El Papa Francisco no ha elegido el destino de su primer viaje internacional. Le ocurrió igual en 2005 a su predecesor. Los dos se han encontrado con una Jornada Mundial de la Juventud en sus agendas, en ambos casos a los cuatro meses de su elección, y en un lugar próximo a sus lugares de origen, en Colonia y en Río de Janeiro.
Redactor jefe del semanario Alfa y Omega
El Papa Francisco no ha elegido el destino de su primer viaje internacional. Le ocurrió igual en 2005 a su predecesor. Los dos se han encontrado con una Jornada Mundial de la Juventud en sus agendas, en ambos casos a los cuatro meses de su elección, y en un lugar próximo a sus lugares de origen, en Colonia y en Río de Janeiro.
La primera visita del primer Papa latinoamericano a América Latina ha despertado una expectación extraordinaria. Pero el entusiasmo hubiera sido el mismo en Europa o en Asia. Francisco es profeta en su tierra, y lo sería en cualquier lugar del planeta. Se le escucha con atención, mientras que de Benedicto XVI, buena parte de la opinión pública sólo conoció los prejuicios difundidos por cierta prensa.
La paradoja es que el Papa Ratzinger ha contribuido de forma decisiva a desmotar tópicos y reduccionismos sobre el cristianismo. Lo ha presentado nuevamente con su brillo original, subrayando lo esencial, consciente de que no se pueda dar ya la fe por supuesta. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva», escribía en su primera encíclica, Deus Caritas est.
Ni el cristianismo es un conjunto de dogmas, ni la Iglesia es un bastión que se bate en lucha heroica pero condenada al fracaso contra el progreso. El Evangelio lleva a la plenitud todo lo humano, explicaba Benedicto XVI a los jóvenes en Colonia: «Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo».
Pero sólo puede ser creíble una Iglesia pobre, «liberada de fardos y privilegios materiales y políticos»; sólo una Iglesia renovada y purificada en la fe está en condiciones de transparentar a Cristo y comunicar «la experiencia de la bondad de Dios», advertía en Friburgo, al término de su tercera visita a Alemania.
De algún modo, el ahora Papa emérito dejaba trazado el programa de su sucesor. Hacía falta ahora alguien capaz de encarnar ese mensaje y derribar el muro de prejuicios instalado en buena parte del mundo frente al cristianismo. Los cardenales encontraron a esa persona en Francisco. Con él se ha abierto una nueva etapa, con un cambio de eje geográfico, desde la vieja Europa, a la América Latina llena de vitalidad.
“Hemos venido a adorarle”, a encontrarnos con Jesucristo, fue el lema elegido por Juan Pablo II para la JMJ de Colonia. Ahora, la Iglesia ha entrado en una nueva era, más misionera. El Papa no se cansa de hablar de la necesidad de «salir a las periferias», al encuentro de todos los hombres. “Id y haced discípulos a todas las naciones” es, por cierto, el lema que dejó elegido Benedicto XVI para Río 2013.