La propuesta de reforma del impuesto de sociedades por parte de la Administración Biden marca un punto de inflexión, a la vez predecible y definitivo, en la historia de este tributo. Ya desde la crisis financiera y económica de 2008 iba perdiendo popularidad la receta liberal de bajar tipos y simplificar parámetros en la fiscalidad de las empresas, con el fin de incentivar la inversión y detener la huida de actividad económica hacia otros países. La considerable rebaja promovida por Donald Trump, posiblemente su éxito legislativo más notable, se ha revelado como el canto de cisne de los ‘supply-siders’ que, desde la época de Reagan, habían dominado el debate en esta área.
El plan de Biden gira en torno a tres ejes. El primero consistiría en subir el tipo nominal del impuesto de sociedades al 28 por ciento, situándose a medio camino entre el 35 por ciento que heredó Trump y el 21 por ciento en que lo dejó. El segundo supondría eliminar gran parte de las deducciones aplicables a los beneficios obtenidos por empresas estadounidenses en el extranjero, y la introducción de un tipo mínimo alternativo sobre el beneficio contable. El tercer eje, desvelado por el Financial Times, brindaría el apoyo de EE.UU. a un acuerdo global para gravar a las grandes multinacionales en función de las ventas que realizan en cada país.
Es irónico que Biden presentara su propuesta bajo el título de ‘made in America’. El presidente, demócrata de la vieja escuela que asocia los años dorados de EE.UU. con el auge de la industria manufacturera y los sindicatos, pretende que su plan inaugure un renacimiento de este sector. Lo cierto es que el plan es más bien ‘made in Europe’ y, más concretamente, ‘made in Paris’, donde se ubica la OCDE. Este club de países ricos y ‘casi ricos’, que cuenta entre sus miembros con muchos países de la UE (entre ellos, España) así como con Japón, Corea y México, lleva años alertando de una supuesta espiral descendente a medida que cada país reduce sus tipos fiscales para no perder competitividad.
Como remedio, la OCDE recomienda medidas para aumentar la transparencia de las grandes empresas sobre dónde domicilian sus beneficios, así como mayor coordinación entre países en relación a sus políticas fiscales. Los tecnócratas parisinos han recibido con entusiasmo la propuesta de Biden de imputar el impuesto de sociedades en proporción a lo facturado en cada país, en vez de donde presuntamente se genera el valor. Esta última es la fórmula tradicional de determinar la cuota correspondiente en cada lugar, pero se ha vuelto impopular porque fomenta la atribución de beneficios a jurisdicciones pequeñas con un marco impositivo favorable (que sus detractores describen como paraísos fiscales).
A medida que la propiedad intelectual ha ido ganando peso en la generación de valor, este tipo de prácticas de planificación fiscal se ha vuelto cada vez más frecuente. La OCDE y muchos otros juzgan esta tendencia como insostenible. Imputar el impuesto de sociedades en relación a la facturación le pondría fin, ya que esta es una variable que las empresas no pueden alterar por su cuenta; de ahí el renombre de la reforma entre quienes buscan recaudar más a través de este impuesto.
Para Biden y sus aliados en Washington, la propuesta tiene varios atractivos. En primer lugar, sirve como botón de muestra de su retorno al multilateralismo y la cooperación internacional, tan denostados por Trump. Por otra parte, esta medida ayudaría a la nueva administración en su objetivo de recaudar más a través del impuesto de sociedades, ya que EE.UU. no es solo una gran potencia productora, sino también consumidora. Un tributo basado en la facturación puede por tanto generar grandes cantidades para la hacienda estadounidense. A largo plazo, un cambio en este sentido también limitaría la competencia fiscal entre países, protegiendo la recaudación de EE.UU. frente a jurisdicciones como la de Irlanda, que han hecho de los bajos impuestos su gran baza para la inversión extranjera.
¿Qué impacto tendría el plan de Biden en Europa y España? Superficialmente parece positivo, ya que la UE lleva varios años intentando aplicar una reforma similar para sus Estados miembros, empeño en el que se ha encontrado con la oposición férrea de Irlanda y Luxemburgo, entre otros. En el ámbito puramente recaudatorio, España probablemente se vería favorecida en tanto que es un mercado consumidor relativamente grande pero con una fiscalidad poco atractiva para las multinacionales (según el modelo actual). Pero como bien saben los lectores de la Fundación FAES, una buena política fiscal depende no solo de sus efectos inmediatos, sino también de su impacto dinámico, esto es, de cómo afecta a los incentivos sobre la inversión empresarial y la innovación, que en última instancia determinan la productividad laboral y el bienestar económico.
Vista desde esta perspectiva más amplia, la propuesta de Biden resulta poco halagüeña, ya que podría redundar en menor inversión productiva en el futuro. Por mucho que se lamente la creciente movilidad de las empresas y el auge de la elusión fiscal (que no es ilegal), las últimas décadas también se han caracterizado por un ingente desarrollo tecnológico cuyos efectos enriquecedores son visibles en el día a día (y más aún en tiempos de pandemia). La pregunta es: ¿deparará el plan ‘Made in America’ un porvenir de menor dinamismo y mayor estancamiento, como lo fueron los años de Carter anteriores a la revolución fiscal y regulatoria de Reagan?