En España, los titulares de los órganos del Estado juran o prometen para acceder al cargo que ostentan. Su juramento o promesa significa un compromiso que vincula su conducta futura a obligaciones determinadas. A todos los ciudadanos nos interesa que no juren en vano, porque, como recordaba recientemente Francesc de Carreras, las conductas de quienes encarnan poderes públicos afectan a nuestros derechos: sus promesas son nuestras garantías de libertad.
En la España de hoy, la heredera al Trono jura la Constitución cumpliendo lo previsto en su artículo 61. Solemnemente, sin reservas mentales; sin añadir cláusulas ajenas a la fórmula ritual. Jura “desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes, así como respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas, con fidelidad al Rey”. Adquiere así un compromiso moral y público ante los representantes de la soberanía nacional.
El secretario primero de la Mesa del Congreso, el diputado Gerardo Pisarello, asistirá como testigo cualificado a este acto[1]. A pesar de haberlo tachado de “anacronismo”, y de haberse referido a la monarquía como “antigualla” incompatible con la democracia. El diputado Pisarello, además, prometió hace dos meses acatamiento a la Constitución, en la sesión constitutiva de Cortes, haciéndolo “en el nombre de su república”, signifique esto lo que el secretario tenga por conveniente. Menos mal que el señor Pisarello también prometió hace unos días –algo campanudo– que asistiría a la jura de la Princesa observando una total “dignidad republicana”. A la vista de los antecedentes, si esta vez cumple su promesa la bandera nacional del salón de plenos se lo agradecerá.
En la España de hoy –ya se ve–, las princesas juran más en serio que muchos diputados y senadores. Una autoridad simbólica jura, con todas las consecuencias, para consolidar su derecho a una expectativa; y mientras, muchos poderes efectivos niegan una promesa sincera en su ocupación inmediata del cargo.
Monarquía y democracia
“España ha superado muchos antagonismos que –no sin razones históricas– estuvieron presentes en tiempos próximos de nuestra historia, tales como el clericalismo y el anticlericalismo o monarquía y república. El problema ideológico de las formas de gobierno no tiene sentido en el mundo moderno, y que domine una u otra forma es, más bien, un resultado de la historia que algo que pueda plantearse en términos de metafísica política. Por otra parte, la experiencia histórica universal y principalmente europea ha demostrado que la monarquía es una forma política con extraordinaria capacidad de adaptación y que, en modo alguno, es, por esencia, opuesta no sólo al desarrollo democrático, sino también al social, como lo han demostrado las monarquías nórdicas”.
Con estas palabras se abre el “Inédito sobre la Constitución de 1978” de Manuel García-Pelayo. Publicado en 2021, se trata de un dictamen exhumado ahora y redactado por su autor antes de inaugurar la presidencia del Tribunal Constitucional –de aquel Tribunal Constitucional–. Evacuado a instancias de un senador de la UCD, su lectura se recomienda sola; incluso puede aventurarse que resultaría provechosa para el secretario Pisarello. Porque en materia de “dignidad republicana”, García-Pelayo todavía puede dar lecciones a tantos que, refiriéndose a nuestra historia reciente, tocan de oído y desafinan lastimosamente.
Estallada la Guerra Civil, en agosto de 1936 García-Pelayo regresa de Alemania, donde cursaba estudios con profesores como Carl Schmitt, quien le despidió en su casa regalándole un libro sobre Scharnhorst en el que escribió una cita de Jünger: “Nadie muere antes de cumplir su misión, pero hay quien la sobrevive”. Vuelve a España para alistarse en el Ejército Popular de la República, en el que sería oficial de Infantería y luego capitán de Estado Mayor, participando como jefe de la Agrupación de Divisiones Toral en el frente de Extremadura. Tras la guerra, padeció cárcel (Gandía y Madrid) y reclusión en campos de concentración (Albatera y Porta Coeli), obteniendo finalmente el indulto en 1942. Es este “digno republicano” el que traza los renglones arriba transcritos bajo el epígrafe: “Capítulo 1. Superación de problemas históricos: Monarquía/Republica”.
