Idioma-grey

La herencia que recibió el presidente de Colombia Iván Duque Márquez

Share on facebook
Share on twitter
Share on email
Share on whatsapp
Share on linkedin

Rodrigo Pombo es profesor universitario y miembro de la Red FAES en Colombia.

El presidente debe hacer frente a una difícil situación macroeconómica y a la diáspora venezolana con una nación sísmicamente dividida. Debe hacerlo además sin contar con mayorías parlamentarias y dando respuesta a los reclamos de una cada vez más envalentonada oposición de izquierdas que pide el cumplimiento de unos acuerdos con el narcoterrorismo incumplibles desde su origen.

El nuevo, joven y brillante presidente de Colombia no lo tiene fácil. Heredero de uno de los momentos más críticos de la vida republicana o, por lo menos, de la vida contemporánea del país, ha decidido jugar sus cartas de manera extraña, si por extraña entendemos llevar a cabo la más grande reforma política de todos los tiempos sin siquiera presentar algún proyecto de ley que pretenda transformarla. Ha decidido no comprar las conciencias de los políticos del parlamento para ganar gobernabilidad, lo cual, en Colombia, constituye la más grande innovación cultural del quehacer político en la patria de Bolívar.

Y lo ha hecho a sabiendas de ‘perder’ las mayorías parlamentarias (si es que acaso las tuvo alguna vez) y de recibir una nación enteramente dividida por cuenta de un plebiscito refrendatario para aprobar los acuerdos alcanzados entre el Gobierno del Dr. Juan Manuel Santos y los exterroristas de las FARC.

Con los Acuerdos de La Habana, lo que debió haber sido una auténtica política de Estado frente al flagelo de la criminalidad organizada, terminó convirtiéndose en una burda postura de gobierno que dividió a la nación colombiana para conseguir unos resultados –algunos positivos, sí, como la desmovilización de 12.000 excombatientes–, aun cuando francamente insuficientes, por lo menos de cara a las expectativas generadas (310 folios de promesas). En suma, unos acuerdos sabidamente incumplibles por los costos fiscales que ellos representan y que, inexplicablemente, hacen parte del bloque de constitucionalidad según el Congreso de la República. Ese es parte del “glorioso” legado que recibió el presidente Iván Duque Márquez.

Como si la división nacional fuese asunto de poca monta, ya desde el año 2016 los fundamentales macroeconómicos empezaban a mostrar sus flaquezas, su descenso; no por la caída de los precios del petróleo exclusivamente, como pretende hacer valer el gobierno saliente, sino por cuanto se colocó toda la atención del gobierno en aprobar los acuerdos con las FARC, incluso en contra de la voluntad popular expresada en las urnas. El poder soberano dijo NO pero el ‘régimen’ dijo SÍ. Así se entiende la democracia en Colombia.

Así las cosas, del olvido del gobierno Santos que le dio la espalda al crecimiento económico y de la soledad vivida por el sector productivo en tantos años, nos queda gran parte de los pesares del momento, de lo cual, espero y aspiro, saldremos con ánimo de vencedores y con aliento patriótico bajo la tea del presidente Duque Márquez.

A esa ya de por sí desalentadora situación, se le sumaron dos tragedias de colosal tamaño. La una, francamente previsible; la otra, extraordinaria, imprevisible y aún no lo suficientemente bien ponderada.

Por una parte, en la ‘era Santos’ se cuadruplicaron los cultivos ilícitos de cocaína (más de 200.000 hectáreas cultivadas) y se disparó la minería ilegal. Empero, lo más traumático de todo, es que la guerra contra la criminalidad encontró su principal obstáculo en una prolongadísima, desgastante e ingente negociación con el terrorismo que desembocó en una sustitución constitucional de tamaño magno. Todo lo cual, de suyo (y todo hay que decirlo), conllevó a la parálisis neta de las fuerzas del orden constitucional. Los criminales se quedaron sin su verdugo. La nación colombiana sustituyó su Carta Política.

Total, se negociaron bien algunas cosas con las FARC, muy bien otras pocas (como la desmovilización y el desarme) y pesimamente mal la mayoría, entre ellas, el tema de las drogas, como causa eficiente del actual conflicto colombiano.

Por el otro lado, nos encontramos con que ‘el nuevo mejor amigo’ del expresidente Juan Manuel Santos, el señor Nicolás Maduro y su régimen, empezaron a exportar con rotundo éxito algo más que petróleo. Empezaron a exportar sus gentes, sus nacionales, sus compatriotas, por miles en un principio, por millares a la postre. Todos, sin excepción alguna, como víctimas del experimento socialista del siglo XXI. La miseria ronda Venezuela y los efectos los padece toda la región y, si me apuran, el mundo entero. Más de 4,5 millones de personas han salido de Venezuela en una ventana de tiempo menor a los 4 años, de los cuales 1,6 se asientan en territorio colombiano.

¿Cómo hacerle frente pues a una difícil situación macroeconómica y a la inconmensurable diáspora venezolana con una nación sísmicamente dividida como la que heredó el presidente Duque? ¿Cómo hacerlo sin contar con las mayorías políticas que permitan la gobernabilidad?, ¿y cómo dar respuesta a los legítimos reclamos de una cada vez más envalentonada oposición política de izquierdas que reclaman el cumplimiento de unos acuerdos con el narcoterrorismo financieramente incumplibles desde su origen?

Esos son algunos de los retos (ciertamente los más relevantes) a los que se enfrenta el gobierno de este joven, brillante y valiente presidente. Su hazaña consistirá en gobernar; en gobernar bien; en administrar el legado de desazón, desunión e incertidumbre que recibió por suerte en sus manos. Y lo hará, quiero creer, con el estoicismo humanista de quien dirige los destinos de un pueblo sin esperar nada a cambio más que saber que se hace la bienaventuranza de unas gentes que por su estoico esfuerzo se merecen lo mejor.

Por eso la gloria de Duque consistirá en pasar a la historia con humildad, con la satisfacción del deber cumplido, de haber salvado una patria que se niega a aceptar el caos y el anarquismo y el socialismo como futuro inevitable.