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Moralina para Putin

Hace poco más de un año Emmanuel Macron firmó una declaración sosteniendo que Putin no debía ser “humillado”. Cosechó una crítica casi unánime en Europa, pero también sembró un germen que la actualidad protagonizada por la rebelión de Wagner ha vuelto a poner en el ambiente. La idea de no humillar al enemigo puede parecer extraña en tiempos de guerra. Cuando Hitler invadió Polonia ningún jefe de Estado invocó su preocupación por que no fuese humillado; una declaración así se hubiera lamentado como ingenuidad culpable. Cuando un agresor te invade, te defiendes. Ucrania reaccionó airadamente por buenas razones. Pero esta preocupación por la consideración del adversario –“no humillar a Putin”–, no es precisamente una ingenuidad de novato. Es más bien una moralización posmoderna, típica de un tiempo que no sabe cómo conducir sus virtudes.

El cristianismo nos ha legado toda una ética de la guerra, considerada inevitable pero susceptible de limitación. Vitoria y Grocio dejaron sentado que la guerra es a veces necesaria, pero debe mantener estrictamente sus objetivos de defensa social y no convertirse en una venganza personal o colectiva. Es definitivamente inmoral que ningún gobernante disfrute de la venganza, que exagere los medios para aplastar al enemigo o que lo humille por placer. En otras palabras: el enemigo también es un ser humano; no se le puede reducir a la condición de insecto o enfermedad, como hacían los regímenes totalitarios.

Esta preceptiva reconocía dos motivos: el principio de la dignidad humana, que exige respeto incluso para un enemigo; y el deseo de no aumentar la escala del conflicto, porque alguien humillado se vuelve tanto más agresivo. Occidente no es el único que ha promulgado estos principios de sentido común: la cultura china contiene reflexiones similares sobre la conducción de la guerra. Tales lecciones siguen siendo válidas porque se refieren al simple conocimiento de la humanidad: en el siglo XX aprendimos lo que le costó al mundo la humillación alemana tras la Primera Guerra Mundial. Eso ha llevado a algunos a discutibles analogías y así se escucha que el nazismo no nos hizo aprender, y que humillamos a los rusos tras la caída del Muro añadiendo desprecio irónico a la derrota ideológica, económica y nacional del comunismo. Por esa pendiente es por donde se deslizan los argumentos sobre la inconveniencia de “humillar” a Putin en un eventual escenario de finalización de las hostilidades.

Sin embargo, si las virtudes de la magnanimidad, el respeto y la justicia pueden aplicarse a la guerra, ninguna de ellas excluye el discernimiento. Nos encontramos ante una situación compleja, en la que coexisten dos elementos contradictorios: la violencia necesaria y el respeto necesario.

Nuestra época es eminentemente moral, incluso moralista. No cabe extrañarse: cuando la religión declina, es sustituida por una moral con pretensiones de omnipotencia que la imita tanto como la desnaturaliza. La pretensión de “no humillar a Putin” es típica de ese proceso. Recupera un gesto de la vieja moral cristiana sobre la guerra. Pero olvida que la virtud cristiana se oculta, que avanza sin mostrarse. Una virtud exhibida inmediatamente se echa a perder y todo alarde moral es una farsa: “que tu mano derecha ignore lo que hace tu mano izquierda”. Porque es la conciencia la que actúa aquí, en el nivel más profundo, y no la aplicación de un manual de buena conducta.

Aparte de que la exhibición de la virtud es obscena, en este caso es contraproducente, y mucho. Es fácil imaginar cómo, al escuchar este tipo de cosas, Putin debe confirmar cierta imagen que Occidente se hace de él, como una especie de bandido cuya ira asesina se teme excitar; justo la impresión que no debe trasladarse a ningún criminal con impulsos asesinos.

Chesterton decía que el mundo moderno está lleno de virtudes cristianas “que se han vuelto locas”. Este es un ejemplo característico. La voluntad de no humillar al enemigo es una de esas resoluciones que un gobernante debe guardar para sí mismo o para su círculo más íntimo. De lo contrario, destruye justo lo que quería mostrar. Las virtudes cristianas aludidas por Chesterton se han desquiciado hasta ser ostentadas sin pudor en todas direcciones, en las buenas y en las malas, con efectos contraproducentes. La política de hoy tiende a ver la moral como un producto de comunicación eficaz que sirve de adorno ostensible para cualquier ambición personal; rebaja así a moralina lo que en realidad es un humilde secreto destinado a hacer del mundo un lugar mejor.


Vicente de la Quintana es abogado y escritor