Diego Zuluaga es director adjunto de estudios de regulación financiera en el Cato Institute (Washington, D.C.).
Normalmente, los impuestos buscan recaudar lo máximo posible con el mínimo de distorsión económica. Ardua tarea que Colbert, ministro de Hacienda de Luis XIV, comparó célebremente con desplumar al ganso sin que grazne. Pero hay una clase especial de impuestos, como los medioambientales, cuyo propósito primordial no es la recaudación, sino alterar el comportamiento en favor del pretendido bien social.
Aunque la teoría económica apoya dicha “fiscalidad del comportamiento”, su aplicación práctica no siempre obedece a criterios de eficiencia. Un ejemplo son los impuestos sobre el diésel, que en muchos países europeos se situaron durante años por debajo de los de la gasolina pese a que el primero es más sucio. Presiones de sectores influyentes como el del transporte desalentaron sucesivos esfuerzos por equilibrar la balanza.
En otras ocasiones, el problema es que se confunde un impuesto diseñado para cambiar el comportamiento con una herramienta de recaudación. Así ha hecho la ministra María Jesús Montero con su “tasa Tobin,” el impuesto sobre las transacciones financieras que el Gobierno aprobó a principios de año. Según la ministra de Hacienda, este impuesto sería más necesario si cabe en un contexto de recesión, a fin de equilibrar las cuentas públicas. En realidad, la tasa Montero nunca representará más que un porcentaje ínfimo de lo percibido por Hacienda, pero sí es susceptible de provocar la huida de las relativamente pocas grandes empresas que cotizan en la bolsa española hacia plazas menos castigadoras.
La tasa Montero supondría un 0,2% por cada compraventa de acciones cuyas empresas cotizan en la Bolsa española con una capitalización superior al millón de euros. Cuando el Gobierno aprobó la tasa en febrero, se calculaba que afectaría a 64 empresas. Pero la crisis económica debida al coronavirus ha provocado una caída bursátil de más del 25 por ciento, reduciendo la base imponible a 57 empresas. En febrero, el Gobierno estimaba que la tasa recaudaría 850 millones de euros, alrededor del 0,07% del PIB y del 0,2% de la recaudación. Ya entonces, organismos independientes como la AIReF tachaban esta previsión de optimista, pero en las actuales circunstancias es imposible que se alcance.
Y es que los impuestos sobre las transacciones financieras siempre recaudan poco. El que Francia impuso en 2012, cuyo diseño es similar al español, esperaba recaudar el 0,03% de su PIB, pero ha acabado en la mitad. A su homólogo italiano le fue aún peor, con un déficit recaudatorio del 80 por ciento. La razón es que, en cuanto entra en vigor este impuesto, la actividad financiera decae, trasladándose a otros mercados. Cuando Suecia introdujo una tasa Tobin en 1984, el volumen de negociación de acciones cayó un 30 por ciento y el de bonos un 85 por ciento. Las empresas y traders suecos se fueron a Londres, y solo algunos regresaron después de que el impuesto se aboliera en 1990, tras una corta y penosa existencia.
Según la prescripción de James Tobin, el economista ganador del Nobel que da nombre a la tasa, su objetivo nunca ha de ser la recaudación, ya que busca precisamente reducir las transacciones en pro de la estabilidad financiera.
Tobin la propuso en los años setenta, cuando el fin del régimen de Bretton Woods había dado a cada país libertad monetaria y fiscal, aunque a merced de la confianza de los inversores internacionales, susceptibles de sacar su capital de países dudosos. Tobin consideraba dichos movimientos de capital dañinos para la estabilidad macroeconómica y quería desincentivarlos fiscalmente.
El economista se equivocaba al minusvalorar la importancia de la libre circulación del capital para forzar disciplina fiscal y monetaria sobre gobiernos irresponsables. Más de una docena de crisis soberanas en las últimas décadas demuestran que éste es el único escudo fiable para los ahorradores. Pero ni siquiera Tobin hubiera apoyado la tasa Montero, que se fundamenta en discutibles argumentos recaudatorios y no en los criterios de eficiencia y estabilidad que él consideraba necesarios.
Bien es cierto que Montero no está sola. Como se ha mencionado, varios países europeos operan un impuesto similar, aunque con poco éxito. La Comisión Europea, siempre deseosa de crear fuentes de fondos propios que suplan las frágiles contribuciones de los Estados miembros, aboga desde hace nueve años por consolidar este impuesto a nivel comunitario. Pero la oposición del Reino Unido y Luxemburgo, centros financieros internacionales, ha hecho que la propuesta no despegue hasta la fecha, pese al apoyo explícito de Francia y Alemania.
Por la posición periférica de España en lo que a su mercado bursátil se refiere, parece imperativo no adelantarse al resto de la UE en la promulgación de este impuesto. Como mínimo, deberíamos esperar a que se resuelva la incertidumbre económica para introducirlo, ya que sin duda aumentará el coste de capital de las grandes cotizadas en un momento en que muchas necesitan amplia financiación. Sería lamentable que algunas de estas empresas tuvieran que pedir una inyección de capital a la SEPI (la entidad pública de propiedades industriales) porque no hubiera inversores privados dispuestos a aportarlo debido a la tasa Montero.
Ningún otro país europeo ha propuesto crear o subir impuestos financieros para hacer frente a esta recesión. Algo que no ha de sorprender, puesto que aportaría muy poco a las arcas públicas, eso sí, transmitiendo un mensaje desalentador a los mercados.