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Narciso en la Moncloa

La última de Pedro Sánchez quiere tenernos entretenidos hasta el lunes. Es poco provechoso enredarse en cábalas sobre la maniobra del presidente. Además, las resoluciones de un hombre enamorado son, por definición, imprevisibles. Y más en las telenovelas.

Lo más parecido a esto eran las ‘notas oficiosas’ de Primo de Rivera, mucho más contenidas en todo caso: “El presidente del Directorio no se siente molestado por la persistencia de la insidiosa campaña fundada en su intervención, para que se hiciese justicia a una mujer, a su parecer injustificadamente detenida. Así volverá a proceder cuando la ocasión se presente, teniendo a gala de su carácter haberse inclinado toda la vida a ser amable y benévolo con las mujeres…”.

Mucho más provechoso será, a la luz de esta última prueba de que habita en la Moncloa un auténtico peligro público, enfermo de monstruosa vanidad, desconocedor de la responsabilidad que se supone adherida al cargo que ostenta… a esta luz, decimos, mejor, mientras Narciso se mira meditar, deducir del episodio una ‘lección de cosas’, como decían los clásicos y siguiendo su pista.

El ‘quid leges sine moribus?’ de Horacio conserva su vigencia dos veces milenaria. Ninguna ley aprovecha sin honestos usos. Ningún delicado ajuste constitucional suprime la necesidad de virtudes personales en quien ocupa el mando. Ninguna democracia tolera mucho tiempo tratar las instituciones como escabel para la vanidad de nadie.

Sobre la gloria y su duración se han escrito no pocas ironías. Cierto político francés del reinado de Luis XV le decía a Chamfort: —“Yo prescindo de mis contemporáneos: no me interesan; pero necesito de la posteridad”. —“¡Qué curioso! –repuso el gran moralista–. Podéis pasaros sin los que viven y necesitáis de aquellos que aún no han nacido”.

Ahora, entre la aspiración a la gloria y la imposición de la vanagloria hay gran trecho. En nuestro medio político abundan los actores que sufren empacho de personalidad y ambicionan “pasar a la historia”. En torno de ellos prolifera una atmósfera de adulación repelente. A estos coros de turiferarios se deben las prematuras glorificaciones de politiquillos incapaces de legar obra duradera.

La adulación solo perturba a los caracteres endebles. El batacazo que al fin sufren los adulados crédulos procede de no haber tenido más que un solo oído abierto al dulce veneno de la lisonja. Esta limitación auditiva transmite al cerebro un aluvión de errores. Los pelotas son fatales a todo mando indiscreto. Operan sobre el amor propio del ególatra, exaltándolo hasta el máximo grado.

Producida la embriaguez, es ya difícil dar un solo paso derecho. Si en el adulado de grandes tragaderas fuera completa la función auricular, el rumor halagüeño que por un oído le entra sería neutralizado por el otro, abierto a la crítica, pudiendo así fundar juicios de mayor equilibrio, más ponderados aunque menos gratos. Porque la adulación también es vicio y necesidad universal. Todas las críticas formuladas contra ella son completamente estériles. Una atmósfera lisonjera es siempre grata. Las exigencias del amor propio –una de las formas de la dignidad personal– originan la adulación. Así, una buena madre, la dignidad personal, puede parir una hija despreciable.

El intercambio de adulaciones surge naturalmente del cruce de las vanidades. Es una forma piadosa de mutuos consuelos. Y aun aquellos que se abstienen de dirigir lisonjas, los caracteres secos, ásperos y rígidos, gustan ser adulados por no adular. La adulación interesada tiende a convertir en sustancia los adjetivos laudatorios que prodiga. Y cuando fracasa la treta, el alabador se irrita juzgándose estafado.

La adulación política es la más desacreditada, por ser la más pública y resonante. El anecdotario de Chamfort demuestra a qué extremos llegó en Versalles. El conde de Argenson, tan ingenioso como depravado, burlándose de su propia infamia, decía: “Pierden mis enemigos el tiempo si pretenden arrollarme: aquí no hay nadie más servil que yo”. Orgullo paradójico: ser el primero en lo último.

Federico el Grande, sin embargo, detestaba el espíritu adulador. Imposible imaginarlo presidiendo un Comité Federal del PSOE. “Para un gobernante vicioso –decía–, la lisonja es un veneno mortal que fecunda la semilla de su natural corrupción; para el virtuoso es una mancha que empaña el brillo de su gloria”. La proclamación de este principio hace suponer que aquel monarca no castigaría a los altivos, sino a los serviles, a quienes nuestro Quevedo pinta así: “Traen la vista arrastrando por la tierra y no hallan dignos sus ojos de otra puntería que la de las suelas de los zapatos de su señor”.

El Gobierno no es solo la forma de conducir con acierto los negocios públicos, o, como dice Aristóteles, procurar por el mando la utilidad común. En la cumbre del Poder han de florecer también otras virtudes morales –la sinceridad, la franqueza, la lealtad–, cuyo ejemplo vivo y constante sirva para ennoblecer el carácter público.

Nunca es prudente en el político admitir honores con proyección histórica. Por sólidos que sean los merecimientos, con la aceptación de enaltecerlos quedan un poco empañados. Cuando los merecimientos no existen, la glorificación resulta de una comicidad extraordinaria. Y llega a lo insuperable si el glorificado, asido a cualquier forma de Poder público, influye directa o indirectamente en la comedia de su propia inmortalidad.

¡Qué depresión moral al descolgar su retrato siente el mandón jubilado o vencido! Por su intensidad, pone en grave peligro el corazón de los políticos cardiacos. Felizmente, son raros los heridos en esta víscera, endurecida en el oficio. Su inmortalidad transitoria constituye la situación más ridícula que el Destino depara a un hombre público. Pero el ex inmortal consuela, anima y conforta a todos los suyos, familiares y adeptos. Es un espartano, superior a todas las adversas contingencias de la lucha partidista. Su obra, ¡su gran obra!, es la mejor garantía de su bien ganada posteridad. Le han privado de su vida inmortal, pero le queda la física para lograr que la otra resucite. El caído aconseja calma. “Tranquilidad; la cosa no tiene importancia”, dice, mientras por dentro arde el rencor. Ninguna herida de amor propio penetra tan profundamente como esta de anular la glorificación de un vanidoso que atribuye a su trayectoria trascendencia histórica, cuando no es más que la carrera vulgar y oscura que va del germen a la ceniza…


Vicente de la Quintana es abogado y analista político