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Leyes a gritos

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Ripert y la decadencia del Derecho

El eximio civilista que fue Georges Ripert, decano de la facultad de Derecho de París, consumió los últimos años de su vida obsesionado por la idea con que tituló uno de sus más célebres trabajos: Le déclin du Droit. De haber asistido con nosotros a estas jornadas de “ruido y furia” en que la conocida como “ley del sí es sí” naufraga entre disparates y mentiras, hubiera confirmado su pronóstico pesimista y ampliado su vaticinio a otras jurisdicciones y países.

Ripert lo vio venir. Recientemente se ha publicado la traducción española de su Régimen democrático y derecho civil moderno. Una visión poco complaciente sobre el futuro de la libertad individual y el Derecho en las sociedades de masas. En él pueden leerse advertencias como esta: “El arte de legislar es difícil y a veces las leyes preparadas por técnicos adolecen de graves defectos. Pero, ¿quién tendría la idea, por el motivo de que un profesional pueda no ser hábil, de confiar una máquina delicada a un ignorante? Cuando Bonaparte quiso realizar la obra de la Convención, escogió cuatro de los más altos magistrados de la República: nunca hubiera tenido la idea de que un abogado sin cultura pudiese útilmente redactar las leyes civiles”.

Más adelante recordaba la sentencia de uno de esos magistrados, Portalis, en el Discurso Preliminar del Códe Napoleón: “Las leyes se hacen con el tiempo; hablando propiamente, no se las hace”. La vieja idea de que el Derecho antes se descubre que se produce: ¿cabe imaginar algo más opuesto a nuestro frenesí legislativo? El tránsito a una concepción productivista del Derecho se consumó hace tiempo y Ripert apuntaba alguna de sus consecuencias: “El hombre moderno vive así bajo la servidumbre de las leyes. Legibus laborabantur, decía ya Tácito. El hombre toma de estas leyes todo lo que le protege y se esfuerza por eludir todo lo que le molesta. En las épocas de crisis, la lucha deviene más áspera; cada uno exige la libertad para sí mismo, la prohibición para los demás. Las medidas legales se multiplican. Ninguna es aceptada sin murmuración. La ley ya no es sino el grito de triunfo del partido vencedor”.

En este sentido, concluye Ripert, la legislación moderna es una legislación revolucionaria. No hay que asustarse del calificativo. Toda revolución se sirve de la ley para innovar o restablecer, creando o restaurando usos. Siempre es propósito de las revoluciones refundir la sociedad tallándola a golpe de leyes y decretos, actuando sobre ella como si fuera materia inerte y no cuerpo vivo. La marea invasora de la legalidad nunca adquiere altura comparable a la que logra en épocas ideológicas, crédulas respecto de la aptitud del legislador para producir cambios radicales en el cuerpo social. Esta eficacia atribuida al ‘fiat’ de la ley es la creencia más típicamente revolucionaria.

Por otra parte, Ripert distinguía una consecuencia más: no estando destinada a ser permanente, la ley moderna deja de ser abstracta. El principio de igualdad ante la ley sucumbe al deseo de satisfacer a tal o cual grupo, a tal o cual clase.

Hermenéutica del ‘sí es sí’

En el caso de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual, ya es muy elocuente que todo el mundo la conozca por su etiqueta propagandística. Como en el caso de la Ley de Seguridad Ciudadana, la izquierda se ha dado mucha prisa –sin obtener demasiada resistencia– en aplicar aquello que la Reina recordaba a Alicia en la fantasía de Carroll: “lo importante no es qué quieren decir las palabras, sino quién manda en las palabras”.

‘Sí es sí’ resulta un sintagma emancipador; la palabra “mordaza” es suficientemente expresiva. Instruido por esos artefactos verbales, nuestro juicio se siente capaz de descifrar cualquier ley y toma posición; aunque no se haya tomado antes la molestia de asomarse a su articulado. ¿El Derecho? Un estorbo prolijo, apenas inteligible…

Para empezar, la expresión ‘sí es sí’ sugiere que, antes de la vigencia de la ley, el consentimiento de las víctimas de agresiones o abusos sexuales era poco menos que irrelevante; que en esa edad oscura y ‘machirula’ –regida por un Código de autoría socialista– una tropa de ‘fachas togados’ demandaba de las víctimas un comportamiento poco menos que heroico para comprobar su falta de consentimiento. Por supuesto, nada más falso.

Además, la etiqueta viene a sugerir que en todo contacto sexual opera una presunción inicialmente negativa referida al consentimiento (de la mujer o de la presunta víctima) que solo puede destruirse demostrando que dijo ‘sí’. Ocurre que esto se predica en relación a comportamientos que, muy frecuentemente, tienen lugar en la intimidad, al margen de testigos y en los que la indagación de lo realmente sucedido se enfrenta a versiones contradictorias.

Por supuesto, en su redacción la norma no establece que el consentimiento de la relación sexual de la presunta víctima solo pueda formularse válidamente de forma verbal. Se asumen comportamientos tácitos… que deberán ser interpretados, inevitablemente, por la autoridad judicial. Literalmente: “hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona”. Manifestación libre… actos circunstanciales… voluntad clara… ¿Cuál de esos conceptos no está anticipando una jurisprudencia futura tan nutrida como la casuística lo vaya demandando?

Desde siempre, el problema del consentimiento en este tipo de delitos ha sido probatorio. Salvo que quiera erradicarse respecto de ellos el principio de presunción de inocencia, la carga de la prueba del delito –y, por tanto, de la ausencia de consentimiento– pesará siempre sobre quien acuse.

La raíz ideológica

Y esto trasciende la polémica más visible originada por la ley: la de sus efectos deletéreos sobre rebajas de condena y excarcelaciones.

Porque el empecinamiento y la irresponsabilidad de los partidos de gobierno en este asunto tiene un origen ideológico. Había que reformar los delitos sexuales en el Código Penal no a partir de ninguna demanda social seria, no a partir de ninguna deficiencia técnica constatada, sino a partir de un puro apriorismo ideológico.

De lo que se trataba era de presentar a la opinión pública el retrato de una sociedad “estructuralmente machista” condicionada por las resoluciones de una clase judicial igualmente infectada de machismo, y todo ello desde los paradigmas de un feminismo identitario de enésima ola.

Ese feminismo identitario radical –hay que decirlo– niega los presupuestos fundamentales de la sociedad liberal y del Estado de derecho. Porque, para empezar, toda relación social entre hombres y mujeres la concibe mediada por una “dominación patriarcal” exhaustiva, total.

Se ha señalado, desde distintos análisis, lo peligroso de ‘colectivizar’ a delincuentes y víctimas en este tipo de delitos. Y debe destacarse que, por el contrario, solo hay responsabilidad y libertad allí donde las conductas se individualizan y a cada comportamiento –o padecimiento– le sigue una respuesta justa y proporcionada.

Lo peor de todo: ha quedado palmariamente demostrado que lo que estaba en el “centro” de esta chapuza legislativa no era ni el consentimiento de las presuntas víctimas, ni la dignidad de las mujeres, ni el afán de perfeccionar la respuesta penal frente a delitos repugnantes, sino –única y exclusivamente– los equilibrios de poder en el seno de la coalición gobernante. No es la primera vez que una ley, concebida como el “grito de un partido vencedor”, pisotea el Derecho. Ojalá sea la última.


Vicente de la Quintana Díez es abogado y analista político