes de dar lecciones de higiene, vengan ustedes lavados». Es la respuesta que obtuvo Feijóo en el Senado de un presidente del Gobierno decidido a reventar cualquier debate.
Se supone que en un sistema parlamentario el Ejecutivo se somete al control de las Cámaras. Tras dos semanas en que el Gobierno ha tenido que afrontar la opacidad de los sucesos de Melilla, la supresión del tipo de sedición a instancia de los sediciosos, el amago de retocar pro domo el delito de malversación, y en que se han evidenciado los efectos deletéreos de la chapuza legislativa conocida como Ley ‘del sí es sí’, era previsible que el líder de la oposición se interesase acerca de todos esos asuntos desde una perspectiva algo crítica.
Sin embargo, y por desgracia, lo más previsible de todo era la reacción de Pedro Sánchez. Que no es ningún temible polemista, pero resulta eficaz prodigando variaciones del “manzanas traigo” y abusando de la técnica que en psicología llaman ‘proyección’: eso de gritar “¡me escupen!” mientras se asesta un salivazo.
Así que volvimos a asistir al monótono espectáculo de las imputaciones de radicalización crispadora hacia el PP, mientras se aprovecha la respuesta a cualquier minoría radical para halagar su buena disposición y contrastarla con la antipatriótica actitud de la derecha más irresponsable de la galaxia.
En la ocasión comentada la performance ha ido más allá del dadaísmo: con el senador Cleries, de Junts per Catalunya, sosteniendo la arriesgada tesis de que el Gobierno manosea el Código Penal para encarnizarse con el independentismo; y con Sánchez –del tempestuoso fortissimo que emplea contra la ‘reacción’ al meloso pianissimo de sus romanzas al secesionismo– recordando la mejora (de la cuerda independentista) de cuya autoría presume.
Las almas bellas que proliferan en el negociado del análisis político, devotas de la simetría, suelen resumir jornadas como ésta aludiendo al “preocupante clima de crispación” que vive el país y al “hartazgo de bronca” que satura a la opinión. Como si fuese difícil deslindar responsabilidades por el clima tóxico que envenena el debate público español.
Nada de eso altera la evidencia aplastante de que España padece un Gobierno que ni sabe parlamentar ni sabe legislar; sencillamente porque no sabe gobernar.
En rigor, Pedro Sánchez no ha gobernado un solo día. Durante algo más de cuatro años y medio ha dirigido una larga y carísima campaña publicitaria vendiendo un solo artículo: él mismo. Sin más ambición que durar, el Gobierno afronta ahora el tramo final de la Legislatura acentuando su vocación polarizadora, acumulando latiguillos y dicterios.
Puede concederse a la política cierto derecho preferente al uso de frases hechas: nada ni nadie necesita tanto de ellas; para ganar tiempo, puesto que ahorran razonamientos, y para impresionar a los auditorios, ya que suelen ser de fácil efecto. Pero cuidado con extremar su uso hasta el abuso: la utilidad instrumental se convierte entonces en fraude; momento en que los vendedores de burras viejas deben abandonar su trajín doloso.
El sanchismo, enfermedad infantil de la izquierda española, no disimula su intención de abordar 2023 a toda máquina populista, con la red echada a babor para arrastrar el voto que encuentre por ese lado, y en rumbo de colisión contra la mitad del país.
El Gobierno que se reclama de la “mayoría social” sigue haciendo de la polarización un recurso explotado sin pudor. Lleva meses en precampaña, proponiendo como parteaguas electoral el esquema binario de siempre: la abnegada defensa de lo público frente a la rapacidad de los intereses particulares; la guerra santa de los cruzados del bien común contra los mercenarios del negocio; la “gente” contra los cenáculos donde se fuma y se conspira. Un planteamiento sin espacio para la convivencia civil. Porque no se objeta el error del adversario; se recusa su naturaleza. El PSOE hace suyo el arsenal de un populismo con su marca en crisis para taponar cualquier rebrote por su izquierda. Pocos como Sánchez para vestir chaqueta atlantista en las cumbres y afectar peronismo descamisado en las plazas.
Por desgracia, la demagogia no solo menoscaba el crédito de los demagogos. Si los charlatanes disponen del BOE, sus desatinos son de obligado cumplimiento. Lo estamos viendo estas semanas. El sanchismo es peor que ridículo, es altamente corrosivo. Divide a la sociedad y fragmenta en bloques irreconciliables el sistema político.
