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Los nuevos instrumentos de la política internacional. Los BRICS

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En la cultura occidental asociamos derecho con justicia y convivencia. En la medida en que el mundo se ha ido globalizando, en un proceso milenario y ante los desastres provocados por las dos guerras mundiales, se hizo un esfuerzo por ajustar la sociedad internacional a la norma legítimamente aprobada, el derecho internacional. Seguíamos la senda abierta por el filósofo prusiano Emanuel Kant quien, en su conocido opúsculo La paz perpetua, estableció los fundamentos del pensamiento internacionalista desde la perspectiva de la escuela liberal. La Sociedad de Naciones primero y la Organización de Naciones Unidas (ONU) después fueron el resultado institucional de este esfuerzo, en su doble dimensión: la generación de derecho y el control sobre su ejecución. En ambos casos el problema mayor fue encontrar una solución a la representación de los estados, al ser su capacidad de influencia obviamente distinta. Desde un punto de vista idealista se podía considerar que todos los estados eran iguales. Sin embargo, en el mundo real el ejercicio del poder funciona siguiendo otras pautas. El fracaso de la Sociedad de Naciones llevó a la constitución en el seno de la Organización de Naciones Unidas de un Consejo de Seguridad, en realidad un clásico directorio, en el que las potencias vencedoras en la II Guerra Mundial se aseguraban asiento permanente y derecho de veto. Garantizando este privilegio se buscaba la necesaria estabilidad de la institución llamada a dar forma y sostener un “orden internacional”.

La ONU sobrevivió a la Guerra Fría, pero a costa de renunciar a actuar en muchas situaciones, como consecuencia del ejercicio del derecho de veto. Desaparecida la Unión Soviética se hizo patente la anacrónica composición del Consejo. Los vencedores en la II Guerra Mundial no eran los actores de referencia en el naciente siglo XXI. De manera natural tanto la ONU como el Consejo fueron perdiendo protagonismo, un hecho del que dan buena cuenta las hemerotecas. El vacío que dejaban fue cubierto por nuevas entidades, carentes de estructura administrativa y enraizadas en la clásica tradición de los directorios. Primero fueron “grupos de contacto”, específicamente creados para gestionar una crisis, donde los estados que, de una u otra manera, se sentían afectados se reunían para hallar una solución o, por lo menos, evitar su extensión. Más adelante surgieron otros grupos con vocación de mayor estabilidad. El G7, a ratos G8, se ha convertido en el club de las grandes democracias, en un tiempo histórico en el que este sistema político no es patrimonio de Occidente. El G20 por su parte ha reunido a las grandes economías del planeta y viene jugando desde hace un tiempo un papel fundamental en la gestión de acuerdos que ayuden a estabilizar una economía internacional en estado de cambio acelerado.

En este contexto surgió un tercero, el denominado por el acrónimo formado por las iniciales de sus miembros: BRICS. El concepto nació como una etiqueta académica para hacer referencia a estados con capacidad de crecimiento disruptivo, llamados, por lo tanto, a ejercer una influencia relevante en las siguientes décadas. Sin embargo, el grupo ha ido evolucionando hacia un modelo alternativo de orden internacional y hacia un claro rechazo del denominado “orden liberal”. Forma pues parte de un proceso en marcha, afectado por circunstancias internacionales cambiantes, por lo que no resulta fácil predecir su futuro.

En este proceso Occidente se ha convertido en el actor involuntario de referencia, que aporta coherencia al grupo. En primer lugar, por el común rechazo al colonialismo europeo, que impuso una manera de convivir y de gobernar resultado de un ejercicio político caracterizado por una superioridad cultural que ahora se denuncia. En segundo lugar, por la imposición tras la II Guerra Mundial de la “Pax Americana” y el consiguiente “orden liberal”, de nuevo interpretados como expresión de la superioridad cultural occidental.

Este rechazo a Occidente surge en un momento histórico apropiado, en el que las circunstancias favorecen tanto la crítica a la herencia recibida como el planteamiento de alternativas. Estados Unidos está viviendo desde la administración Obama un período de desconcierto doctrinal. Se ha perdido la cohesión mínima en el Congreso para que la acción exterior sea viable, derivando su ejecución en bandazos e imprevisibilidad. Ser aliado de Estados Unidos se ha convertido en una actividad de alto riesgo y la reivindicación de un “orden basado en normas” en un ejemplo de hipocresía, que genera más escándalo que admiración.