García-Pelayo no decía ahí que las formas de gobierno fuesen indiferentes; apelaba a la “experiencia histórica” española y europea para avalar esta monarquía parlamentaria de 1978. En los albores de la Segunda República, Gabriel Maura se pronunciaba en parecidos términos: “La accidentalidad de las formas de gobierno es pedantería pedagógica que encubre una mentira, cuando no una gran estafa política. Quien examine desde la cátedra el valor relativo de las instituciones, puede afirmar con exactitud que los más antitéticos regímenes han deparado simultáneamente a varios pueblos, o sucesivamente a uno cualquiera de ellos, tranquilidad y bienandanza. Pero el hombre político que ha de discurrir sobre realidades positivas, refiriéndolas a lugar y tiempo determinados, no tiene derecho a desconocer que a la contextura propia de cada nación, en cada momento histórico, se adapta una única forma de gobierno, y que si prescinde de ella cuando la posee o no acierta a instaurarla cuando se rige por otra, amén de vivir en perpetua inquietud no podrá desarrollar cumplidamente sus energías, interiores ni exteriores”[2]. Los dictámenes coincidentes de un combatiente republicano y un monárquico impenitente –ambos “antifranquistas”– abonan una desconfianza preliminar hacia los reniegos del doctor Pisarello.
Democracia y tradición
Puede sospecharse, además, que el secretario primero de la Mesa incurre en el vicio que denuncia. Porque todo eso de la Corona como antigualla, de lo irracional del principio dinástico, de lo desfasado de la monarquía en una democracia… es de lo más anacrónico. Tiene todo el rancio sabor del racionalismo de escuadra y cartabón: la historia no cuenta para una razón política entendida como ciencia exacta, las constituciones se fabrican en alambiques universitarios y la convivencia se improvisa cada amanecer. Todo muy viejo y muy propio de los que, en política, tienen demasiada fantasía y ninguna imaginación.
Porque hablamos del juramento constitucional de la heredera al Trono en una monarquía parlamentaria donde la legitimidad democrática no se discute. En el siglo XIX, tras la Revolución y las guerras napoleónicas, los doctrinarios acuñaron una fórmula teórica de equilibrio al concebir la Constitución como un pacto entre el Rey y el pueblo. Reconocían un poder del pueblo que les parecía incontrastable, pero pretendían salvar la sustantividad del poder del monarca y la independencia de su legitimidad. Teóricamente, la concepción doctrinaria aspiraba a guardar una posición de equilibrio entre concebir la Constitución como una Carta otorgada por el poder real y verla como expresión de la soberanía nacional. La Constitución de 1876 respondía a esa concepción doctrinaria y aun podría decirse que fue la más inteligente realización histórica de la misma. “El rey –decía Cánovas del Castillo– no jura la Constitución para ser rey sino por serlo”.
Pero hoy la española es una monarquía parlamentaria en la que los reyes juran la Constitución “para” serlo, y en ese trastoque de preposiciones hay mucho más que un detalle gramatical. La Constitución ya no es un pacto entre el Rey y el pueblo; la Constitución es la expresión misma de la soberana autoorganización de la nación en Estado. El jefe del Estado es un órgano más de la Constitución, que tiene su título de jefe de Estado en virtud de la misma.
En este contexto, la Corona encaja no sólo porque “no moleste”, dado que el rey “reina, pero no gobierna”. Encaja como institución tradicional. “Institución”: algo que se funda en un momento del tiempo y perdura encarnado en titulares sucesivos con los que no se confunde. “Tradicional”: la tradición importa en tiempos de ‘deconstrucción’ y autodesprecio histórico. Porque nos recuerda que la democracia se asentó en cuerpos políticos dados, “que ya estaban ahí”: que precedían, haciéndolo posible, el “plebiscito cotidiano”. Nos recuerda que la soberanía nacional no la ejerce un censo puntual en una sucesión de momentos discretos, sino que se despliega en una continuidad histórica que abarca generaciones.
