Juan Carlos Jiménez Redondo. Profesor Titular de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales. Universidad CEU San Pablo
La revolución de los claveles puso punto final a una de las dictaduras más longevas de la reciente historia europea, y a una de las dictaduras más engañosas de las establecidas en el viejo continente durante la convulsa década de los treinta. Engañosa porque bajo la apariencia de “dictablanda” se escondió un régimen altamente represivo, como demuestra la negra historia de su temida policía política, la PIDE. Engañosa porque bajo una estructura política semiliberal se desarrolló una verdadera dictadura personal del jefe del Consejo de Ministros, Antonio de Oliveira Salazar. Engañosa porque bajo el amparo de una Constitución, la de 1933, que contenía una apreciable declaración de derechos y libertades básicas, se limitó fuertemente la libertad de los portugueses y se cercenó durante décadas sus derechos fundamentales. Engañosa, en fin, porque bajo la bandera de un nacionalismo integral, Portugal mantuvo una larga guerra colonial que desangró al país, lo hipotecó financieramente y, lo más grave de todo, generó una exacerbación ideológica y política que acabó con cualquier posibilidad de llevar a cabo un proceso consensuado y ordenado de transición a la democracia.
Los efectos de largo, medio y corto plazo de las guerras coloniales explican el desenlace final de la dictadura por medio de un golpe de Estado de tendencia democratizadora. En otros términos, Portugal inició su transición a la democracia de la única forma en la que, de hecho, podía realizarse: con la intervención de un ejército hastiado de una guerra de imposible victoria. Pero el problema esencial no fue el modelo de transición llevado a cabo. Lo verdaderamente fundamental fue que las guerras coloniales favorecieron un proceso de extraordinaria radicalización política e ideológica, alimentado por las insuficiencias de los logros desarrollistas de la dictadura. Podría aducirse que los años finales del Estado Novo fueron años de un fuerte crecimiento económico, pero en términos relativos, Portugal seguía presentando unos bajísimos niveles de desarrollo que dieron pábulo a quienes propugnaban una solución radical para el país. Es decir, a todos aquellos sectores políticos y militares que consideraron que la dictadura y el infradesarrollo que ésta había generado solamente podían solucionarse por medio de la revolución socialista. De esta forma, la Revolución de los Claveles fue, al mismo tiempo, el inicio del proceso de democratización del país y el inicio de un proceso revolucionario liderado durante meses –especialmente durante el llamado verano caliente de 1975– por un radicalismo de extrema izquierda que estuvo a punto de imponer una supuesta legitimidad revolucionaria sobre la legitimidad democrática expresada en las elecciones de abril de 1975.
El llamado Proceso Revolucionario en Curso fue finalmente reconducido por la fuerza de la democracia pluralista. De la mano del general Ramalho Eanes, el país vivió una nueva etapa de normalización institucional sellada con la Constitución de 1976, en la que, a pesar de algunas reminiscencias del anterior “revolucionarismo” militar, se estableció un modelo de democracia liberal. Para muchos este cambio de rumbo puso fin a los sueños revolucionarios, esto es, a ese mito creado que supuestamente iba a conducir a Portugal a construir una sociedad socialista, igualitaria y sin clases. Para muchos otros, para los que la democracia liberal era –y es– el marco institucional más perfecto creado hasta ahora, Portugal se abría a una nueva etapa de progreso y de inserción definitiva en una Europa cada vez más integrada no sólo económicamente, sino por ser sociedades abiertas basadas en valores compartidos como la libertad, el pluralismo democrático, el Estado de Derecho y el bienestar.
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