A lo largo de más de dos décadas, Madrid –capital y comunidad– ha consolidado una realidad política, económica, social y cultural que exaspera por igual a la izquierda y a los nacionalistas. A estos últimos porque Madrid ha emergido hacia una posición de vanguardia cuando creían que el Estado autonómico haría de Madrid la perdedora del proceso de descentralización política. A la izquierda le exaspera que Madrid se haya resistido a sus periódicos acosos, que haya demostrado los beneficios de una fiscalidad moderada, una actitud favorable al emprendimiento, un entorno libre de imposiciones identitarias que atrae talento y dinamismo empresarial y cultural.
Madrid ha absorbido sin conflictos significativos buena parte de la inmigración hacia España hasta convertirse en una sociedad pluricultural y diversa. Ha llevado a cabo un proceso de transformación urbana con pocos precedentes, extendiendo infraestructuras y dotaciones de transporte, educativas, sanitarias y culturales que han ampliado oportunidades y ayudado a generar unas amplias clases medias que optan por la estabilidad y cultivan el pluralismo.
Su economía ha experimentado una progresión que la sitúa claramente como la primera comunidad de España por renta, muy por encima ya de una Cataluña replegada y socialmente empobrecida. Estas claves explican cómo a pesar del desgaste y los errores del PP en años de gobierno, de la propia fragmentación del centroderecha y de las persistentes sombras en la trayectoria de antiguos responsables políticos que deben terminar de dilucidarse en los tribunales, la opción mayoritaria de los madrileños sigue siendo la de un proyecto político que ha favorecido la prosperidad y la libertad.
Lo llamativo es que en vez de preguntarse por qué Madrid presenta un rendimiento económico y social tan destacado, la pandemia parece haber desatado una oleada que sitúa a Madrid como diana de la descalificación. No deja de ser una forma de reconocer el éxito de Madrid, aunque se esconda en una argumentación tan poco consistente basada en los supuestos efectos del centralismo (¡precisamente en el país más descentralizado de Europa!) o en una pretendida competencia fiscal desleal, cuando lo cierto es que Madrid ha jugado y juega con las mismas reglas y los mismos márgenes de autonomía tributaria que todas las demás comunidades de régimen común. Que desde el gobierno valenciano se intente abanderar ahora esa oposición a “Madrid” es una estrategia absurda que desconoce la estrecha relación entre ambas comunidades y escamotea la contribución de Madrid a la actividad y el bienestar de esa comunidad. Porque con su éxito económico, Madrid ha asumido su deber de solidaridad en términos inequívocos. Madrid aporta el 68% del Fondo de Garantía de los servicios públicos esenciales, exactamente 4.039 millones de euros, frente a los 1.517 de Cataluña, según datos del Ministerio de Hacienda referidos a 2018. Según estos datos, de los 84.000 millones de euros recaudados en la Comunidad, solo 19.000 se quedaron para financiarla.
Madrid se ha convertido en el motor económico de España y esa evidencia debería llevar a una cierta prudencia a la hora de promover medidas que ahonden aún más una crisis económica nacional que ha adquirido proporciones devastadoras.
Y en estas, el Gobierno de Pedro Sánchez aterriza en la realidad madrileña afectada por el recrudecimiento de la pandemia, primero como si fuera una ONG en misión de cooperación y después, a través de su ministro de Sanidad, como acusador amenazante. En cuestión de horas se pasó de suscribir las medidas de la Comunidad a descalificarlas sobre la base de indicadores de contagios arbitrariamente establecidos sin explicar quiénes los respaldan y por qué no resultan de aplicación general en toda España, ocultando deliberadamente aquellos otros indicadores –mortalidad, por ejemplo– que deben incorporarse a cualquier análisis de impacto de la pandemia, cuya gravedad nadie ha ignorado.
Se comprende el valor simbólico que para la actual formación de Gobierno puede tener el que un catalán socialista amenace con “cerrar” Madrid. Pero más allá de juegos freudianos, ¿cuáles son las credenciales para que el Gobierno de Sánchez pretenda erigirse en adalid del rigor científico y la determinación política? ¿Acaso el proclamar a través de su científico en jefe que solo habría unos cuantos casos de COVID o que las mascarillas no servían para nada? ¿Tal vez la ocultación de 20.000 fallecidos que siguen siendo invisibles para las cifras oficiales o la “desescalada” dirigida por un comité científico que nunca existió? ¿Tal vez sea por la ineficacia que demostró a la hora de asegurar las compras de equipamientos sanitarios o la transmisión y gestión de las alertas internacionales sobre el impacto del virus? ¿Es que el Gobierno de Sánchez quiere que todos nos sumemos a su realidad paralela y proclamemos que de esta hemos salido más fuertes y que no debemos permitir que “la derecha” le estropee la celebración? ¿O a lo mejor es que la desidia a la hora de elaborar una legislación que permita instrumentos más eficientes de gestión de la pandemia –el plan B legislativo– es otro de los méritos que habría que reconocer al Gobierno para acreditar su superioridad en el combate contra la infección?
Hemos tenido el confinamiento más largo y estricto en Europa y, sin embargo –o mejor, también por ello–, sufrimos una recesión brutal y, al mismo tiempo, una nueva oleada que nos devuelve a la cola de Europa. Tal vez, de nuevo, la ingeniería propagandística a la que este Gobierno ha reducido su dedicación no pierda la esperanza de atribuir al PP semejante fracaso. En lo que sí tiene razón el Gobierno es en que no tenemos que elegir entre salud y economía. Bajo su mandato nos estamos quedando sin las dos.