Que las empresas que tienen que acometer el grueso de las inversiones que nos lleven hacia un planeta más sostenible generen beneficios para acometerlas debería ser una buena noticia y un síntoma de que, al menos por ahí, las cosas van por buen camino. Por eso, el nuevo recorte a los beneficios de las empresas generadoras de electricidad como solución a la subida de los precios se explica mal.
Primero, porque las empresas energéticas tienen poco o nada que ver en las decisiones que se han tomado para acelerar el proceso de transición energética y que están detrás del rally alcista del precio de la electricidad. No han decidido ellas reducir los derechos de emisión de CO2 provocando un movimiento especulativo en el mercado que, cuando menos, era previsible; no han decidido los plazos del cierre de las centrales de carbón que, como era previsible, ha aumentado la demanda y el precio de un sustitutivo más caro como es el gas; y tampoco han influido en la economía china para que se recupere y genere un repunte de la demanda de materias primas en un contexto de oferta retraída. No parece, pues, que las empresas estén en el origen del problema como para justificar ser la solución.
En segundo lugar, podríamos acogernos al argumento esgrimido recientemente por el presidente del Gobierno en sede parlamentaria de que “todos tenemos que arrimar el hombro”. Inmediatamente, surgen dos dudas. “Arrimar el hombro”, ¿ante qué? Hasta ahora el debate político en torno a la transición energética ha estado centrado solo en la magnitud de los objetivos en una especie de subasta a ver quién es más verde llegando antes a la ideal descarbonización de la economía, pero nadie ha hablado oficial o institucionalmente de los costes, de que el ajuste hacia una energía limpia, garantizada y universalmente asequible es muy caro. Tampoco parece que aquí la responsabilidad de las empresas sea evidente como para atacar a su principal fuente de credibilidad en el mercado como es el beneficio. Y, además, está el concepto “todos”, que es evidente que no se interpreta igual en todos los países. En Alemania, por ejemplo, lleva años operando un impuesto específico para repartir los costes de la transición energética que en el año 2019 recaudó nada menos que 31.000 millones de euros. Impuesto que pagan todos los contribuyentes alemanes. Aquí, en la ‘Nueva España Verde’, seguimos maquillando con parches el corto plazo como si este no fuera un proceso con costes elevados evidentes y duraderos que no pueden ser afrontados a golpe de decreto ley.
Que un sector sea regulado no significa que se pueda confiscar libre e impunemente sus beneficios sin que haya consecuencias, como desgraciadamente hemos vuelto a comprobar en la reacción de los mercados tras el anuncio y la aprobación de la medida. La regulación óptima de un sector es la que asegura un perfecto equilibrio entre los intereses de los consumidores y las empresas, garantizando así la sostenibilidad del servicio regulado. El problema surge cuando se piensa que dichos intereses son antagónicos y que los resultados de cualquier medida energética son un juego de suma cero, es decir, que lo que pierden unos lo ganan los otros. Y, claro, esto no es así. De hecho, se puede defender los intereses de los consumidores sin menoscabo de las empresas, puesto que hay margen para ello. Los consumidores eléctricos españoles –de hecho no todos, solo 11 millones que aún se mantienen en el mercado regulado– son los únicos consumidores europeos sometidos a la volatilidad del mercado mayorista, puesto que en el resto de países este incómodo problema se ha solucionado –como solo en parte en España– con “tarifas planas”, contratos a largo plazo y, en el caso de que se apueste por la volatilidad, referenciando los contratos al precio de los mercados eléctricos a plazo, mucho más estable que el mercado diario. Quizás por eso somos el único país que está regulando en caliente. Porque de nuevo un cambio previsible de las circunstancias nos pilla sin los deberes hechos. Por otro lado, a la vista de la batería de medidas aprobadas por el Gobierno, hemos comprobado que sí era posible reducir los llamados costes “parafiscales” de la tarifa eléctrica, es decir, todos los costes incluidos en la factura que la engordan artificialmente y que son derivados de decisiones políticas reversibles. El problema es que después de las medidas aprobadas por el Gobierno para reducir estos costes, seguimos siendo los consumidores europeos que más costes políticos asumimos en la factura y, por tanto, parece evidente que el alcance de las medidas, como la reducción del IVA, se quedará corto y tendrán un impacto marginal en el pago del recibo eléctrico.
El intento permanente del Gobierno de culpabilizar a las empresas de todos los males tiene los mismos acordes que la búsqueda permanente del enemigo extranjero de los populismos más rancios. Soluciones fáciles para problemas complejos. Por lo pronto, el mensaje que estamos enviando al resto del mundo es que, a las primeras de cambio, con las primeras consecuencias de las primeras decisiones tomadas para descarbonizar la economía –que, además, están padeciendo también todos los socios europeos–, España ha reaccionado histéricamente cambiando las reglas del juego, hasta el punto de que la medida penaliza precisamente a las tecnologías renovables no emisoras, esas que, al mismo tiempo, se dice querer promover. Estas son las credenciales que presenta el Gobierno español en la casilla de salida de un proceso en el que 27 países, Estados y empresas van a competir por recursos en las mejores condiciones para financiar sus estrategias hacia la sostenibilidad.
La decisión tomada por el Gobierno, similar a otras tomadas en el pasado culpabilizando de facto a las empresas energéticas de los fallos provocados por la intervención en el mercado, es lesiva contra el interés general porque la presunta ganancia de los consumidores no sirve para compensar las pérdidas ciertas de las empresas y porque representa un nuevo atentado contra la seguridad jurídica que acaba permeando a otros sectores también intensivos en inversiones y, en consecuencia, en búsqueda de financiación. Quizás lo peor es que este nuevo parche nos aleja de una reforma fiscal estructural que ordene los esquemas de incentivos y compensaciones con los objetivos energéticos comprometidos y que sirva para amortiguar los vaivenes futuros que se seguirán produciendo, y ante los que deberíamos construir diques de consenso político y proteger y ayudar a las empresas sin cuyo concurso sería imposible alcanzar los ambiciosos objetivos comprometidos con horizonte 2030 y 2050.