Atendiendo a esta idea, que en Inglaterra ha sido casi “ambiental”, Chesterton podía hablar de la “democracia de los muertos” para identificar democracia y tradición. El pasaje es conocido; ocurre cuando en Ortodoxia define su posición política como la de un demócrata, en estos términos: “Pero hay algo que desde mi juventud nunca he logrado comprender y es de dónde se ha sacado la gente la idea de que la democracia era en cierto sentido opuesta a la tradición. Es evidente que la tradición no es otra cosa que la democracia extendida en el tiempo. Consiste en confiar en un consenso de voces normales antes que en un registro aislado o arbitrario. (…) La tradición puede considerarse una extensión del derecho a voto. Equivale a conceder el voto a la clase más oscura de todas: nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos. La tradición se niega a dejarse someter por esa oligarquía reducida y arrogante que sólo por casualidad sigue hollando la tierra. Los demócratas rechazan cualquier discriminación basada en el nacimiento; la tradición rechaza la discriminación basada en la muerte. La democracia nos enseña a no despreciar la opinión de un hombre válido, aunque sea nuestro caballerizo; la tradición nos pide que no la despreciemos, aunque sea nuestro padre”[3].
Para que la elección democrática sea racional, conviene que tenga lugar en el contexto de instituciones y procedimientos que den voz a las generaciones ausentes y venideras. Porque tales instituciones y procedimientos imponen a los representantes elegidos por el sufragio de un día una actitud de tutela, en virtud de la cual las exigencias inmediatas de los vivos pueden moderarse en interés del futuro a largo plazo de la sociedad. Pues bien, una de estas instituciones es la monarquía. Precisamente por no ser elegido por votación popular, el monarca no es concebido simplemente como representante de los intereses de la generación actual. Él (o ella) nace en el cargo, y lo transmite a un sucesor legalmente definido. Su voz resuena en el ámbito intergeneracional que requiere el proceso político. Los monarcas son, en un sentido muy real, la voz de la historia, y su forma de acceder al cargo subraya los fundamentos de su legitimidad en la historia de un pueblo. Deben su autoridad y su influencia precisamente al hecho de que hablan en nombre de algo “distinto” de los deseos actuales de la generación presente, algo vital para la continuidad y la comunidad que está implicado en el acto mismo de votar: el recuerdo de que esos que votan son una nación fraguada en la historia.
Es cierto que el tradicionalismo español confundió a menudo la tradición con la mera costumbre; la transmisión con el uso inveterado. Pero la genuina tradición de que hablamos no consiste en –pongamos– tirar una cabra desde un campanario. No estamos refiriéndonos a ninguna legitimidad fundada en la santidad de lo habitual. Lo consuetudinario no es lo tradicional; puede ser su vehículo a veces, pero no se confunde con ello. En la tradición hay un elemento que no es inercial sino dinámico: tradición es por esencia y raíz acto de entrega, transmisión: “traditio”. Los juristas reconocen cómo el derecho ha conservado el sentido originario del término.
Por tanto, la tradición no es el depósito del pasado. Eso será en todo caso el objeto con que la tradición opera: lo que se entrega a la siguiente generación si es valioso. Si hay tesoro que entregar es gracias a que existe la tradición como acto; y porque hay sucesivos y acumulados actos de tradición se ha podido formar ese tesoro. Pero tradición no es conservar sin más el antiguo acervo; es, en cuanto acto de entrega, un acto de discernimiento estimativo, de selección positiva. Se hace tradición también con la nueva verdad que se conquista o la nueva conducta que se crea.
La tradición se revela como categoría fundamental de la vida social y como supuesto formal para que la sociedad tenga eso que llamamos historia. Sólo el proceso continuo de la tradición ha hecho posible nuestro ser y nuestro haber actuales, que nos diferencian de nuestros antepasados precisamente por ser herederos suyos. El pasado que ellos vivieron está presente en nuestro ser actual. Y es algo esencialmente constitutivo del ser humano esta posibilidad de experiencia, tradición y progreso, esta perfectibilidad. El hombre es, por esencia, un ser constitutivamente tradicional. Ese rasgo es el que le diferencia radicalmente del animal. En este conocimiento coinciden las ciencias biológicas con las ciencias sociales. Ortega lo expresaba muy gráficamente: “La única diferencia radical entre la historia humana y la ‘historia natural’ es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután”.
