Vicente de la Quintana es colaborador de la Fundación FAES
Forma parte del arsenal teórico de la izquierda, de toda la izquierda, una determinada aproximación al acontecer histórico, fruto de su concepción del progreso. El concepto de progreso es bastante más complejo que el banderín de enganche del progresismo. Hay en él una tensión particular: la tensión entre una idea de avance automático y otra idea de realización humana, como logro de una meta racionalmente concebida.
Esa tensión recorre toda la historia de la idea de ‘progreso’. Para la Ilustración era fácil resolverla poniendo el acento unas veces en la actividad a que está llamado el hombre y otras en un movimiento irreversible que empujara espontáneamente tanto las cosas como el pensamiento y la voluntad. El proceso de secularización del siglo XIX coloreó la idea con un tinte ético: se interpretaba la historia desde un final dado por seguro, como la secuencia de las luchas y victorias conducentes a él. Por ese camino, el final de la Historia, su ‘consumación’, se convertía en un valor de este mundo, exigido por la razón. El Reino de la salvación ya no necesita esperar una Gracia que se otorga, un día del Juicio o un soplo del Espíritu; se construye piedra sobre piedra con las propias manos. De hecho, esa construcción está en marcha. Incluso las fuerzas de la reacción promueven, contra su voluntad, el progreso, al reforzar, con su resistencia, los esfuerzos de los buenos y provocar las revoluciones que de un golpe aceleran su carrera. Según la blasfemia de Comte, la humanidad se acercaba al estadio desde el cual podría “organizar la Providencia”.
Mientras la ingenua fe progresista desarrollaba la historia desde su consumación convirtiéndola en prefacio de sí misma, el materialismo dialéctico la desarrollaba hacia el futuro convirtiendo este en resultado necesario del movimiento histórico. Por ambos caminos se llegaba a la completa secularización de la historia y a la idea de su consumación aquí abajo.
Las categorías del materialismo histórico delatan su origen escatológico: el salvador elevado en el sufrimiento, los elegidos que han de pasar por todas las pruebas, el dualismo de fuerzas históricas que forman cada vez más claramente dos ejércitos, la certeza en la victoria de una parte y en la correspondiente derrota de la otra, la lucha sin tregua final, el juicio definitivo y la entrada triunfal en el Reino sin fin.
La escatología marxista parte del principio hegeliano de que “todo lo real es racional”: el socialismo científico se abstenía de emitir juicios de valor sobre las situaciones históricas. La historia no conoce lo monstruoso. Cuanto existe, debe existir. Imitando el rigor con el que se formula una ley física, el marxismo decía haber penetrado el sentido último de la historia; su revelación: el proletariado pondrá fin a la producción burguesa y se constituirá en clase gobernante.
Este último resultado requería algunas etapas, tan inexorables como trágicas. Estas: el capitalismo, hijo de los descubrimientos de la Edad Moderna, se caracteriza por la existencia de un mercado universal en que colocar los productos; constituye una necesidad vital del régimen abrir siempre vías a una producción creciente. Pugna de la producción y del comercio y choque de los intereses de las diversas economías nacionales; guerras entre naciones que son guerras económicas: la burguesía, clase que se extiende por todo el mundo, entra en lucha consigo misma. Desequilibrio entre la oferta y la demanda que determina periódicamente crisis de superproducción y crisis comerciales. Como consecuencia, paro forzoso, con su cortejo de hambre y desdichas. Formación de la reserva del ejército industrial, que con sus apremios acelera el proceso de la miseria. Pero la miseria no es un mal, porque es la condición de la victoria proletaria; la anarquía de la producción (dice Marx), siendo “la fuente de tanta miseria, es al mismo tiempo la fuente de todo progreso”. La lucha de clases se desarrolla entonces en condiciones favorables para la más numerosa, que, aprovechándose del descontento general y apoyándose en una potente disciplina, puede lanzarse fácilmente a la expropiación de los pocos expropiadores que quedan, en cuyas manos se ha acumulado la riqueza.
Este es el momento catastrófico: el del asalto a la fortaleza capitalista. A este acto de revolución social sucede un período, designado con el nombre de dictadura del proletariado. Y a la dictadura del proletariado sucederá el comunismo integral. De esta manera, Marx convierte las postrimerías en primicias y el futuro en clave de toda la historia.
