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No investidura

La sesión de investidura ha puesto de manifiesto los límites de una estrategia tejida con éxito para ganar el poder pero claramente incapaz de aportar un gobierno para España. Por intensos que puedan ser los fogonazos de los radicales, el futuro de nuestro país convoca a la moderación, al encuentro y al acuerdo en el marco de la Constitución. Tal vez Sánchez pueda esperar, pero España ya no.

Lo más risible del episodio de la investidura fallida que hemos presenciado con una mezcla de preocupación y asombro es que sus protagonistas cuando no están peleándose por los ministerios se suman entre sí para adornarse con la denominación de “mayoría de progreso”. La realidad, sin embargo, es que desde que Pedro Sánchez encabezó con éxito la maniobra contra el gobierno del Partido Popular en forma de moción de censura, nuestro país profundiza en la regresión política e institucional. Una regresión que ya no puede ser ocultada por el atrezzo que los socialistas han desplegado para llenar el vacío de lo que realmente representan: un proyecto de poder, no de gobierno, que atrae, incluso de manera errática, a fuerzas antisistema para las que Sánchez desde que decidió constituir la mayoría Frankestein se ha ofrecido como la mejor opción.

La sesión de investidura ha puesto de manifiesto los límites de esa estrategia, tejida con éxito para ganar el poder pero claramente incapaz de aportar un gobierno para España. No deja de ser curioso que cuando Grecia ha puesto fin al experimento populista de Syriza, el problema de la gobernabilidad en España haya sido el de acordar con cuántos ministerios se hacía Podemos para rechazar finalmente a su socio preferente. A falta de proyecto político, Sánchez tiene muy desarrollado el instinto de poder, y el poder no quiere compartirlo, menos aún con quien hizo del sorpasso al PSOE su objetivo estratégico.

No ha sido un repentino ataque de moderación ante Podemos lo que ha frustrado el pacto de investidura –el intentado con Podemos o cualquier otro en que pudiera pensarse ese–, sino precisamente la radicalidad de Sánchez poseído de una imagen de sí mismo y de su liderazgo que no se corresponde con el apoyo electoral que los españoles le han dado. Esa imagen distorsionada de sí mismo y de su liderazgo que le ha llevado a proponer la reforma del artículo 99 de la Constitución de modo que este se adapte a sus carencias, en vez de ser él quien se atenga a lo que exigen los cánones constitucionales vigentes, es decir, la exigencia de negociar seriamente una mayoría no sólo para ser investido sino para gobernar.

Después de este intento fallido, Pedro Sánchez hará enormes esfuerzos por repartir culpas a todos menos a él mismo. Algunos querrán remitir ahora la cuestión a la función constitucional que corresponde al Rey y que este ha desempeñado de manera escrupulosa. Pero el fracaso es del líder socialista, que podría estar dispuesto a hacer de unas eventuales elecciones generales la culminación de un largo ejercicio de arrogancia estéril, aunque lo disfrace de resistencia.

Pablo Casado ha descrito con acierto el dilema en que Sánchez se encuentra. Tiene que elegir a qué quiere renunciar: o renuncia al centro o renuncia al extremo, sabiendo que por intensos que en algún momento puedan ser los fogonazos de los radicales, el futuro de nuestro país convoca a la moderación, al encuentro y al acuerdo en el marco de convivencia cívico y nacional de la Constitución. Tal vez Sánchez pueda esperar, pero España ya no.