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Los disturbios antirracistas en los Estados Unidos

Grupo de Análisis FAES

Desde el brutal homicidio policial infligido a George Floyd el pasado 25 de mayo en Minneapolis, no han cesado las protestas multitudinarias contra el racismo, la desigualdad jurídica y las prácticas policiales. Las oleadas de manifestaciones, incendios y saqueos en todo el territorio de los EE. UU. reflejan una frustración genuina por los abusos policiales hacia la población afroamericana. Sin embargo, también han servido a determinados grupos para desatar una impugnación violenta del sistema que ha acarreado muertes y destrucción en muchas ciudades americanas.

La respuesta del presidente Donald Trump a los disturbios callejeros ha sido tachada de autoritaria, tanto por sus declaraciones –“Tienes que dominar”; “Soy tu presidente de ley y orden”–, como por su decisión de ordenar a las unidades del Ejército y de la Guardia Nacional desplegarse en la capital federal. La reacción poco sofisticada de Trump y el apoyo a los manifestantes de todos los expresidentes estadounidenses y de diversas personalidades públicas, así como la carta abierta publicada en The Atlantic por el ex secretario de Estado de Defensa, general Jim Mattis, en la que acusa a Trump de intentar dividir a los americanos, han convertido las protestas antirracistas en una campaña preelectoral contra el actual Presidente.

La violencia y el saqueo provocados por la muerte de Floyd y la campaña anti-Trump plantean dos cuestiones principales: 1) ¿Pueden estos disturbios impulsar un cambio social? y 2) ¿Cómo influirán en las elecciones presidenciales del próximo noviembre?

Algunos intelectuales estadounidenses han sugerido que los disturbios pueden conducir a un cambio social positivo [1]. Varios activistas del movimiento Black Lives Matter han insinuado que solo las protestas y la acción directa pueden transformar la sociedad, y que participar en la política electoral es una pérdida de tiempo [2]. Se trata de propuestas antidemocráticas por dos motivos principales: los disturbios, aunque catalizados por una causa particular, la muerte de Floyd, surgen de una indignación difusa de larga data, de un abuso policial más amplio, de la segregación residencial, la desigualdad económica y las tensiones raciales, por lo que la estrategia adecuada en una sociedad democrática como la estadounidense sería solucionar estos problemas, no cambiar el sistema. Otra razón es que los disturbios generalmente actúan como pogroms: no mejoran a las sociedades, sino que les inculcan miedo y desconfianza.

Black Lives Matter se fundó durante la presidencia de Barack Obama (después de la absolución, en 2013, de George Zimmerman, acusado del asesinato de Trayvon Martin, un adolescente negro desarmado). Obtuvo un nuevo impulso en 2014, todavía durante la presidencia de Obama, después de la muerte de otros dos afroamericanos, Eric Garner y Michael Brown, a manos de la policía. Este movimiento debería aprender de una analogía histórica: el asesinato de Martin Luther King, en 1968, produjo ira y desesperación, pero fue el movimiento de derechos civiles que dirigió el líder asesinado lo que cambió profundamente EE. UU. e inspiró la legislación histórica de la Administración Johnson en la década de 1960, y no los disturbios callejeros. Estos cambios se notan hoy en día: en 1968, solo el 54% de los estadounidenses de raza negra se graduó en la escuela secundaria, en comparación con más del 90% actual. La tasa de pobreza para los afroamericanos, que se situó en casi el 35% en 1968, se redujo al 22% en 2016, año de la elección de Donald Trump. Desde entonces, ha caído aún más, aunque la recesión del coronavirus puede revertir algunas de esas mejoras.

La mala gestión de la crisis del COVID-19 y los actuales disturbios han supuesto un desastre para Trump y sus planes de reelección. Sin embargo, es pronto para descartar su victoria en los próximos comicios presidenciales. Hasta ahora se ha demostrado que cuanto más le atacan sus adversarios, más le apoyan sus votantes. Una lección de los disturbios que siguieron al asesinato de King es que la violencia callejera a menudo lleva a los votantes, en particular a los blancos, a votar a los republicanos, como sucedió en el caso de la elección de Richard Nixon en 1968. Trump no se privará de convertir los disturbios en un instrumento electoral y presentarse como el único que puede garantizar el orden y la seguridad. Esta estrategia puede funcionar muy bien en la polarizada y castigada sociedad estadounidense actual y dividirla aún más.

El resultado de las elecciones presidenciales de este año dependerá de muchos factores, pero uno de los más importantes será el de la recuperación económica. Durante la crisis del COVID-19 más de 38 millones de estadounidenses se han quedado sin trabajo. El 77% de los que lo han perdido cree que lo recuperará después de la crisis, pero en realidad se enfrentarán a una economía radicalmente transformada que no podrá satisfacer sus expectativas, lo que presagia grandes reajustes políticos [3]. Históricamente, en el resultado de las elecciones después de una profunda crisis es determinante la confianza del ciudadano en el candidato que, a su juicio, puede dirigir la reconstrucción económica de forma más competente. Queda por ver si Trump es capaz de hacer recordar a la ciudadanía los excelentes resultados económicos de su mandato anteriores a la crisis del COVID-19. Si lo lograra Black Lives Matter se convertiría, en su dimensión de movimiento anti-Trump, en una nueva edición del fracasado #MeToo.