Más allá del marxismo, la visión progresista de la historia comparte, en alguna medida, esa idea secularizada del Reino de Dios. Un Reino de Dios en este mundo, convertido en Paraíso futuro de la civilización. Como diría Chesterton, estamos ante una de esas ideas cristianas “que se han vuelto locas” y que infestan nuestra modernidad tardía.
Pero el mundo ya no salmodia la letanía del viejo marxismo. Entonces, para la nueva izquierda, ¿sigue teniendo la historia una consumación aquí abajo? Siendo la historia Dios, y la izquierda, su profeta, ¿cuál es el significado de los momentos catastróficos según el magisterio de esa iglesia que dice tener el futuro de su parte?
NAOMI KLEIN Y LA MORTAL NORMALIDAD
Por contraste con el sabor seco y agrio del viejo marxismo, las formulaciones de la nueva izquierda empalagan un poco. Los momentos catastróficos ya no son el resultado de las contradicciones internas del capitalismo, sino la excusa perfecta para que corruptas élites en la sombra aprieten el dogal con que sojuzgan poblaciones progresivamente empobrecidas. Un deslizamiento melodramático.
Todavía en 2008 la izquierda radical podía ensayar explicaciones del ciclo económico metiendo con calzador versiones más o menos corregidas del esquema marxista. Pero la de ahora no es una “crisis de sobreproducción”, ni una de las “crisis recurrentes del sistema de producción capitalista”, ni un fallo masivo del mercado. Un pequeño organismo de algunas decenas de nanómetros ha decretado un “¡paren máquinas!” general. Que la nueva izquierda explique de qué forma el capitalismo sigue siendo culpable.
En un encuentro virtual el pasado 26 de marzo, la periodista y activista canadiense Naomi Klein, desde su domicilio en New Jersey, describía así su visión sobre la crisis inducida por el coronavirus: “Esta es una crisis global que no respeta fronteras. Por desgracia, los líderes en todo el mundo están buscando la forma de explotarla. Así que nosotros también debemos intercambiar estrategias”.
Klein ha venido teorizando sobre la “doctrina del shock” y lo que ella llama “capitalismo de la catástrofe”. Su tesis: las situaciones de gran emergencia, como una pandemia, son aprovechadas por las élites para acometer reformas impopulares que exacerban las fracturas económicas y sociales; pero también son, en igual medida, oportunidades de cambio drástico.
Escuchar a Klein resulta familiar: “Creo en el distanciamiento social, necesitamos quedarnos en casa. Y una de las razones es que nuestros líderes no prestaron atención a las señales de advertencia e impusieron una brutal austeridad económica en el sistema público de salud, dejándolo en los huesos y sin la capacidad de lidiar con este tipo de situación que estaban viendo”. Klein se fija en el sur de Europa, descrito por ella como “la zona cero de las políticas de austeridad más sádicas” tras la crisis financiera de 2008, y formula una pregunta retórica: “¿Sorprende que sus hospitales, a pesar de tener atención médica pública, se encuentren tan mal equipados para enfrentar esta crisis?”.
La invectiva contra el “capitalismo depredador” encarna en la denuncia de “directores ejecutivos y políticos con un largo historial de servicio a los intereses de las corporaciones”. Si la gestión de la reconstrucción de Nueva Orleans tras el huracán ‘Katrina’ sirvió a Klein como ilustración de su tesis sobre el “capitalismo del desastre”, ahora ve un nuevo paralelismo con la designación de Mike Pence como responsable de la Administración Trump para la respuesta a la crisis del coronavirus. Porque el actual vicepresidente norteamericano había sido señalado por Klein como autor del “saqueo de Nueva Orleans” en aquella ocasión.
En Klein, la denuncia del “capitalismo” como patología inhumana (“siempre ha estado dispuesto a sacrificar la vida a gran escala en aras de la ganancia”) esgrime como prueba de cargo ciertas peticiones de apertura de negocios que, dice, supeditan la pérdida de vidas a la reactivación económica: “Esa es la historia del colonialismo, de la trata transatlántica de esclavos, de las intervenciones estadounidenses por el mundo… Es un modelo económico empapado en sangre” (…). “Las personas que antes no lo veían están encendiendo la televisión y viendo a los comentaristas y políticos de Fox Newsdecir que tal vez deberían sacrificar a sus abuelos para que podamos subir los precios de las acciones. ¿Qué tipo de sistema es este?”.
