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La musa democrática de Antonio Machado

“¿Soy clásico o romántico?”, se preguntaba Antonio Machado Ruiz en su Autorretrato. Como se sabe, dejó esta cuestión sin respuesta. Lo que no significa que la pregunta careciera de sentido.

Escritor y poeta

 

“¿Soy clásico o romántico?”, se preguntaba Antonio Machado Ruiz en su Autorretrato. Como se sabe, dejó esta cuestión sin respuesta. Lo que no significa que la pregunta careciera de sentido. Para muchos poetas europeos de su generación, la primera generación modernista, era un asunto de importancia crucial decidirse por el clasicismo o el romanticismo. Los otros poetas españoles de la generación de fin de siglo (Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Manuel Machado) tendían a insertarse en la tradición romántica, y tanto de ellos como de sus contemporáneos latinoamericanos diría más tarde Octavio Paz que su modernismo había representado el verdadero romanticismo hispánico, toda vez que el anterior, el decimonónico, no pasó de pura gesticulación retórica en el ámbito de la lengua española.

Por el contrario, en los países que habían conocido un auténtico romanticismo, la poesía modernista estuvo marcada por la búsqueda de un nuevo clasicismo. Influyó en ello la experiencia de la Gran Guerra (a la que los españoles fueron ajenos), considerada por los poetas de la generación combatiente como el resultado trágico de la revolución romántica. Por eso los poetas británicos, por ejemplo, rechazaron la continuidad con el romanticismo que representaba la poesía de Yeats y adoptaron actitudes radicalmente clásicas. De ahí la condena del romanticismo como “religión desparramada” en T.E. Hulme, el rechazo del romanticismo patriótico en Wilfred Owen (ambos, Hulme y Owen murieron en las trincheras) y, posteriormente, la famosa autodefinición de T.S. Eliot (“clásico en literatura, monárquico en política y anglocatólico en religión”) o la reivindicación de las formas clásicas en W.H. Auden, como antídoto y barrera contra “los desmanes del yo”. El propio Yeats, en su poesía de madurez, trató de incorporarse a un clasicismo que identificaba con las ideas de orden y jerarquía.

Antonio Machado trató de ir más allá de esta dicotomía: “¿Soy clásico o romántico? No sé”. Del romanticismo había heredado un problema: el de la existencia del yo, del sujeto poético. Lo resolvió tempranamente constatando que en lo más hondo del poeta solipsista el yo se deshace en un “laberinto de espejos”. Como Pessoa (o, después, Max Aub) sintió la tentación de los heterónimos, de la deliberada fragmentación de la personalidad propia en una serie de poetas distintos (los apócrifos). Pero contra el nuevo clasicismo de la jerarquía y del orden autoritario, sostuvo la utopía de la poesía como comunicación entre iguales. Poesía: “cosa cordial”, diálogo sostenido entre subjetividades incompletas, que sólo en el canto fraternal y colectivo alcanzan a construirse como sujetos: “Poned atención:/ un corazón solitario/ no es un corazón”. Propugnará entonces, en oposición a la “nueva lírica” (el “clasicismo” de las vanguardias), la gran metáfora de la “máquina de cantar”, el aristón poético mediante el cual el pueblo construye en común la “nueva sentimentalidad”.

La poesía de Antonio Machado supuso una tentativa de superar el caos que el romanticismo había introducido en la cultura moderna al abolir los dos grandes códigos –la tradición clásica y la tradición bíblica– en los que se había fundamentado la comunicación entre poetas y lectores antes de la exaltación del genio individual. Pero, al contrario que los “nuevos clásicos” como Hulme y Eliot, renunció a hacerlo desde poéticas autoritarias. La musa machadiana fue una musa democrática. Más aún, demótica. Quizás, ingenuamente, creyó en la creatividad de un pueblo que la modernidad había desintegrado, pero se resistió a admitir la existencia de las masas, el mito que empujó a los demás poetas modernistas a encerrarse en sus torres de marfil, desde las que se precipitaron no pocos de ellos en las aventuras totalitarias.

(Antonio Machado nació en Sevilla el 26 de julio de 1875)