La pretensión socialista de deglutir Podemos, supone tragarse, también, su agenda NeoCom. Y en esa agenda las “políticas de identidad” ocupan un lugar central. Políticas que parasitan la sociedad, urgida a colmar una demanda perpetuamente insatisfecha de “reconocimiento” y recursos; políticas desatentas al interés general, absorbidas en un activismo tan frenético como estrecho, cuando la redistribución queda reducida a sortear recursos cada vez más escasos entre aspirantes al título de víctima más vulnerable. Así es como las víctimas auténticas quedan postergadas en beneficio de colectivos más rutilantes, con mayor impacto político y ya en posesión de cierta “renta moral”.
El activismo identitario usa el Estado como cajero automático: se depende de él sin guardarle lealtad. Los vínculos sociales se van erosionando, porque cada colectivo busca en lo común la satisfacción de su interés exclusivo; cuando se advierte su incompatibilidad, el proceso de desintegración social puede haber llegado muy lejos.
El sanchismo no sólo alimenta ese proceso. También funciona como principal factor de polarización política. Vive de ella, prospera fomentándola. Sánchez ya ha decidido la apelación al voto radical para lanzar la segunda edición de Frankenstein. Corregido y aumentado, porque eso implica volver a presentarse como el candidato de Bildu y ERC en Madrid y, en consecuencia, dar continuidad a cesiones tangentes al punto de no retorno constitucional.
Para aquellos cuyo programa explícito consiste en la voladura de la nación, Sánchez refresca la oportunidad de liquidar lo inaugurado en 1978 si acaba controlando el Tribunal que puede atajarlo. En cualquier hipótesis sanchista, la invariante es la exclusión ‘sine die’ del PP como alternativa.
No lo tiene fácil. No se esconden debajo de cualquier alfombra las mentiras acumuladas estos años. Al electorado se le va a hacer cuesta arriba aceptar que Junqueras y Otegui sean compañías “progresistas” convencionales y con suficiente sentido de Estado como para invitarles a dirigirlo en mesa a mantel puesto.
En este contexto, se hace urgente revisar algunas ideas convencionales acerca de lo “moderado” y lo “radical”. Son tan irrenunciables valores como la prudencia política, la moderación, el equilibrio y el buen sentido, que resulta especialmente grave confundirlos con sucedáneos fabricados por oportunistas.
Bien está la doctrina del justo medio cuando uno se atiene a su formulación originaria: la virtud estará en medio siempre que los extremos de los que equidista sean, ambos, viciosos. Pero se falsifica groseramente a Aristóteles al exhortar a cualquiera, para tener la fiesta en paz, a ocupar un sitio intermedio entre, digamos, un vegano y un caníbal. Porque no existe ‘justo medio’ entre el esnobismo y el crimen.
Nos gobierna una coalición radical acosada por la realidad. Y eso tendrá consecuencias. El legado deFrankenstein no quedará acotado al consabido descuadre presupuestario, subsecuente a todo mandato socialista. Habrá que sumar a eso el destrozo institucional, el fomento -por lasitud cómplice- de la radicalización nacionalista, el envilecimiento de la calidad de la enseñanza, el revisionismo histórico, la impunidad política de los testaferros del terrorismo.
A diferencia de las sucesiones civiles, los legados políticos no admiten el beneficio de inventario. Derrotar al PSOE será asumir en bloque las consecuencias íntegras de sus años de gobierno. Por tanto, la necesidad de ir más allá de la gestión aseada. La bancarrota intelectual y política del socialismo español que inició Zapatero pone al PP en una difícil tesitura.
Puede que una de sus principales tareas acabe siendo -una vez en el gobierno- educar a la oposición que, en su día, lo releve. El interés nacional a largo plazo exige que cuando llegue ese momento, el PP sea derrotado por otro partido igualmente leal a la nación.
Nuestra realidad política tiene rasgos inéditos. Pero, en el fondo, reproduce una situación descrita muchas veces, con variedad de tonos y palabras. De las que pueden recordarse, no son las menos elocuentes éstas que el conde Molé dirigía a una Cámara postrevolucionaria: “No es tan fácil reconstruir como destruir. Cuando se demuelen los cimientos mismos del edificio, las reparaciones devienen imposibles. Luego, si se reconstruye, es sobre otro nivel; ¡y Dios quiera que los futuros arquitectos no hereden de nuestras faltas el programa imperativo de la solidez a cualquier precio!”
Vicente de la Quintana es analista político y escritor