Según Klein, nada nuevo bajo el sol del capitalismo desastroso que gobierna el mundo, salvo, esta vez, la magnitud global del daño infligido: “Ahora, debido a nuestra profunda crisis ecológica, debido al cambio climático, es la habitabilidad del planeta lo que se está sacrificando. Es por eso que debemos pensar qué tipo de respuesta vamos a exigir, y esta tiene que estar basada en los principios de una economía verdaderamente regenerativa, basada en el cuidado y la reparación”.
Si Marcuse denunciaba la sociedad de consumo desde la California a la que había emigrado, Klein perora contra YouTube desde YouTube. Lo que debe condenarse, sostiene, es lo que llama la ‘distopía de Silicon Valley’. Así lo recoge la grabación del encuentro a que nos referimos, subida a… YouTube: “El hecho de que estemos distanciados significa que ahora muchos de nosotros estamos pasando nuestras vidas pegados a las pantallas.
Nuestras relaciones sociales están mediadas por plataformas corporativas como YouTube, Twitter, Facebook, etc. Nuestra ingesta calórica diaria nos la entrega Amazon Prime. Y las personas que están haciendo ese trabajo son increíblemente vulnerables”.
Para Klein, la ‘nueva normalidad’ debe ser algo más que un marbete publicitario: “Cuando la gente habla sobre cuándo las cosas volverán a la normalidad, debemos recordar que la normalidad era la crisis. ¿Es normal que Australia ardiera hace un par de meses? ¿Es normal que el Amazonas ardiera un par de meses antes? ¿Es normal que a millones de personas en California se les haya cortado la electricidad repentinamente porque su proveedor privado cree que esa sería una buena manera de prevenir otro incendio forestal? Lo normal es mortal. La ‘normalidad’ es una inmensa crisis. Necesitamos catalizar una transformación masiva hacia una economía basada en la protección de la vida”.
Klein advierte en la crisis del coronavirus, y no es la única, la corroboración de sus prejuicios ideológicos. El estímulo para sacar la consecuencia política pertinente: “Necesitamos estar indignados, muy indignados. Necesitamos inspirarnos por el tipo de movimientos de masas que han derrocado a los gobiernos en momentos de crisis anteriores”.
ZIZEK Y EL ‘KILL BILL’ NEOCOMUNISTA
Mientras esto se redacta, se anuncia inminente la publicación de Pandemia. Covid-19: el virus que estremece al mundo, del filósofo esloveno Slavoj Zizek, que acaba de aparecer en inglés en la editorial O/R Books.
Discípulo de Badiou, el teorizador de la “hipótesis comunista” (la revolución es tan empíricamente imposible como trascendentalmente necesaria), nos viene instando desde hace tiempo a elegir entre “la ley de la jungla” de un mundo entregado a una suerte de darwinismo social o algún tipo de “comunismo reinventado” a escala global.
En un reciente artículo que adelanta el contenido de su último libro, Zizek ensaya su “hipótesis” a la luz que proyecta esta pandemia global. Para perfilar ese nuevo comunismo, se remite a unas declaraciones del director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, cuando señaló que “esta pandemia se puede contener, pero solo con un enfoque colectivo, coordinado e integral que involucre a toda la maquinaria del Gobierno”. Zizek abunda en el sentido de que se “debería ir mucho más allá de la maquinaria de los gobiernos” para abarcar “la movilización local de personas fuera del control estatal, así como una coordinación y colaboración internacional fuerte y eficiente”.
La necesaria movilización de ingentes recursos públicos es vista por analogía a la economía de guerra como evidencia de una necesidad planificadora y síntoma de las limitaciones tanto de la “globalización del mercado” como del “populismo nacionalista que insiste en la soberanía estatal plena”. Solo habrá salvación en la “coordinación y colaboración global”.
Zizek también denuncia el punto de vista “cínico-vitalista”, según el cual una pandemia como la que está sufriendo el mundo sería una “infección beneficiosa” y contemplaría con aprobación un proceso drástico de selección natural. Según él, su enfoque de “comunismo amplio” sería el único capaz de postergar la visión “cínico-vitalista”. Lo formula así: “El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo ‘Kill Bill’ que podría reinventar el comunismo”. Zizek estrecha toda elección a esta opción binaria: la reinvención del comunismo o el triaje.
