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LA HORA MÁS OSCURA

Horas antes de que el Congreso de los Estados Unidos se reuniera para certificar los resultados de las elecciones presidenciales, diez exsecretarios de Defensa emitían un comunicado en el que recordaban a las Fuerzas Armadas su compromiso con la Constitución. ¿Qué podían presagiar estas personalidades para hacer una apelación directa a los militares recordándoles su deber de lealtad constitucional? La respuesta se encuentra sin duda en el asalto al Congreso por seguidores de Donald Trump, la incitación de este a presionar a los legisladores y su increíble –y tal vez delictiva– pasividad contemporizadora con los asaltantes, mientras seguía justificándolos aludiendo a unas elecciones “robadas y fraudulentas”.

Los hechos son de una gravedad extrema y sus consecuencias serán duraderas. La respuesta institucional ha sido la adecuada: concluir el procedimiento constitucional de proclamación de los resultados que confirma a Joe Biden como presidente electo y acabar con el desvarío de Trump. En medio de esta crisis emerge la figura del vicepresidente Mike Pence, que se negó a sabotear la certificación de los resultados y que habría tomado las decisiones cruciales para acabar con el asalto, como la movilización de la Guardia Nacional frente a la posición de Trump. Esta neutralización de Trump debe mantenerse durante los doce días que restan para la toma de posesión de Biden, pero el papel del Presidente saliente en esta hora oscura de la historia de los Estados Unidos está por esclarecer en todos sus extremos, incluidas las responsabilidades que pueda haber contraído.

Joe Biden en su alocución de ayer mientras se desarrollaba la crisis habló de “insurrección que bordea la sedición” y recordó que “las palabras de un presidente importan”. No se ha tratado de una protesta, ni mucho menos esta ha sido pacífica, ni se trata de ningún caso de libertad de expresión ni de desobediencia civil, que son los conceptos que por aquí suelen utilizar los que pretenden legitimar otros procesos sediciosos. Se ha tratado de un ataque al núcleo de la democracia americana incitado por acciones, y muchas omisiones, del presidente Trump y hecho posible por la destrucción de un Partido Republicano parasitado por el discurso populista que se acomoda con facilidad en una sociedad que salió de la presidencia de Obama profundamente dividida.

En el asalto de ayer al Capitolio concurren muchos de los elementos comunes a todos los extremismos populistas. La “indignación” como una nueva categoría que justifica cualquier abuso, la fijación con el Parlamento como objetivo de la fobia populista, el desprecio a los marcos constitucionales y la negativa a aceptar las reglas del juego democrático. El populismo en sus distintas versiones es la mayor amenaza para las democracias y lo ocurrido ayer en Washington da la medida de este peligro. Al hilo de la intervención de Biden, hay que insistir en que las palabras importan y que no se pueden excusar ni “comprender” las expresiones más radicales, destructivas e irresponsables que se han convertido en moneda corriente, por ejemplo en España, porque el discurso, la palabra, es la materia de la política. ¿“Rodear el Congreso”? Solo para defenderlo.

El Partido Republicano, en el que se estaban imponiendo las voces más realistas y sensatas, debe comprender que esta coyuntura en la que se cierra de esta desoladora manera la presidencia de Trump le plantea un desafío existencial. Tiene que reconstruirse, recuperar y modernizar su mejor tradición política y forjar una nueva alianza con sus votantes que no suscriben barbaridades como las presenciadas ayer. Joe Biden enfrenta una presidencia marcada sin remedio por este enorme trauma. Lo peor que podría ocurrir es que los demócratas que ya controlan el Senado se desplacen hacia las políticas de sus sectores más radicales y entiendan que ahora es su turno para seguir profundizando en la polarización, porque eso llevaría a Estados Unidos a una situación límite de la que puede resultar muy difícil volver.

En la oración con la que ha finalizado la sesión del Congreso en la madrugada de hoy, se recordó que “el precio de la libertad es la vigilancia perpetua”. La ruptura de los consensos básicos, la exaltación de la ilegalidad como parte del discurso antisistema del populismo, la brutalización del lenguaje, el desprecio a las instituciones, la exclusión del adversario, son los síntomas de una grave enfermedad de la democracia que también nos afecta como españoles y ante la que hay que mantenerse vigilantes y activos. El asalto al Congreso de los Estados Unidos lo hace más difícil, pero también más necesario e imperativo.