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Leyes ideológicas

La izquierda siempre ha sido consciente de las enormes dificultades de la derecha a la hora de responder a las leyes ideológicas que aquella ha patrocinado. Por eso, en la pugna política está ocupando tanta preeminecia el frenesí legislativo más radical de la izquierda, patrocinado por Podemos. Se trata de una política llena de «pensamiento débil» en el sentido explicado por Vátimo, producto de la posmodernidad y de la visión líquida del mundo y de lo humano, en el que la nueva sociedad y el nuevo hombre como objetivos que concentraban los esfuerzos de construcción del socialismo son sustituidos por el afán de disolver estructuras culturales y políticas represivas. Eso que otros preferimos llamar, con más fundamento, instituciones.

La izquierda siempre ha querido escandalizar a la derecha y muchas veces lo ha conseguido. Y la derecha, en unas ocasiones con el grito testimonial y en otras con el silencio de la desorientación, apenas ha sabido responder. La ley del aborto, declarada constitucional y ya superada por la que se acaba de aprobar, es seguramente el caso más claro. Desde la objeción radical al aborto como un derecho fundamental, a veces parece que no faltan sacerdotes que quieren pronunciarse como políticos y políticos que pretenden actuar como sacerdotes.

Considerar que el aborto es, objetivamente, algo que nadie puede desear no se puede trasladar automáticamente a la madre que toma esta decisión en forma de reproche moral -para lo que no estamos habilitados- ni de sanción jurídica en el marco de la legislación del Estado. De la misma manera que esta posibilidad legal de recurrir al aborto que contempla la legislación no debería impedir un debate en el que, situándose a favor o en contra, se nieguen las implicaciones morales, los dilemas éticos y la dimensión social de esta cuestión.

Las cifras que alcanza la práctica del aborto en España son abrumadoras y revelan serios fallos en la educación, en la prevención de embarazos no deseados, en la mitigación y la ayuda a situaciones dramáticas por las que atraviesan mujeres en entornos sociales y familiares verdaderamente imposibles.

No creo que la respuesta a la mujer que está pensando en abortar sea la escucha del latido fetal. Y creo que el Estado, por medio de las administraciones a las que les corresponde, incumple un deber básico al negar la información a las mujeres sobre las opciones para llevar a término su embarazo, las ayudas con las que pueden contar, la protección que pueden recibir.

Lo verdaderamente rechazable de la ley del aborto -además de la toma de posición moral de cada uno que es una posición moral prepolítica- es que se rodee a la mujer de una verdadera cortina de aislamiento que haga del aborto la única decisión no solo legal, sino posible y deseable. Algunos alegarán que de este modo se evitan presiones sobre la mujer, como si no las pudiera haber en el otro sentido y como si eso justificara por sí mismo un procedimiento tan expeditivo.

¿Alguien puede considerar incompatible con la libertad de decisión de la mujer que a esta se le ofrezcan alternativas reales y accesibles, información exacta, no discriminatoria ni sesgada?

El Estado tiene que hacer más. Y la sociedad civil organizada puede también ocupar un papel mucho más relevante. Existen organizaciones que realizan una extraordinaria labor sin efusiones confesionales y sin pretensiones de juzgar. Caricaturizar como santurrones excéntricos a quienes trabajan en esa dirección, en una sociedad donde el tema del aborto es todavía un parteaguas moral para muchos, es una descalificación que aquellos no merecen.

Mientras se crea que la controversia sobre el aborto es solo una batalla legal en vez de un gran desafío social y cultural en lo que se refiere a la imagen de la maternidad y lo que la protección de esta -madre e hijo- nos exige como sociedad desarrollada de bienestar, las cosas no mejorarán. Dicho lo cual, a los partidarios del brochazo descalificador tal vez interesen estas palabras de Jürgen Habermas: «La neutralidad cosmovisiva del poder estatal que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los ciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas». Las pronunció en su famoso diálogo con el entonces cardenal Joseph Ratzinger, en la Academia Católica de Baviera en enero de 2004.


Artículo de Javier Zarzalejos en el diario El Correo