Martín Alonso es escritor. Licenciado en Derecho por la UCM y en Relaciones Internacionales por la Universidad de Columbia, NY. Autor de Ahora, y para siempre, libres. Abraham Lincoln y la causa de la Unión
Los dos ejércitos, Norte y Sur, habían dejado atrás cerca de diez mil hombres muertos, pudriéndose en el verano de Pennsylvania, después de la batalla de Gettysburg (1-3 de julio de 1863), acaso la más crucial de la Guerra civil (1861-1865). El Gobernador republicano del estado, Andrew Curtin, ordenó días después el enterramiento de los cadáveres previa identificación de forma expeditiva, cuando era posible, para evitar epidemias. Los cuerpos de los soldados, federales y confederados fueron enterrados de forma rudimentaria y efímera, porque en semanas y meses sucesivos, familiares de los muertos y desaparecidos empezaron la macabra tarea de desenterrarlos, removiendo los restos de unos, reenterrando otros y perturbando a todos. El Gobernador concibió entonces la idea de un cementerio nacional en el lugar.
Lincoln fue invitado de manera genérica para una ceremonia de inauguración el 19 de noviembre, tal día como hoy hace 150 años, en la que el protagonismo correspondería a los estados de donde procedían los muertos. Lincoln pensó que era una buena ocasión para dar sentido a la gran tragedia nacional. El Presidente llegó a la estación de Gettysburg al anochecer del 18 de noviembre. En la estación, Lincoln atravesó hileras de ataúdes que habían llegado ese día y días atrás en cantidades ingentes, puesto que los entierros continuaban más de cuatro meses después de la batalla. Al día siguiente, Lincoln se dirigiría a la multitud desde lo que hoy es el cementerio local de Evergreen, adyacente al cementerio nacional de Gettysburg. El escenario desde donde lo hiciera estaba situado prácticamente en el lugar donde hoy está la tumba de Jenny Wade, la única víctima civil de la batalla.
Lincoln habló con su característica voz atiplada, con su dicción del oeste, de manera estruendosa y claramente audible por todos. Lincoln, no extraño al teatro ni a la política ni a los escenarios de ambos, sabía cómo declamar un texto y con frecuencia se servía de su dominio de ese arte para añadir el aparato retórico que se negaba a introducir en sus textos. Para entonces el Presidente ya había perfeccionado la quintaesencia del estilo lincolniano de yuxtaposiciones, de aliteraciones, de parábolas, de metáforas y de tropos ninguno de los cuales parecía necesitar nunca un adjetivo.
Lincoln dio expresión al sentido histórico y político de la guerra en Gettysburg como, un mes antes de morir, en su Segunda Inaugural, diera expresión a su significado filosófico y teológico. Gettysburg marcó el principio de la etapa testamentaria de Lincoln. El abogado que argumentaba ante el foro de la opinión pública a favor de la Unión, a favor de la estrategia militar, a favor de la emancipación, comenzó aquí a interpretar para sus contemporáneos y para la posteridad la necesidad de lo que sucedía, de acuerdo con su calvinismo racionalista para el que nada era contingente y todo era explicable -si uno pudiera leer la mente de Dios.
El discurso de Lincoln fue una alegoría, de hecho una secuencia de alegorías entrelazadas y reversibles, que explican el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de la nación, desde la perspectiva de los soldados muertos y de los que les sobreviven a fin de completar y otorgar significado a su sacrificio.
El comienzo del discurso es crucial. En él, Lincoln hizo dos cosas. La primera, invoca como última ley de la nación, por encima de la Constitución, la Declaración de Independencia. La segunda, Lincoln interpreta, de manera trascendente, dicha Declaración de una forma que sus autores no habrían reconocido sino parcialmente. Jefferson escribió la Declaración de Independencia, pero todas las generaciones posteriores a Lincoln han leído en ella el significado que Lincoln insertó en ella en muchas ocasiones y, memorablemente, en Gettysburg: que la República americana nació sobre la base de la igualdad de todos los hombres, incluyendo los hombres de color y que, por tanto, la emancipación era un mandato expreso de los Padres Fundadores y la razón última de la existencia del Gobierno constitucional americano.
En su segundo párrafo, el discurso de Gettysburg estableció el significado de la guerra: “si una nación, así concebida (en libertad) y así dedicada (a la igualdad ante la ley), puede durar indefinidamente”. La guerra dirimiría si la democracia representativa es posible como forma de gobierno de un Estado moderno o si una minoría puede romper el Gobierno en pedazos cuando pierde unas elecciones. En la filosofía política de Lincoln, el resultado de la derrota de la Unión sólo podría ser la anarquía o el despotismo en los Estados Confederados. La Unión había nacido en libertad y tenía como misión trascendente la igualdad. Los Estados Confederados de América habrían nacido después de quebrar las dos premisas del gobierno constitucional: el gobierno de la mayoría y los derechos inalienables del individuo.
La tercera y última parte del discurso recogió, especialmente en su celebérrimo final, la dialéctica del nacimiento de la nación, su muerte histórica y constitucional, contemplada a través de la muerte de los soldados en Gettysburg y la resurrección de la nación en libertad. La dialéctica de Lincoln no era, por supuesto, la propia del materialismo histórico, sino la del baptismo racionalista que le era propia y que tantas veces encontraba en la Biblia ejemplos de nacimiento, muerte y resurrección.
El discurso de Lincoln fue recibido con aplausos e interrumpido por ellos en cinco ocasiones. La multitud se vio sorprendida por la brevedad de la alocución. La prensa recogió las palabras de Lincoln. Los medios demócratas criticaron al Presidente, atacando su discurso por pedestre en la forma y por “abolicionista” en el fondo. Los medios republicanos lo elogiaron, pero muy pocos percibieron la importancia del discurso, el más trascendente de la historia americana.
Lincoln, en Gettysburg, dijo que “el mundo apenas notará lo que decimos aquí, pero no podrá olvidar lo que ellos (los muertos) hicieron aquí”. Su oración, en tres minutos, rivaliza en importancia con la propia batalla de Gettysburg. La batalla salvó la Unión, preservó la democracia representativa para América y para el resto del mundo, pero Lincoln, el verdadero Padre Fundador, ochenta y siete anos después de la Revolución, alumbró una “nación, nacida en libertad y dedicada a la proposición de que todos los hombres han sido creados iguales”. Para hacerlo, este nuevo “Padre Abraham”, como con teológico acierto le llamaban los soldados de la Unión, añadió a las palabras de la Declaración de Independencia el significado que sólo él había discernido o, más bien, presentido, en la promesa histórica de la Revolución Americana.
»