Es parte del estilo de Zizek, según Roger Scruton, “dejar caer de vez en cuando declaraciones escandalosas que en un primer momento parecen ser patinazos de su pluma, pero que después se acaba descubriendo que son el verdadero contenido de su mensaje”. Ejemplos en su bibliografía: “no debemos rechazar el terror en su totalidad, sino reinventarlo” (a Zizek le encanta reinventar horrores); o su defensa de la Revolución Cultural de Mao, incluidos los millares de muertos que provocó, entre otras muestras de… ¿cinismo?, ¿provocación?
Pero la “hipótesis comunista” no es ni alternativa, ni hipótesis ni nada que pueda adquirir mínima concreción; es pura negatividad. De nuevo en palabras de Scruton: “Badiou y Zizek se implican con todas sus fuerzas y sin ningún tipo de duda en toda causa que, de una forma u otra, cuestione y se enfrente al orden de las democracias occidentales. Se oponen a la democracia parlamentaria y no tienen ningún reparo en defender el terror (debidamente estetizado) como forma de expresar su glamurosa indiferencia. Pero no aceptan la obligación de analizar las posibles alternativas ni de proponer una. (…) Cuando se refieren a la política real, escriben como si la negación bastara. Ya sea la Intifada palestina, el IRA, la Venezuela chavista, los ‘sin papeles’, el movimiento Occupy o cualquier otra causa radical, lo que les estimula es atacar al ‘Sistema’. La alternativa es ‘innombrable en el lenguaje del sistema’”.
Añadamos a esa enumeración la crisis actual, y no esperemos del volumen en prensa de Zizek mayores precisiones.
IDEOLOGÍA Y REALIDAD
Mientras el mundo experimenta un golpe recesivo de magnitud inédita desde la Segunda Guerra Mundial, con una masiva destrucción de empleo y se diezma el tejido productivo, parece que vuelve a resultar tentadora la recusación del “capitalismo”.
Klein y Zizek, pero también activistas climáticos como Eric Holthaus, o naturalistas como Jane Goodall se apuntan a una larga lista de airadas impugnaciones.
Pocos se plantean que la pobreza material extrema ha sido la condición normal de la inmensa mayoría de la humanidad a lo largo de la historia. Tan solo hace pocos cientos de años eso empezó a cambiar para millones de personas. Pocos se plantean si la verdadera pregunta que nos debemos hacer no será otra: ¿cómo es posible que vastas extensiones del mundo dejaran de ser pobres por primera vez en la historia?
Lo cierto es que en el origen de esta pandemia están las mentiras, la ocultación y la falta de transparencia del Partido Comunista Chino. En su desarrollo, respuestas entorpecidas por el lastre burocrático de Estados tan omnipresentes como impotentes en su reacción. Y en cuanto a su naturaleza, no olvidemos que no ha habido que esperar a la “globalización capitalista” para que la humanidad sufriera el azote de pandemias recurrentes a lo largo de la historia.
En todo el mundo, son las sociedades desarrolladas las que priorizan las necesidades medioambientales. Los auténticos avances científicos no provienen tanto de organizaciones internacionales burocratizadas o de sociedades estatalizadas como China, Rusia o Irán, como de compañías privadas y de científicos desvinculados de toda orientación gubernamental en países como Estados Unidos, Alemania, Corea del Sur o Israel. Pagar más a los trabajadores ‘esenciales’ en la medida en que su trabajo deviene más ‘crítico’ es pura lógica “capitalista”. La desigualdad claro que puede ser un problema, pero la solución será la creación de más riqueza, no su racionamiento.
La mayoría de las veces en que es usada la palabra “capitalismo” con propósitos infamantes (ya el término es invención de sus adversarios) se sugiere la existencia de una teoría global para explicar nuestra sociedad y una estrategia para transformarla.
Se usa la misma palabra para designar realidades muy distintas. Con el mismo rótulo se etiqueta como “capitalismo de Estado” lo que según la Escuela de Frankfurt describe al Estado soviético y según otros a la Rusia o la China actuales. En Occidente, el desarrollo del estado de bienestar, la expansión de la propiedad, el aumento de la movilidad social, las cooperativas, o el autoempleo, que han transformado tanto las sociedades desarrolladas desde el siglo XIX, no han conseguido agrietar la solidez maciza de la palabra “capitalismo” cuando es usada como proyectil.