En el caso de Europa la percepción por parte de este grupo de países es la de un entorno geográfico y político ensimismado en su complejo y ambicioso proceso de integración. Un entorno en el que dichos objetivos contrastan con la realidad de divisiones profundas que abocan a una posición errática, sin rumbo y amenazada por el auge de los viejos nacionalismos.

Frente al liderazgo occidental surge como alternativa China, la potencia más relevante en el frente contrario al “orden liberal” y la mayor impulsora del grupo de los BRICS, tras intentar liderar el G-20 sin éxito. La diplomacia china no plantea un orden alternativo sino una posición hegemónica. A diferencia de Estados Unidos no trata de consolidar la paz ni, con este fin, de promover una cultura política determinada, la democracia. China sólo busca imponer su influencia para poder lograr sus objetivos nacionales. Para ello alienta el desacato contra Occidente al tiempo que fomenta la generación de relaciones de dependencia. Focaliza su acción en estados con dificultades económicas o relaciones difíciles con el bloque occidental, así como en potencias dubitativas. Quizás el aspecto más interesante sea su acción sobre aliados naturales de Occidente, por cultura política y desarrollo económico, pero que desconfían de su criterio en la gestión de los grandes temas internacionales. El caso más significativo es el del bloque de estados reunidos en ASEAN.

En el entorno BRICS estamos asistiendo a una nueva conceptualización de la democracia, caracterizada por el rechazo a la interpretación occidental, denostada por neocolonial y carente de sensibilidad a las respectivas herencias culturales. Desde la fundamentación en la singularidad cultural estamos asistiendo a un proceso de legitimación de regímenes autoritarios que se presentan como democracias, siguiendo el ejemplo de China. Que la democracia debe adaptarse a la sociedad es una obviedad, al fin y al cabo no es más que un instrumento para resolver la convivencia entre los ciudadanos. Que es posible la democracia fuera del ámbito occidental es algo que podemos constatar en un número elevado de estados, garantes de la independencia judicial, de la libertad de prensa y de elecciones libres. La democracia dejó de ser exclusiva de Occidente hace ya muchas décadas. Lo que reivindican desde los BRICS es la legitimación del autoritarismo o, en el mejor de los casos, de la “democracia iliberal” –aquellos regímenes que manteniendo la forma democrática han devenido en autoritarios al acabar con la independencia judicial y la libertad de prensa– ya que no han sido capaces de ofrecer una alternativa a la democracia. En realidad, detrás de todas estas críticas a Occidente se encuentra un involuntario homenaje a la democracia liberal como único régimen dotado de legitimidad de origen.

En el futuro inmediato sólo cabe esperar un auge de la influencia china y, con ella, del nacionalismo y del autoritarismo. En cualquier parte del planeta encontramos gobiernos incómodos con el cuestionamiento de su carácter democrático y con las exigencias de todo tipo para acceder al crédito. China está tratando de utilizar a este grupo para establecer una normalidad alternativa, en la que los gobiernos se liberen de estas presiones a cambio de romper sus ataduras con el bloque democrático y acogerse a su paraguas protector. El concepto “sur global” va en este sentido. Así como la “nueva ruta de la seda” cumple el papel instrumental para establecer acuerdos que sitúen a estos estados en la órbita gravitacional del emergente imperio chino.

A medio plazo podemos confiar en una reacción de estas sociedades contra sus propios dirigentes y contra China. La pérdida de controles democráticos aboca a la letal combinación de corrupción e incompetencia. Un estrecho vínculo con China tiende al establecimiento de relaciones de vasallaje, mucho más beneficiosas para el gobierno de Pekín que para quien con mayor o menor entusiasmo las subscribe. Para cuando esto ocurra el papel que pueda jugar Estados Unidos o la Unión Europea dependerá de sí mismas, de si han sido o no capaces de resolver sus problemas internos, si han fijado una estrategia sólida y si ésta resulta atractiva para el resto del mundo. No se entiende la emergencia de estas alternativas al “orden liberal” sin tener muy presente hasta qué punto la Alianza Atlántica ha perdido su razón de ser, como consecuencia de las crisis culturales que el conjunto de sus estados miembros viene sufriendo desde tiempo atrás. Si Occidente ha dejado de creer en sí mismo es ciertamente difícil que los demás lo hagan. China no está ofreciendo un orden alternativo sino sólo una liberación de presiones y condiciones. No hay valores en juego, ni nuevos principios, sino un discurso progresista y antiimperialista que trata de ocultar realidades que poco tienen que ver con esos objetivos.


Florentino Portero, analista de relaciones internacionales

Actividad subvencionada por la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores y Globales