Desde el día 7 de marzo el Gobierno ha aprobado cuatro normas –dos con rango de Real Decreto y otras dos con rango de Decreto-ley– en las que se adoptan distintas medidas para responder al impacto económico de la crisis causada por el COVID-19.
A pesar de esta avalancha legislativa, expresión de un Gobierno desbordado y desnortado, que va muy por detrás de una crisis de consecuencias incalculables, llama poderosamente la atención la resistencia del Ejecutivo a adoptar las medidas tributarias que la situación exige.
En realidad, la única medida efectiva en esta materia se incluyó en el Real Decreto 7/2020, de 12 de marzo, al permitir el aplazamiento de las deudas tributarias de las PYMES, cuyo plazo de declaración e ingreso finalice entre los días 13 de marzo y 30 de mayo, con límite conjunto de 30.000 euros por obligado tributario. Se incluyen deudas que ordinariamente no se pueden aplazar, como las correspondientes a pagos fraccionados, retenciones e ingresos a cuenta, y las derivadas de tributos repercutibles como el IVA. El plazo de aplazamiento será de seis meses, no devengándose intereses de demora durante los tres primeros.
Aunque este aplazamiento suponga un alivio a corto plazo en la tesorería de unas empresas a las que el bloqueo económico priva de ingresos, resulta claramente insuficiente en su duración temporal, y parece poco presentable en este contexto que en los tres últimos meses de aplazamiento, obligado por la situación, se exija el pago de intereses de demora.
Buena prueba del desconcierto del Gobierno lo encontramos en la suspensión de plazos para la tramitación de los procedimientos administrativos en todas las entidades del sector púbico, aprobada en la Disposición Adicional tercera del Real Decreto 463/2010, de 14 de marzo.
La propia Agencia Tributaria publicó una nota en la que advertía que los plazos en los procedimientos tributarios serían ampliados mediante un cambio normativo. Mientras tanto, en relación con los trámites pendientes, no se considerarán incumplidos los mismos.
Sin embargo, el Real Decreto 465/2020, de 17 de marzo, que modifica el anterior, excluyó de la suspensión de plazos administrativos a los procedimientos tributarios y en particular a los plazos para presentación de declaraciones y autoliquidaciones tributarias. Por otra parte, la suspensión tampoco será aplicable en los procedimientos administrativos en los ámbitos de la afiliación, la liquidación y la cotización de la Seguridad Social.
En la misma línea, el Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, dejó fuera de los aplazamientos a las deudas tributarias resultantes de autoliquidaciones, y a las de notificación colectiva y periódica, como el Impuesto de Bienes Inmuebles.
Podemos concluir que el Gobierno o carece del necesario rigor técnico al diseñar esta norma o carece de la sensibilidad necesaria ante los problemas que tienen que afrontar los contribuyentes que se han quedado sin ingresos para pagar impuestos y cotizaciones sociales. Fuera de este ámbito de los aplazamientos, de reducciones impositivas no hay prácticamente ni una palabra. Solamente la exención de tributación de la cuota gradual de documentos notariales a las escrituras de formalización de las novaciones contractuales de préstamos y créditos hipotecarios que se produzcan al amparo de las normas promulgadas.
Nada hay que objetar a una exención que va a tener una incidencia insignificante en términos recaudatorios, pero que obviamente beneficiará a los que tengan que acogerse a estas medidas de novación.
Sin embargo, la soledad de esta medida apunta en este caso a un interés publicitario más que a la búsqueda de efectividad en sus actuaciones. Sobre todo, teniendo en cuenta que hace un año vivimos un importante debate sobre este impuesto, y un cambio legislativo que, ignorando principios elementales de incidencia impositiva, llevó a proclamar que los impuestos serían soportados por la banca. No cabe sino pensar que el Gobierno reconoce ahora que el impuesto recae finamente sobre el comprador, ya que nadie puede creer que pretenda favorecer a los bancos.
Ni medidas en favor de autónomos, ni de empresas, ni de contribuyentes individuales. Mientras Ayuntamientos como el de Madrid exprimen las posibilidades que les otorga la Ley de Haciendas Locales para disminuir el Impuesto sobre Bienes Inmuebles, el de Actividades Económicas o las tasas locales, ni una actuación por parte del Gobierno.
El panorama apunta a la desolación. Locales cerrados por los que habrá que pagar el IBI. Negocios sin ingresos pero con obligaciones fiscales. Autónomos sin actividad, pero obligados a seguir cotizando a la Seguridad Social, y suma y sigue.
Hace unas semanas el Gobierno nos amenazaba con una importante subida de impuestos, llegando incluso a cuestionar las competencias tributarias de las Comunidades Autónomas como Madrid, que disienten de sus directrices. O rectifica rápidamente, aparca sus prejuicios ideológicos, y aprueba nuevas medidas que la situación requiere, o el infierno fiscal del que muchos alertábamos acabará por consumir buena parte de nuestra economía.