El llamado “informe Draghi”, publicado hace poco más de un año, concluye que la Unión Europea necesita invertir unos 800.000 millones de euros adicionales cada año para mejorar sus niveles de productividad y competitividad. El informe también apunta la necesidad de simplificar la regulación en aras de esa mayor competitividad.
Los bancos proporcionan el 70% de las necesidades de financiación en la Unión Europea. Tienen, por tanto, mucho que aportar a ese objetivo de mayor competitividad. La regulación debe facilitar esa contribución, de modo que puedan aportar crédito a las familias y las empresas, apoyar los procesos de transformación digital y transición verde, y, en fin, aportar a la economía real y contribuir a una ambición mayor: la autonomía estratégica de la Unión Europea.
Sin embargo, la regulación del sector bancario en la Unión Europea resulta comparativamente excesiva y compleja. Como muestra, un botón. Los bancos europeos están sujetos a 193 textos normativos distintos, frente a los 100 de Estados Unidos o los 73 de Canadá. Además, deben atender tanto a los estándares globales establecidos por el Comité de Supervisión de Basilea e implementados en la UE mediante el Reglamento y la Directiva de Requisitos de Capital, como a los mandatos que adicionalmente fija la Autoridad Bancaria Europea (EBA, por sus siglas en inglés), que son 139 para el caso concreto de la implementación de Basilea III en la UE.
En cuanto a los requerimientos de capital, en la última década han aumentado cerca de un 40%, lo que equivale, aproximadamente, a la mitad de las necesidades de inversión detectadas en el “informe Draghi”. En los últimos cinco años, ese aumento ha sido de 120 puntos básicos. Si esta senda se mantuviera hasta 2030, el nivel de capital acumulado permitiría cubrir todas las necesidades de gasto en defensa hasta entonces. Un último dato significativo: en la Unión Europea, los requisitos de capital adicionales al mínimo exigido por el marco internacional de Basilea ascienden a 273.000 millones de euros, lo que resta capacidad de financiación a los bancos por valor de entre 2,7 y 4,1 billones de euros.
Además, ese capital no se está empleando de manera eficaz, pues está orientado a cubrir el riesgo de crédito, que se ha reducido significativamente en los últimos tiempos, y deja fuera de su alcance otros riesgos no financieros que cobran una creciente relevancia, incluyendo los geopolíticos, aquellos relacionados con las nuevas tecnologías y la digitalización, y los que tienen que ver con el cambio climático.
Lo anterior coloca a los bancos europeos en una posición de desventaja con respecto a otras geografías del mundo, significativamente los Estados Unidos, que aplican los marcos internacionales de manera más directa y tienen menos categorías de requisitos.
Conviene hacer una mención a la cuestión digital y la innovación, pues en ellas reside buena parte de la solución a los problemas de competitividad de la Unión Europea. La regulación en esta materia también se ha intensificado en los últimos años en un sentido más bien restrictivo para la banca tradicional, en comparación con otros jugadores financieros digitales, como las llamadas fintech, que han crecido en aquellos espacios que la banca tradicional no podía ocupar debido a las trabas regulatorias.
Se impone, por tanto, la necesidad de simplificar la regulación bancaria en la Unión Europea. El objetivo no debe ser tanto desregular como regular mejor, de manera más eficiente. El Banco Central Europeo (BCE) creó recientemente un grupo de trabajo, presidido por Luis de Guindos, que estudia cómo avanzar en ese sentido, lo cual es una buena señal.
En aras de esa mayor simplificación, cabría pensar en medidas como, por ejemplo, que la EBA, en lugar de analizar individualmente los estándares técnicos antes de aprobarlos, realizara un análisis de impacto conjunto acompañado de una evaluación ex post, lo cual aportaría previsibilidad a los bancos. Estas medidas serían útiles para mejorar la rendición de cuentas. En materia de supervisión, convendría que el supervisor se ciñera a hacer interpretaciones literales de las directivas y los reglamentos, evitando ambigüedades. Los llamados JST (siglas de Joint Supervisory Teams) deberían tener un papel más importante en las inspecciones in situ y de modelos que hace el BCE. Y también existe margen de mejora en relación con el sistema de colchones de capital, que en Europa es relativamente complejo. Además, aunque la evidencia empírica sugiere que el impacto de su uso es positivo, este es generalmente pequeño en magnitud y no siempre estadísticamente significativo. Se podría pensar en una cierta convergencia hacia modelos como el estadounidense, que es más sencillo[1].
Por último, el proceso de simplificación regulatoria debe llevar aparejados nuevos avances en el ámbito de la Unión Bancaria. Una cuestión que la Fundación FAES ha estudiado por extenso y en la que no ha habido movimientos relevantes desde hace años. Su culminación, con un fondo de garantía de depósitos común, sigue siendo una asignatura pendiente debido, entre otras razones, a las resistencias que plantean países como Alemania y cuya posición se resume en que es necesario reducir los riesgos antes de mutualizarlos. La solidez de los sistemas bancarios de los países del sur de Europa es clara, tal como muestran los últimos test de estrés del BCE, y por tanto debe seguirse avanzando en la Unión Bancaria. Otro escollo importante en el ámbito de la Unión Bancaria es la negativa de Italia a ratificar el tratado de reforma del Mecanismo Europeo de Estabilidad (ESM, por sus siglas en inglés).
[1] Esta es la visión del Banco de Inglaterra. Véase https://www.bankofengland.co.uk/speech/2022/april/sam-woods-speaking-at-city-week-2022-developments-in-prudential-regulation-in-the-uk