El anacronismo revolucionario
La actitud antagónica de la que estamos glosando sería la actitud rupturista, revolucionaria. La del total repudio de creencias, costumbres, leyes e instituciones por el simple hecho de ser recibidas. Llevada hasta el final, se autodestruye porque es imposible. Cabe imaginar el extremo contrario: un grupo humano caído en total atonía consuetudinaria; pero es inimaginable un grupo humano alzado contra el pasado sin apoyarse, aunque sea parcialmente, en el pasado mismo. Porque no cabe rechazar de plano todas las vigencias recibidas; habría que empezar por rechazar el lenguaje, que es ya un uso que recibimos y en el que adquirimos nuestra significación humana.
La ‘revolución’ sí que es un mito, en tanto que negación del tiempo histórico. La revolución pretende emanciparse de la historia o ponerle fin: es “la lucha final”. Pero, naturalmente, la historia sigue y la fe revolucionaria no se libra de una ley general que rige todas las creencias. Las creencias sociales se transmiten en el tiempo histórico de generación en generación, y también en el espacio social de capa en capa social. Resulta así que las creencias perviven en zonas sociales alejadas de aquella en que nacieron y en la que ya están muertas. Hay una especie de tradición revolucionaria, como también hay verdaderas costumbres y hábitos revolucionarios. Existe un tradicionalismo libertario, como existe una ortodoxia del marxismo revolucionario.
Son de Ortega las palabras más duras contra la mentalidad revolucionaria: “Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad”.
Y Jesús Pabón señaló como rasgo definitorio suyo un “pasadismo” verdaderamente reaccionario. Esto se comprueba inexorablemente: en la Revolución puritana, la nostalgia hacia la sencillez original de la Iglesia primitiva; en la Revolución francesa, la pretensión de regresar desde la sociedad a la naturaleza; en la Revolución rusa, “el triunfo –en palabras de Lenin– de los Estados retrasados a la oriental sobre los Estados más civilizados del mundo”. Es siempre la nostalgia de un paraíso al que retornar mediante la ruptura de la continuidad histórica. Hay mucha fantasía sobre la Edad de oro y muy poca razón histórica e imaginación moral en la actitud revolucionaria.
La monarquía, promesa de futuro
En 1948, cuando todavía se veía lejanísima o inasequible cualquier posibilidad de restauración monárquica, el duque de Maura concluía así uno de sus más lúcidos libros sobre política contemporánea: “También los monárquicos de siempre, los que a través de cualesquiera vicisitudes se han mantenido fieles a esa significación, habrían de quedar defraudados, si esperasen el advenimiento al trono del jefe de su partido, como acontece a los republicanos en las elecciones presidenciales. El Rey de todos, único representante genuino de la institución milenaria, se ha de convertir, desde el primer día, en el servidor efectivo de todo su pueblo. No parece sino que la Providencia está preparando a la realeza futura para esa trascendental pero dificilísima misión a que la destina, con las amarguras del infortunio y las inolvidables lecciones del exilio”[4].
En la España de hoy, cuando una Princesa de Asturias jura la Constitución para ser heredera del trono de España, la monarquía acredita más que nunca su utilidad al servicio de las más perentorias demandas de nuestro presente: continuidad histórica de la nación y concordia entre españoles, trascendiendo disputas partidarias y territoriales. Y como nuestra libertad y ciudadanía se hallan implicadas en tal servicio, estamos convocados a preservarlo con nuestro esfuerzo; no conviene dejar desasistida a la Providencia invocada por el duque de Maura. Nuestro brazo pues, para que “Dios salve a la (futura) Reina”.
[1] Con posterioridad a la redacción de este análisis, el secretario Pisarello ha anunciado que finalmente no acudirá al acto de la jura. El protocolo indumentario ha resultado ser, según parece, una prueba demasiado dura para su “dignidad republicana”.
[2] Gabriel Maura, Dolor de España (1932).
[3] Gilbert Keith Chesterton, Ortodoxia (2013).
[4] Gabriel Maura, La crisis de Europa (1948).
Vicente de la Quintana Díez es abogado y escritor