La decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que resuelve las cuestiones prejudiciales planteadas en su día por el instructor de la causa del procés, el magistrado Pablo Llarena, ofrece varias consecuencias, todas ellas de una extraordinaria importancia.
La primera es que la Justicia española queda reivindicada sin sombra de duda en su actuación dirigida a lograr la entrega de los prófugos de la intentona secesionista en Cataluña. La resolución del TJUE, anticipada por las conclusiones que presentó el abogado general el pasado 14 de julio, suscribe íntegramente las premisas desde las que han actuado los jueces españoles. En esa misma medida, deja en evidencia las desnortadas resoluciones de los tribunales belgas -flamencos para mayor precisión- y sus razonamientos tan forzados como perecederos para denegar la entrega de los encausados.
Este aval es aún más significativo porque el Tribunal Supremo, desde el instructor de la causa hasta la Sala sentenciadora, ha tenido que hacer frente a una estrategia política del Gobierno que, objetivamente, ha socavado la acción judicial al favorecer la impunidad de los condenados, bajo la falacia de la «desjudicialización». Primero, con los indultos que, unas veces de manera explícita y otras velada, se presentaron como un remedio de justicia material ante las penas impuestas, de las que se decía que eran excesivas. Más tarde, ha sido la reforma penal que ha derogado la sedición -el delito central de las acusaciones y las condenas- y rebajado la malversación, todo ello sazonado de un argumentario de verdadera desinformación que ha presentado a la Justicia española como un sistema torpe, condenado a cosechar fracasos en Europa.
La segunda consecuencia es que, con este pronunciamiento, se pone coto de manera concluyente a una estrategia de sistemática denigración del sistema judicial español emprendida por Carles Puigdemont y sus acompañantes de Waterloo. Una estrategia que no hay que confundir con el legítimo derecho a la defensa jurídica de quien se encuentra incurso en un procedimiento penal. La base de la defensa de los prófugos ha sido negar a la Justicia española la calidad necesaria para juzgarles de manera imparcial. Han sido libres para alegar contra el sistema democrático español, precisamente, aquellos que en 2017 quisieron reventarlo.
La tercera consecuencia es que la orden europea de detención y entrega queda fortalecida frente a la fragmentación normativa y doctrinal que se observa especialmente en algunos países y a las sombras en la confianza entre sistemas jurídicos y judiciales que es esencial para que la euroorden funcione. Como advirtió el abogado general del tribunal en sus conclusiones, una aplicación de la euroorden que pusiera en cuestión la confianza entre tribunales y el reconocimiento mutuo de sus resoluciones «supondría abrir la puerta al desmantelamiento de un edificio levantado con paciencia».
Este peligro, que nunca ha sido abonado por la Justicia europea, queda ahora conjurado frente a toda duda. La confianza debe primar; la entrega de los reclamados es la norma general y la denegación de la entrega, una excepción que solo puede ser interpretada muy restrictivamente; ningún tribunal nacional puede alegar una causa de denegación que no contemple la normativa europea; el supuesto riesgo para las garantías del reclamado no puede ser un cajón de sastre al que un tribunal pueda recurrir para denegar la entrega; solo si hay una deficiencia sistémica en la protección de derechos fundamentales -y no es el caso de España- se puede valorar ese riesgo en concreto; el tribunal que ha de ejecutar la euroorden no puede entrar a juzgar la competencia para emitir una orden europea del órgano judicial que pide la entrega. Parece claro que la Comisión debe acelerar y reforzar sus iniciativas para cerrar los espacios a esta interpretación arbitraria e insolidaria de la euroorden.
Pero hay una última consecuencia de este fallo y tiene que ver con la construcción de una mentira: la de que los delitos por los que fueron condenados los hasta ahora sediciosos estaban fuera de las coordenadas penales europeas y por eso Puigdemont y sus acompañantes no han sido entregados a la Justicia española. El argumento fue desmontado por la Sala II del Tribunal Supremo en la sentencia del procés, lo ha vuelto a rebatir el magistrado instructor, Pablo Llarena, en su auto del 12 de enero y lo volvía a desmentir el propio comisario de Justicia de la Unión Europea, Didier Reynders, ante el pleno del Parlamento Europeo el pasado 17 de enero Precisamente en ese debate sobre el Estado de derecho en España, Reynders dejó claro que la Unión no tiene nada que decir sobre cómo tipifica un estado miembro delitos como la sedición porque pertenecen a su exclusiva competencia soberana. Lo que también dijo Reynders es que estaba analizando la reforma de la malversación y la rebaja de penas que ha producido la reforma penal, en especial -pero no sólo- por su posible impacto en la protección de los intereses financieros de la Unión.
El Gobierno, en vez de poner en juego todos los recursos jurídicos y políticos para conseguir que los prófugos del procés respondan, ha jugado a la contra, propagando la intoxicación de que nuestra tipificación penal nos situaba fuera de los parámetros aceptables para los tribunales europeos. De ahí a la resignación y de la resignación a intentar convencernos de que la impunidad a plazos de los secesionistas sería el remedio para que nuestros tribunales no quedaran expuestos a nuevos fracasos en Europa. La denegación de la entrega por los tribunales belgas y la estrategia procesal dilatoria de los prófugos han sido utilizadas por el Gobierno cuando menos pasivamente para avalar sus objetivos de «desjudicialización» del procés.
Este aparente buenismo «desjudicializador» recibió una sonora advertencia por parte del anterior presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, quien lo calificó como «la indisimulada pretensión de impunidad de determinadas categorías de sujetos frente al resto de los ciudadanos por el simple hecho de su capacidad de influencia política». Queda claro que si los procesados prófugos del procés no han sido entregados a España se debe a una interpretación de la euroorden por parte de los tribunales belgas que ha sido revocada en todos sus argumentos por la Justicia europea. Y esto vale también para las decisiones de los tribunales alemanes negando la entrega de Puigdemont cuando se le reclamaba por rebelión. Es oportuno recordar que ya entonces los tribunales de Schleswig-Holstein accedieron a la entrega por malversación, aunque entraron a juzgar, indebidamente, sobre el fondo de la acusación de rebelión en vez de limitarse a comprobar que los hechos por los que se reclamaba al ex presidente de la Generalidad también serían constitutivos de delito de haberse cometido en Alemania, cualquiera que fuera el tipo que correspondería aplicar según la ley penal alemana.
Próximamente el Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) resolverá sobre la inmunidad de los prófugos que son eurodiputados. Por su parte, la presidenta del Parlamento Europeo tendrá que decidir sobre la condición de diputados de aquellos que no han cumplido los requisitos que exige la legislación española, como es el caso de Puigdemont, Comín y Ponsatí.
Resuelta la obstrucción judicial de Bélgica y a falta de un próximo fallo sobre la inmunidad de los fugados, el camino de la Justicia debe quedar despejado para que respondan de sus actos. El Gobierno, hasta que no sea sustituido democráticamente, seguirá aferrado al mantra de la «desjudicialización», pero el coste para quien regale impunidad a los secesionistas se ha elevado, precisamente cuando la Justicia española, a pesar del Gobierno, se eleva también sobre el oportunismo de sus detractores.
Javier Zarzalejos es director de la Fundación FAES y Diputado al Parlamento Europeo por el Partido Popular y miembro de las Comisiones del Libertades, Justicia e Interior y de Asuntos Jurídicos