Una capa de plomo ideológico pesa sobre las cuestiones económicas. Lo económicamente correcto funciona también como policía del pensamiento para amordazar a cualquiera que tema ser convicto de “ultraliberalismo”.
Durante la Guerra Fría era fácil apelar a una sencilla dicotomía entre el Occidente libre de la competencia y el Este colectivista de la planificación. Tras la caída del Muro, debe constatarse que la economía de mercado también tiene rostros distintos, pluralidad de formas, que conoce la heterogeneidad. Modelo anglosajón, ‘capitalismo renano’ de la pequeña empresa y la fobia al monopolio, modelo escandinavo de flexibilidad laboral combinada con niveles muy altos de protección social… Hay más cosas en la variedad real de formas de economía de mercado, de las que han sido soñadas en algunas filosofías… y reducidas a la expresión “capitalismo”.
La izquierda radical vuelve a incurrir, mientras la pandemia azota el mundo, en dos viejos errores. Se siente profeta, vaticina el futuro y busca culpables a la medida de sus prejuicios ideológicos. Siempre esperando la “crisis final”; siempre aguardándola con la ‘historia’ bajo el brazo, como el atestado de un Juicio Final que tiene sentado en el banquillo al primer hombre que dijo “esto es mío”, aguardando una sentencia ya redactada desde la invención de la propiedad.
Pero la futurología es un juego muy arriesgado. Para todos, no solo para la izquierda. Demasiadas veces ha fallado como para volver a ensayarlo impunemente. El político y autor británico Norman Angell, Premio Nobel, publicó su obra más resonante, La Gran ilusión, argumentando, entre otras cosas, que el libre comercio había convertido la posibilidad de guerra en Europa en una eventualidad tan irracional como obsoleta. El libro se publicó en 1910. Las ediciones posteriores necesitaron, como se puede suponer, correcciones adicionales y cierta reescritura.
Cuando tanta gente especula acerca del aspecto que tendrá el mundo después de esta trágica resaca, un cierto grado de humildad se hace imprescindible. Tanto como recordar algunas maneras típicas de equivocarse, tan humanas como reprensibles, a las que todos somos proclives. Por ejemplo, usar cualquier catástrofe como megáfono amplificador para nuestras opiniones políticas previas, sean estas las que sean.
La izquierda radical, hemos visto, gusta de ver en esta crisis una vindicación de sus propios puntos de vista; cierta derecha la usa para explicar alguna de sus posiciones (la importancia de las fronteras nacionales, por ejemplo). Los activistas del ecologismo aprovecharán también la oportunidad para avanzar posiciones. Y quienes impulsan las políticas de identidad seguro que encontrarán en la virología un instrumento para justificarse. Aunque, en este último caso, resulte más difícil imaginar su buen éxito. La gente, cuando tiene problemas reales, pierde la paciencia con los problemas inventados.
Tal vez sea la hora de los juicios ponderados. Descubrir la virtud de las fronteras, pongamos por caso, no debería ser abogar por reacciones desordenadas en Europa ni objetar la necesaria colaboración entre países.
Discutir el manejo humano de la globalización no puede implicar el olvido de que la peste asiática se difundió en Europa en la Edad Media. En una entrevista reciente, Alain Finkielkraut proponía: “Dejemos, entonces, de dárnoslas de listillos y de querer encerrar la realidad en nuestros sistemas”. Y recordando a Péguy: “Todo es inmenso, excepto el saber”.
En esa entrevista, Finkielkraut sostenía que “todavía no nos hemos rendido al nihilismo”. Porque si Klein o Zizek ven un mundo en crisis, presa de una fría lógica de mercado extendida hasta el tratamiento de la vida como mercancía, con mayor o menor valor según su utilidad marginal, Finkielkraut recordaba, al comienzo de la crisis, lo que de verdad tenemos delante de nuestros ojos, algo tan distinto, que resulta ser todo lo contrario: “Si la lógica económica lo dominara absolutamente todo, nuestras sociedades habrían elegido la no intervención, con lo cual la mayoría de la población se habría contagiado y se habría inmunizado. Habrían muerto los más ancianos, los más vulnerables; en resumen, las bocas inútiles. No hemos querido esta selección natural. (…) La vida de un anciano vale tanto como la de una persona en plena posesión de sus fuerzas. La afirmación de este principio de igualdad en la tormenta que estamos atravesando demuestra que el nihilismo aún no ha vencido, y que seguimos siendo una civilización”.