Carlota G. Encina es investigadora del Real Instituto Elcano
No hay nada que describa mejor la actual situación en Libia que el rocambolesco episodio del secuestro del primer ministro del país, Ali Zeidan, por unas milicias teóricamente fieles al Gobierno. Tras ser liberado varias horas después, Zeidan apostilló, en un ejercicio de subestimación de los acontecimientos, que en Libia todavía había muchas cosas que hacer. Este secuestro no fue, sin embargo, ni el único ni el más sonado. Ese privilegio se lo llevó Anas al-Libi, uno de los miembros principales de Al Qaeda y uno de los hombres más buscados de EEUU, que fue capturado por efectivos norteamericanos de la fuerza especial Delta, en Trípoli. Precisamente Washington no ayudó al Gobierno libio al afirmar que la operación contaba con su beneplácito, lo que motivó el secuestro de Zeidan.
La captura de Al-Libi, junto con otra operación especial llevada a cabo en Somalia pocas horas antes, ha sido interpretada como una señal de un posible cambio en la política contraterrorista de EEUU: capturar e interrogar en vez de matar, con mayor riesgo para los efectivos militares y con un posible menor uso de los ataques con drones. Es difícil aventurarse en tal afirmación, teniendo en cuenta que la mayoría de las operaciones antiterroristas y sus tácticas no son ni serán conocidas. Sí que se puede afirmar, sin embargo, que EEUU mantiene firmes sus esfuerzos antiterroristas.
Por otro lado, el hecho de que Al-Libi se moviera libremente por Trípoli es el resultado directo de la revuelta anti-Gadafi y de las contradicciones de la política norteamericana y europea en Libia. El país –que se despertó de una guerra sin administración, ni instituciones, ni capacidades para gobernar– está siendo devorado por los mismos grupos rebeldes que lo devolvieron a la vida en 2011.
Centenares de milicias fuertemente armadas –unas islamistas, otras seculares y nacionalistas, y algunas consideradas como “legítimas” que están tratando de ser integradas en unas fuerzas de seguridad del Estado casi inexistentes– han puesto en jaque a un Estado que no tiene capacidad para imponer su voluntad. Al ataque contra el Consulado norteamericano en Bengasi en septiembre de 2012, le siguió el del Consulado italiano en la misma ciudad en enero de 2013; en abril, la Embajada francesa en Trípoli; la de los Emiratos Árabes Unidos, en julio; la rusa, en septiembre; y por último la sueca, sin olvidar los ataques a varios convoyes diplomáticos. Y éstos sólo son los ataques a blancos extranjeros.
Los asesinatos políticos selectivos, los cercos a los ministerios, los asaltos a fiscales y jueces, la infiltración de extremistas por la frontera sur o la paralización de la producción de petróleo son algunos de los problemas a los que tiene que hacer frente un Estado con un frágil sistema político. Los aliados occidentales tampoco tienen una estrategia ni un socio claro al que prestar apoyo, sin olvidar que cualquier ayuda norteamericana o europea pone en riego al propio Gobierno a ojos de los islamistas y de los nacionalistas. Dos años después de una histórica declaración de liberación, Libia es un país en caos.
»