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Nota editorial

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En el célebre diálogo que el filósofo Jürgen Habermas y el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, mantuvieron en la Academia Católica de Baviera el 19 de enero de 2004, se planteó el tema de los fundamentos prepolíticos del Estado democrático. Dentro de este gran terreno de reflexión, Habermas hace una afirmación rotunda en lo que se refiere a la relación entre creyentes y no creyentes: “La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas”. En otro momento del diálogo, en esta misma línea, el filósofo alemán insiste en que “ambas posturas, la religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos”.

Habermas, a pesar de que, recordando a Max Weber, decía carecer de “oído musical para la religión”, formula un vigoroso reconocimiento del papel de la religión en el marco de una democracia liberal pluralista, precisamente porque su neutralidad ante las diferentes concepciones del mundo y de lo que significa una vida buena y valiosa debe incluir también a las convicciones religiosas de los ciudadanos iguales en derechos a los no creyentes. Esta reivindicación puede hacerse una vez que “la religión tuvo que renunciar a esta pretensión de monopolio interpretativo y de total estructuración de la vida a medida que la secularización del conocimiento, la neutralización del poder estatal y la generalizada libertad religiosa fueron imponiéndose”. De ahí que Habermas concluya que “resulta en interés propio del Estado constitucional el cuidar la relación con todas las fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos”.

Por su parte, el futuro Benedicto XVI, abordaba su reflexión sobre este tema partiendo de una pregunta que constituye el núcleo esencial del debate sobre la fundamentación prepolítica del Estado democrático: “¿Cómo nace el derecho y cómo debe elaborarse para que sea vehículo de justicia y no el privilegio de establecer lo que es justo por parte de quienes tienen el poder?”.

Ratzinger afirma que “la garantía de la participación en la formación del derecho y en la justa administración del poder es la razón esencial a favor de la democracia como la más adecuada de las formas de ordenamiento jurídico”. Pero eso resuelve una gran parte del problema, pero no todo porque “¿se puede seguir hablando de justicia y de derecho cuando una mayoría, incluso grande, aplasta con leyes opresivas a una minoría religiosa o racial?”. Es fácil identificar en la pregunta el eco de una experiencia histórica tan desastrosa como la del nazismo, pero también una preocupación compartida por los grandes precursores del constitucionalismo liberal, muy singularmente las raíces constitucionales de los Estados Unidos, cuyo diseño normativo constitucional busca limitar el poder mediante instituciones contramayoritarias y la separación entre sus titulares precisamente para evitar que el absolutismo monárquico fuera heredado por una mayoría coyuntural que se arrogara los mismos poderes. Benedicto cita las declaraciones de derechos humanos como un ámbito indisponible para el juego de las mayorías.

En este terreno esencial de los derechos fundamentales, Habermas se había referido en un sentido positivo a la “apropiación” laica de principios religiosos, citando como ejemplo “la traducción del hecho de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios al concepto de igual y absoluta dignidad de todas las personas”. Una reflexión que se inserta en la afirmación de Habermas, para quien “naturalmente la historia de la teología cristiana en la Edad Media, en especial la escolástica española tardía, pertenece ya a la genealogía de los derechos humanos”.

Volviendo al cardenal Ratzinger, se manifiesta la rotunda modernidad de sus reflexiones y el realismo con el que aborda la necesidad de convivencia de la tradición cultural cristiana con otras tradiciones culturales. Para él, hay que reconocer “una falta de universalidad de facto de las dos grandes culturas de Occidente, la cultura de la fe cristiana y la de la racionalidad laica, por más que ambas, cada una a su modo, influyan en todo el mundo y en todas las culturas” y, por tanto, “no existe la fórmula universal racional o ética o religiosa en la que todos pueden estar de acuerdo”.

Ante esta evidencia, Ratzinger propone que razón y religión actúen como instancias mutuamente reguladoras para prevenir la degradación fanática de cada una de ellas. Tanto el fanatismo integrista como esa razón que produce monstruos son expresiones patológicas, por lo que Ratzinger habla en primera persona cuando concluye: “Yo hablaría de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo”.

En nuestros sistemas democráticos enfermos de postmodernidad, reflexiones como las de Habermas y Ratzinger son referencias imprescindibles para disipar la niebla que amenaza con alejarnos del camino de la razón, de los fundamentos prepolíticos de la democracia y del efectivo respeto al pluralismo.

REFERENCIAS

Los textos citados del diálogo entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger están extraídos del libro Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Editorial Encuentro. Madrid, 2006. Prólogo de Leonardo López Dupla.