Donald Trump revalidará mandato presidencial. Y por un margen bastante mayor del que auguraba una sociología electoral en horas bajas. Será el segundo presidente, tras Cleveland, en enlazar dos estancias no consecutivas en la Casa Blanca. Ha ganado también en voto popular, y, en paralelo, los republicanos avanzan sustancialmente en las dos cámaras del Congreso, dato no menor. Todo apunta a que dispondrá de un margen mayor del esperado para imprimir determinada dirección al rumbo de los Estados Unidos.
Lo que ocurre a la primera democracia del mundo no puede resultar indiferente al resto; los Estados Unidos, por muy diversas causas, lideran Occidente y este resultado tendrá consecuencias, porque el vencedor dice querer despojarse del “peso de la púrpura” que supone semejante liderazgo global.
En ese sentido, no es buena noticia, ni para España ni para la Unión Europea en su conjunto, ni tampoco para la OTAN, el éxito del discurso que Trump encarna: un populismo adobado de planteamientos proteccionistas, aislacionistas, y de actitudes intemperantes que en su momento llegaron al abierto desafío institucional alentando ni más ni menos que un asalto al Capitolio.
Es cierto que Trump también encarna una falta de decoro muy de moda en todas las latitudes. Lo que se dice, según ese patrón, suele tener poco que ver con lo que luego se hace y menos todavía con lo que se piensa, en el caso de que se piense algo. Por eso es tan difícil hacer pronósticos sobre el curso de acción de demagogos impredecibles.
En todo caso, si Trump cumple lo prometido, se abre un periodo muy oscuro para las expectativas de victoria o de solución razonable en Ucrania. Pueden avecinarse recortes en la ayuda militar norteamericana que fragilicen mucho el frente y obliguen a la Unión Europea a tomar resoluciones decisivas nada complacientes o resignarse a lo que suponga el avance de Rusia en territorio europeo y la eventual consolidación de una ocupación militar hecha desde la violación absoluta del Derecho.
En el plano del comercio internacional, el próximo presidente es también “un hombre enamorado” pero, en su caso –así lo ha dicho durante la campaña– de la palabra “arancel”. Si consuma su pasión, la industria europea, el sector del automóvil y la seguridad jurídica en el tráfico mercantil van a sufrir las consecuencias de ese romance, todavía más de lo que lo hacían hasta ahora.
Otra consecuencia exterior del repliegue norteamericano es la homologación inducida de modelos populistas de signo semejante en democracias que padecen ya una creciente polarización.
Conviene repasar las causas que explican el fracaso de las encuestas, las motivaciones del enfado que encuentra un exutorio en el trumpismo, y en general, la falta de recambios dentro de un Partido Republicano mutado en séquito personal y, al otro lado, la falta de alternativa de un partido demócrata encasquillado en la trampa woke, la política de identidades y la visión, entre ideológica y oportunista, de la sociedad como agregado de minorías.
Millones de norteamericanos han preferido apostar por Trump, dando al olvido episodios gravísimos, a cambio de lo que consideran un mejor manejo de la economía nacional, y han dado rotundamente la espalda a todo lo que Harris representaba y acabamos de glosar. Eso que en los últimos tiempos encuentra expresión delirante en tantos campus universitarios de Estados Unidos.
Sin duda, un modelo obsoleto puesto en cuestión hace ya mucho por lo más significado del pensamiento “liberal” americano. Baste mencionar aquel manifiesto de 150 intelectuales de la izquierda norteamericana contra la llamada cultura de la cancelación; contra lo que tiene de imposición ideológica, de linchamiento mediático, de persecución social y académica, de dogal para la libertad de pensamiento y de cátedra. Los demócratas harían bien repasando los párrafos de ese manifiesto y lo que allí se dice sobre batallas culturales o confrontación de ideas tras comprobar cómo la marea del “progresismo de la identidad”, en definición de Mark Lilla, el dictado de lo políticamente correcto y la destrucción del paradigma cultural occidental, anegan la vida intelectual y el debate público, es decir, la libertad.
Desde los valores que defiende esta fundación, desde un punto de vista liberal-conservador, y desde la óptica de la defensa de los intereses nacionales de una España integrada en Europa y Occidente, la lectura más esperanzadora de estos resultados electorales tal vez sea, por una parte, que si bien Trump renueva mandato, sabemos que, gracias a la Constitución, no habrá otro y por tanto los republicanos tendrán que empezar a reconstruir su propio partido, en un sentido más atento a sus propias raíces y trayectoria histórica; y por otra, que el hundimiento demócrata necesariamente debe cuestionar planteamientos caducados que Estados Unidos exporta al resto del mundo como mercancía averiada.
Por debajo de lo que hoy resulta más visible y relevante a efectos inmediatos, no debe descartarse la posibilidad de que en Estados Unidos empiecen a operar dinámicas de fondo que reconduzcan una sociedad fragmentada y una política divisiva hacia una mejor convivencia democrática. Cuentan con instituciones diseñadas por una Constitución que obliga a los partidos a “obrar juntos” pensando distinto. Recuperar esa tradición política, la que alumbró la primera democracia moderna sería, eso sí, “hacer América grande de nuevo”.
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